T. O.: Eleni. Producción: Theo Angelopoulos.Greek Film Centre-Ert/Attica Art Productions-RAI Cinema/Bac Films.Intermedias-Arte France (Grecia-Italia-Francia, 2004). Productora: Phoebe Economopoulos.

Director: Theo Angelopoulos. Guión: Petros Markaris y Giorgio Sivagni. Fotografía: Andreas Sinanos. Musica: Eleni Karaindrou. Decorados: Giorgos Patsas y Kostas Dimitriadis. Vestuario: Ioulia Stavridou. Montaje: Giorgos Triantafyllou.

Intérpretes: Alexandra Aidini (Eleni), Kilos Poursabidis (Alexis), Giorgos Armenis (Nicos), Vasilis Kolovos (Spyros), Thaleia Argyriou (Danái), Eva Kotamanidou (Cassandra), Grigoris Evangelatos (Profesor).

Color - 170 min. Estreno en España: 1-IV-2005.

 

 

Primera película de la trilogía que el genial Theo Angelopoulos (Atenas, 1935) ofrece sobre la historia reciente de Grecia. En esta primera entrega, la historia particular de su protagonista Eleni –maravillosa la debutante Alexandra Aidini– se ve fatalmente condicionada por la triste historia colectiva del país heleno durante el siglo XX. Un periplo errante, permanentemente transido por el dolor que, ya desde la niñez y sin familia, la lleva a sufrir la deportación con los griegos de Odessa, tras el triunfo de la Revolución bolchevique en 1919. A partir de ahí, el refugio en tierra de nadie, un embarazo prematuro de gemelos, el amor clandestino con Alexis en Salónica –el también debutante Nikos Poursanidis no le va a la zaga a su compañera de reparto–, el desgarro que le produce la obligada separación permanente de sus hijos, unas inundaciones, la invasión ideológica de todos los signos, la II Guerra Mundial, que la separa de Alexis, la posterior guerra civil, las represalias, la pérdida de los seres más queridos, la diáspora –América, Australia…–, la desesperación.

Siempre late bajo el cine del maestro griego, un reto más o menos implícito –más o menos explícito, según se mire–, que exige del espectador –especialmente del crítico– un esfuerzo de atención superior por desacostumbrado, quizá porque procede de otro lugar más remoto y fascinante, cual es el de la sabiduría, la cultura y la experiencia humanas. Por estos y otros motivos, comprimir analítica y satisfactoriamente una obra de Angelopoulos en unas pocas líneas siempre supone y supondrá una tarea estéril, dado el abismal grado de belleza e implicaciones que poseen su universo y su mirada. Como alguien ha conseguido expresar inmejorablemente: “Angelopoulos recrea el cine en cada película que rueda”.

Así pues, cabe afirmar que cada obra de Theo Angelopoulos se nos ofrece como una lección magistral compendiada de lenguaje cinematográfico no convencional. Obviando ese convencionalismo institucionalizado desde la industria norteamericana –primer plano, plano/contraplano, protagonismo endogámico del montaje, etc.–, y fundamentados sobre lo que Andrew Horton llama la imagen continua, zambullirse en Eleni, como en cualquier obra de nuestro director, es un tesoro sin fondo de sensibilidad escrita –esculpida, según expresión de Tarkovski– a través de una puesta en escena invisible, de planificación plenificada, de mayestáticos planos-secuencia, de pacientes panorámicas, de –según confesión del propio realizador–, una mizoguchiana utilización del tiempo y el espacio fuera de campo, de un sereno fluir de pasmosa naturalidad, en el que el tiempo y sus elipsis carecen de referencias ni transiciones; de una equilibrada concepción de la composición iconográfica, de un preponderante empleo del silencio o la música de raíz tradicional como decisivos constructores de drama y narración en imágenes...

 

Sin embargo, aunque decir esto ya supone mucho, no se le haría suficiente justicia de no caer en la cuenta de que, al igual que ocurre en otros realizadores –Wenders, Erice, o el propio Tarkovski.-, estamos de nuevo ante un claro ejemplo de universo personal que torna universal, en virtud de un estado ético íntimamente construido por la estética que lo constituye profundamente atractivo. Para ello, y como no podía ser de otra manera en un griego enamorado de su cultura, son la Tragedia, entendida como modelo y norma artística permanente, y una consiguiente conciencia trágica de la vida, los modos idóneos de expresión y revitalización continua en la representación, tanto de la historia colectiva, como de las particulares que le dan sentido.

 

Una suerte de estado natural –ético en el que sus personajes viven, como herederos y actualizadores directos de los imborrables mitos occidentales mediterráneos, especialmente La Odisea de Homero: “soy una desterrada en todas partes”, lamentará Eleni en un momento dado, como si del propio Ulises se tratara. De este modo, justamente aquí se halla el punto de encuentro preciso entre tradición, herencia y modernidad que vertebra la obra de Theo Angelopoulos, y sin el cual resulta imposible abarcarla –y menos aún comprenderla–, dadas las inusuales e insobornables reglas desde las cuales se rige: probablemente no exista en la actualidad un artista cinematográfico más íntegro y fiel a sí mismo que el ateniense.

Desde esta perspectiva, Eleni constituye una vuelta de tuerca más en ese inmenso poema épico que ya es su íntegra producción, tomando en esta ocasión la forma de la Saga, no tanto en el sentido literario más literal –específico de los relatos mítico-legendarios medievales escandinavos–, como en el que le confiere la propia continuidad cronológica interna: es conocido que las dos entregas restantes continuarán atravesando el siglo XX, tanto en el tiempo como en el espacio, yendo a finalizar el periplo en la actual Nueva York.

Así pues, haciendo un arte decididamente culto, mayúsculo –asombra la amplitud y profundidad de conexiones que atesora cada respiración de sus imágenes–, no obstante, y a semejanza por ejemplo del Romanticismo musical –Beethoven, Dvorák, Chopin, Falla, Wagner, Sibelius, Rachmaninov, Kodály, Bartok…–, el arte de nuestro director se halla feliz y medularmente enraizado en la cultura popular, en el alma que lo da a luz, mostrándolo como el bardo que canta a sus paisanos y al mundo las historias necesarias que preservan la memoria personal y común. El propio realizador nos lo dice:

Fue la Segunda Guerra Mundial y la consiguiente Guerra Civil, lo que destruyó completamente la realidad y el concepto del pueblo griego. Toda nuestra forma de vida cambió con esas dos catástrofes... (…) en los años cincuenta, 500.000 hombres se marcharon a Alemania, así como a América, Australia, etc., como inmigrantes.

Y esto es lo que, en parte, se relata en Eleni: una historia particular, personal, fatalmente determinada por una historia colectiva, que, a su vez, y situada en los antípodas del nacionalismo ideológico, se ve amplificada hasta el universalismo. Una circunstancia vital que el maestro Angelopoulos, una vez más, transforma virtuosamente en universalmente aplicable como arquetipo: Eleni también podría ser contemplada como la Grecia atormentada por las luchas fratricidas entre sus hijos, metaforizada en las muertes de los dos gemelos, y resumida en el desgarrador alarido final.

 

Casi todas las imágenes –casi todos los planos; de nuevo la imagen continua de su biógrafo Horton–, concebidas por Angelopoulos atesoran este inmenso potencial. Son seres, espacios, tiempos reales en los que halla y de los que extrae abstracciones, metáforas, símbolos: el muelle como punto de partida hacia la diáspora, como un inicio de la probable imposibilidad para el retorno; el mar omnipresente que, desde su infinita belleza y la permanente llamada, incita al viaje y a la separación, siendo en realidad, desierto y lejanía; el asesinato –fuera de campo, como siempre–, de Nikos el músico, que mancha la impoluta blancura de las sábanas que podrían figurar ese frágil mundo –la Grecia tradicional– que se desvanece ante el aplastante avance de la ciega y demente Modernidad destructora; el encuentro de los gemelos –uno militar; partisano el otro- en medio de un campo de batalla de la guerra civil, despojado por completo de añadidos escenográficos: pocas veces el Cine plasma de manera tan verdadera las posibilidades naturales de la contemplación, las consecuencias –la pérdida, el dolor, la separación definitiva…–, del odio, la guerra, y pocas veces ésta resulta tan cercana y palpable, sin necesidad de ser mostrada.

 

Como consecuencia de esa necesidad de pasado como parte constitutiva e iluminadora de cada presente, encontramos apasionantes testimonios de otra de las constantes definitorias del artista griego: la fractura irreversible entre campo –tradición– y ciudad –“modernidad”–. Preciosas y telúricas secuencias en las que, de una manera esencializante –despojadas de anécdota, como en los iconos bizantinos–, se recogen momentos a modo de documentos, que hasta hace poco eran definitorios de ese alma colectiva dondequiera, y que hoy día, y en virtud de la globalización uniformizadora, se hayan en severo proceso de desaparición: ¿Cómo olvidar ese grupo de mujeres danzantes que portan iconos religiosos mientras giran alrededor de un fuego nocturno tras la gran inundación? ¿O la solemnidad de los bellísimos episodios de la muerte de Spyros en medio de la alegría de un baile, y su entierro, entre balsas y banderas negras, tan cercano al movimiento momificado –en término baziniano – por Kurosawa en Trono de sangre, Kagemusha o Ran?

Como si de un involuntario recopilador de antologías –nada en su arte huele a alarde o amaneramiento–, o de un conservador de patrimonio se tratara, Theo Angelopoulos se nos muestra como un mediador con un telúrico espíritu primitivo –aquel mismo que contenía la película que daba lugar a la búsqueda del director protagonista de La mirada de Ulises. ¡Con qué fuerza se percibe de nuevo la pureza y pulcritud de los iconos bizantinos en el plano que abre el film, con ese hierático y frontal grupo de deportados! O ¿cómo olvidar el poder sedimentario que unos corderos degollados pendientes de un árbol regado por su sangre provoca en la memoria? Y ¿qué comentar sobre la entrega de los hijos muertos a sus madres –grupo de plañideras– junto al río? ¿Hay mejor manera de expresar la desesperación que en la distancia entre Eleni en una orilla y su hijo en la otra? O la genial concepción de la secuencia de Spyros en el teatro, silencioso testigo de su búsqueda, que lo convierte en actor de su tragedia particular, en una asombrosa superposición de espacios escénicos. ¿Y qué aportar sobre la concepción, composición, esplendor… de la ondeante colina de sábanas blancas, en la que el grupo de músicos precede a la muerte de Nikos?

Únicamente cuando el Arte emplea honradamente, sin interferencias, los materiales que le son propios –lo poético como elemento común sustentador de las artes–, explota por completo sus potencialidades y es capaz de dilatar el corazón del espectador ilustrándolo –más saber–, y educándolo –más sabiduría–, contribuyendo a continuar el nunca suficientemente garantizado proceso cultural y civilizador.

Como si se mostrara incapaz de hacerlo de otro modo, probablemente, lo más fiel, justo y exacto para hablar de Theo Angelopoulos, simplemente sea decir que se trata de un artista genial en la dimensión más excelsa y amplia del término, justamente porque, por un lado trasciende toda etiqueta, género o convencionalismo, abordándolos todos de un modo tan personal como intransferible; y por otro, porque, en una sola obra, y desde la discreción, hace crecer y avanzar el lenguaje cinematográfico más que multitud de colegas e industrias en largos periodos de tiempo. Quizá por ello, y de no empezar a cambiar el panorama cinematográfico ponderada pero drásticamente, en cuestión de unos pocos años –nada favorece esperar tal cambio–, estemos asistiendo a la extinción de una especie; la del creador cinematográfico puro. De los ya citados, más los Chaplin, Ozu, Rossellini, Bresson, Renoir, Mizoguchi, Wenders, Ford, Kieslowski..., es duro constatar que son pocos los que aún ven salir el sol con nosotros.

 

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