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Novembre
2018
Novetats editorials d’Edicions de la Universitat de Barcelona
«En la política contemporánea hay ocasiones en las que se apela a la “legitimidad”. La palabra viene de antiguo y forma parte del vocabulario político. Pero es un término difícil de precisar, en su forma y en su contenido. ¿Es un principio, un valor, un acto de la voluntad? ¿Y a qué se refiere? ¿A un sentimiento, una idea de la razón, una apelación histórica o social? La ciencia política, lo mismo que el derecho, no se llevan muy bien con este confuso concepto. Y en la acción de gobierno es sencillamente rechazado cuando se lo enarbola en contra de la legalidad. Al poder no le preocupa su legitimidad.»

«Sin embargo, eppur si muove, se sigue abogando por la legitimidad. Por parte de los gobernados, cuando Gobierno o ley son motivo de rechazo. Y por parte del Gobierno o la ley, cuando ven que peligra su vigencia o validez. En el mundo contemporáneo vuelve, por distintas razones, la apelación a la legitimidad, y en no pocas ocasiones como opuesto o como correctivo de la legalidad. Véanse, sobre todo, los movimientos de derecha y de izquierda apelando a la nación y al pueblo, respectivamente, en contra de las instituciones establecidas, de los sistemas de representación y gobierno vigentes, o de la globalización económica mundial.

»Son en Europa ejemplo de ello movilizaciones sociales de signo tan diverso como, por ejemplo, aquellas que se oponen a las medidas de austeridad económica (movimientos de los “indignados”), de la admisión de emigrantes y refugiados (xenofobia y extrema derecha), de la opresión de las nacionalidades históricas (Escocia, Cataluña, Flandes) y de la propia política de la Unión Europea: el brexit o la regresión democrática en los países del Este europeo.

¿Democracia o ley?

»En el caso de Cataluña, a raíz del movimiento popular secesionista desde 2010, cuando el Tribunal Constitucional español anuló parcialmente el Estatuto de autonomía catalán, pronto surgieron las voces que oponían la democracia a la ley. Para los independentistas catalanes, la democracia debía estar en dicha ocasión por encima de la ley. Para los constitucionalistas del conjunto de España, era lo contrario: por encima de todo, la ley.

»Pero ¿qué sucede cuando la ley no es o ya no es tenida por democrática? ¿Debe seguir siendo obedecida? Y a su vez ¿qué sucede cuando en nombre de la democracia se rechaza la primacía de la ley en un estado democrático? ¿Debe admitirse el que se rompan las reglas del juego democrático garantizadas por la ley? La oposición entre democracia y ley en un contexto ya o todavía democrático no parece el mejor modo, por su simplicidad y crudeza, de plantear las contradicciones que puedan darse en dicho contexto entre el respeto a la ley y el compromiso con los valores democráticos.

»El caso catalán representa un problema político para España y la Unión Europea. De un lado, los separatistas, con mayoría desde 2015 en el Parlamento autonómico y el apoyo ciudadano de la mitad de la población (movilizaciones de más de un millón de personas en la calle desde el mes de septiembre de 2012), se arrogan hasta la fecha la “legitimidad” en su posición en contra de un sistema estatal “ilegítimo”, encabezado por el Tribunal Constitucional y un sistema judicial, de los que niegan la imparcialidad. Mientras que de otro lado están los defensores de la Constitución estatal, que niegan, también hasta hoy, toda “legitimidad” a quienes votaron, fuera de la ley y en nombre de un “derecho a decidir”, por la independencia de Cataluña. Lo legítimo, aseveran los constitucionalistas, es adaptarse a la legalidad. Así, el presidente del Gobierno español, Mariano Rajoy, dijo claramente en el Congreso de los Diputados, el día 11 de octubre de 2017 y en respuesta al presidente catalán Carles Puigdemont, pocas horas después de que este anunciara la independencia de su país: “Lo que no es legal, no es democrático”. El marco de su afirmación es la mencionada antítesis entre democracia y ley, la misma que reconocen aquellos adversarios, en este caso los separatistas, que donde no ven lo democrático no pueden ver lo legal. Esto último puede tener el grave riesgo de no saber apreciar de partida lo democrático en la ley, pues la democracia no son solo valores, sino reglas. Pero lo primero, ver solo lo democrático en la ley, no está exento de un riesgo parecido: el de ignorar que la democracia no solo se expresa ni se garantiza con la ley. La democracia son reglas que remiten a valores.

»Al decir “lo que no es legal, no es democrático” se presuponen, queriéndolo o no, al menos tres cosas distintas. Una: que todo lo legal es democrático, lo cual es solo válido en democracia. Dos: que lo democrático se reduce a lo legal, y ya hemos dicho que los valores, incluso para una concepción juridicista o iuspositivista de la democracia, también cuentan. Solo un legalismo paranoico nos puede hace creer que las reglas son exclusivamente instrumentos. Las reglas sirven a valores, o por lo menos tienen, incluso para los reglamentaristas, y salvo que caigan en contradicción, un valor en sí mismas. Y tres: se supone, también, que cualquier cosa ilegal es de por sí no democrática. Sin embargo, una desobediencia o transgresión de la ley democrática puede ser, aunque ilegal, portadora de formas y contenidos democráticos (pacífica, respetuosa con los derechos humanos y con los fundamentos y principios de la ley, razonable y razonada, de interés general y respetuosa con la pluralidad), como se ha visto numerosas veces en la historia de las democracias, regímenes enriquecidos por sus propios objetores democráticos.

La oposición entre la ley y los valores

»Cuando uno visita los museos de historia de Francia puede contemplar en sus vitrinas numerosas armas blancas y de fuego en cuya empuñadura están grabadas ciertas palabras que resumen la historia de este país. En las piezas más antiguas se lee: “Vive le Roi”. En las del siglo XVIII: “Le Roi et la Loi”. Poco antes de la Revolución: “Vive la Loi”. Y durante ella: “Le Peuple et la Loi”. O tan solo: “Vive le Peuple”.

»La ley fue un reclamo en este país y en otras democracias modernas, hasta llegar a identificar la democracia con ella, e incluso, a veces, en los momentos críticos, a establecer, en cambio, una oposición entre democracia y ley. Para unos, ni el pretexto de la democracia justificaría el quebrantamiento de la ley. Para otros, ni la salvaguarda de la ley sería una razón para ignorar los valores democráticos. Pero cuando en una democracia se opone la ley a la democracia, o viceversa, y agudizando esta visión se contraponen la legitimidad y la legalidad, lo que se encuentra en contradicción y enfrenta unos a otros no es que unos sean partidarios de la legalidad en primer lugar, y otros, de la legitimidad también en primer puesto. Hay que conceder de entrada que, en democracia, ambas partes contendientes son partidarias de la legalidad y ambas pretenden que esta se dote y revista de legitimidad. Pero lo son de distinto modo. A la vista está el rechazo de una parte a la legalidad existente. Pero a la vista está también que se produce un choque entre dos defensas de la legalidad: una, por la legalidad que hay, y otra, por la que se quiere que haya. Del mismo modo, puede observarse que tal oposición entre legitimidad y legalidad es en realidad un choque entre dos defensas de la legitimidad.

»Por lo pronto, parece una constante oposición dentro de la democracia la defensa, de una parte, de la legitimidad por ley, y de otra parte, de la legitimidad por valores, que puede en ambos casos ser defensa de lo democrático (los valores democráticos, la ley democrática) y de la legalidad como objetivos que justificar y proteger. En democracia, la disputa, bien sea por la ley (por ejemplo en el caso catalán o en el escocés) o por los valores (el brexit, el rechazo de la inmigración), parece reducirse siempre al debate entre dos modos distintos de entender la legitimidad: la que prioriza la ley y la que da preeminencia a los valores. La contraposición última entre legalidad y legitimidad no tiene mucho sentido en democracia, al igual que oponer democracia y ley. Lo mismo cabría afirmar de las clásicas dicotomías con que nos adentramos en el discurso político: naturaleza/ley; ley/justicia; ley/derecho; hecho/norma; facticidad/validez; gobierno de las leyes / gobierno de los hombres; representación/participación; democracia formal / democracia real; instituciones/pueblo. Las disyuntivas desenfocan y a la postre perjudican la comprensión y el ejercicio de la democracia. En esta solo hay verdadera oposición entre democracia y autocracia.»


 
 
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