Como consecuencia de esa necesidad de pasado como parte constitutiva e iluminadora de cada presente, encontramos apasionantes testimonios de otra de las constantes definitorias del artista griego: la fractura irreversible entre campo –tradición– y ciudad –“modernidad”–. Preciosas y telúricas secuencias en las que, de una manera esencializante –despojadas de anécdota, como en los iconos bizantinos–, se recogen momentos a modo de documentos, que hasta hace poco eran definitorios de ese alma colectiva dondequiera, y que hoy día, y en virtud de la globalización uniformizadora, se hayan en severo proceso de desaparición: ¿Cómo olvidar ese grupo de mujeres danzantes que portan iconos religiosos mientras giran alrededor de un fuego nocturno tras la gran inundación? ¿O la solemnidad de los bellísimos episodios de la muerte de Spyros en medio de la alegría de un baile, y su entierro, entre balsas y banderas negras, tan cercano al movimiento momificado –en término baziniano – por Kurosawa en Trono de sangre, Kagemusha o Ran?
Como si de un involuntario recopilador de antologías –nada en su arte huele a alarde o amaneramiento–, o de un conservador de patrimonio se tratara, Theo Angelopoulos se nos muestra como un mediador con un telúrico espíritu primitivo –aquel mismo que contenía la película que daba lugar a la búsqueda del director protagonista de La mirada de Ulises. ¡Con qué fuerza se percibe de nuevo la pureza y pulcritud de los iconos bizantinos en el plano que abre el film, con ese hierático y frontal grupo de deportados! O ¿cómo olvidar el poder sedimentario que unos corderos degollados pendientes de un árbol regado por su sangre provoca en la memoria? Y ¿qué comentar sobre la entrega de los hijos muertos a sus madres –grupo de plañideras– junto al río? ¿Hay mejor manera de expresar la desesperación que en la distancia entre Eleni en una orilla y su hijo en la otra? O la genial concepción de la secuencia de Spyros en el teatro, silencioso testigo de su búsqueda, que lo convierte en actor de su tragedia particular, en una asombrosa superposición de espacios escénicos. ¿Y qué aportar sobre la concepción, composición, esplendor… de la ondeante colina de sábanas blancas, en la que el grupo de músicos precede a la muerte de Nikos?
Únicamente cuando el Arte emplea honradamente, sin interferencias, los materiales que le son propios –lo poético como elemento común sustentador de las artes–, explota por completo sus potencialidades y es capaz de dilatar el corazón del espectador ilustrándolo –más saber–, y educándolo –más sabiduría–, contribuyendo a continuar el nunca suficientemente garantizado proceso cultural y civilizador.
Como si se mostrara incapaz de hacerlo de otro modo, probablemente, lo más fiel, justo y exacto para hablar de Theo Angelopoulos, simplemente sea decir que se trata de un artista genial en la dimensión más excelsa y amplia del término, justamente porque, por un lado trasciende toda etiqueta, género o convencionalismo, abordándolos todos de un modo tan personal como intransferible; y por otro, porque, en una sola obra, y desde la discreción, hace crecer y avanzar el lenguaje cinematográfico más que multitud de colegas e industrias en largos periodos de tiempo. Quizá por ello, y de no empezar a cambiar el panorama cinematográfico ponderada pero drásticamente, en cuestión de unos pocos años –nada favorece esperar tal cambio–, estemos asistiendo a la extinción de una especie; la del creador cinematográfico puro. De los ya citados, más los Chaplin, Ozu, Rossellini, Bresson, Renoir, Mizoguchi, Wenders, Ford, Kieslowski..., es duro constatar que son pocos los que aún ven salir el sol con nosotros.