Pero en Ariel no todo es entusiasmo. Él se encuentra con una cierta ansiedad que se ve reflejada en la cámara, en cómo ésta lo sigue en sus caminatas en medio de la calle, como si el film fuera un largo reportaje, con un cierto desorden planificado. Al director no le interesa tanto el encuadre renacentista como el registro de lo vital, el movimiento de los actores y, para ello, pone la cámara al servicio de los protagonistas de la historia.
Uno de los rasgos interesantes es el cambio cultural entre la generación de Ariel y sus padres: la ausencia de formación religiosa. Debido a ello, Ariel perderá de vista una pista clave en la reconstrucción de su historia personal. La madre le confiesa a su hijo que se ha divorciado religiosamente hace muchos años de Elías (Jorge D'Elia), su padre, cuando éste marchó a luchar en una guerra a Israel. Por ser de religión hebrea, este divorcio sólo había podido darse por medio del libelo de repudio que otorgó Moisés en caso de adulterio. Pero como Ariel no sabe nada, ni de Moisés ni de la Ley, ese dato no le sirve de mucho, al contrario, le despierta más odio hacia su padre. El pasado que se le oculta –que alguien se lo ha ocultado– a Ariel surgirá de manera patente con motivo del anhelado pasaporte.
En algún aspecto, esta película sigue la línea argumental de filmes como Secrets and Lies (1995), de Mike Leigh, donde el entorno familiar es un microuniverso construido a partir de una historia paralela ficticia que oculta lo que realmente ha sucedido. Esto está muy bien señalado y acentuado en el capítulo “El grito ancestral”, donde la madre va reconstruyendo el pasado con historias que no coinciden con el registro histórico del hijo. Conocido el pasado, el pasaporte deja de interesarle. Ser polaco ya no es una necesidad perentoria. Con el regreso del padre (a quien le falta un brazo) deja de tener sentido su viaje a Europa como forma encubierta de salir a buscarlo.