Todos los estadistas están de acuerdo en que los atentados del 11 de septiembre de 2001 modificaron el marco de convivencia. Su influjo en el cine -y la vocación de éste como espejo de los cambios sociales- quedó pronto reflejado en un puñado de películas, algunas de dudosa imparcialidad y con un tono beligerante contra la política de la Administración estadounidense (Fahrenheit 9/11). Por eso resultaba interesante conocer la percepción de esa transformación desde una mirada europea, máxime cuando ésta goza de una profunda formación intelectual y de un contrastado conocimiento del hombre, como es el caso del alemán Wim Wenders (Cielo sobre Berlín).
Dos años después de los atentados de las Torres Gemelas, Lana -una joven cristiana, idealista y servicial- vuelve a su país después de vivir con sus padres misioneros en África, Asia e Israel. Llega a Los Ángeles para trabajar en un dispensario de comida, y también para conocer a su tío Paul y entregarle una carta póstuma de su madre. Paul es un militar veterano traumatizado tras la guerra de Vietnam, que ahora investiga -de manera obsesiva- a cualquier sospechoso de terrorismo islámico. El asesinato de un árabe cuando salía de la Misión en que trabaja Lana supondrá el encuentro de tío y sobrina, que se prolongará a lo largo de una labor de investigación o de solidaridad respectivamente, y acabará convirtiéndose en el principio de liberación de miedos e incertidumbres.
Aunque el propio director ha declarado que su película se enmarca en la misma línea ideológica de Michael Moore, lo cierto es que el resultado rebasa ampliamente la visión política de éste para profundizar en los dramas humanos de unos ciudadanos que han perdido el control de sus vidas, de una sociedad que ha reaccionado con la ingenuidad y desconcierto propio de su juventud, de una clase política que por primera vez ha sentido el miedo en su propio territorio. Es un pueblo que, en muchos casos, no se conoce a sí mismo porque ha vivido mirándose con orgullo, sin la disposición de aprender del mundo exterior, convencido de su mesianismo y de su superioridad. Wenders muestra los rincones de pobreza material de Los Ángeles, pero a la vez las heridas de una generación de americanos que quedaron marcados por Vietnam, y también las carencias de otra que tiene la frescura, tolerancia e ingenuidad de quien aún debe madurar. En este sentido, los dos protagonistas le sirven para mostrar las dos caras de un país –tierra de abundancia, donde hay de todo– que aún tiene que encontrarse a sí mismo, y superar la esquizofrenia entre un puritanismo superficial y un incompatible belicismo: vemos cómo Paul necesita liberarse de unos fantasmas del pasado que le arrebatan el sueño y le obsesionan durante el día, mientras que Lana debe conocer su pasado familiar para recorrer su camino en la vida; necesitan perdonar las humillaciones sufridas en el pasado o tener valentía para afrontar el futuro y, en ese marco, el silencio se convierte es algo imprescindible para escuchar lo que el mundo les dice, “porque si fuera hay gente honesta que nos odia..., será que en algo nos hemos equivocado”, dirá Lana.