Sin embargo, los datos que se saben de los objetivos, tanto por parte del espectador como por los cuatro personajes principales, son tan sólo eso: que son el objetivo. De hecho, lo poco que se llega a ver de ellos incluso despierta simpatía (un traductor de Las Mil y Una Noches en Italia que, pese a estar arruinado, paga a la dependienta de la tienda que no quiere cobrarle una llamada telefónica que realiza a su sobrina todas las tardes, un representante de la OLP en París que vive con su adorable hija y de trato muy educado y amable, un generoso palestino alojado en un hotel de Chipre que se muestra comprensivo cuando la pareja de al lado no le deja dormir a causa de su frenética actividad de viaje de novios...). Este es uno de los grandes aciertos de la película, no como elemento revelador de los hechos reales, sino como enriquecedor del particular descenso a los infiernos de Avner, que le llevará a plantearse si los cometidos asignados por su patria son merecedores de ser llevados a cabo.
De este modo, el periplo de Avner y los otros miembros del comando les llevará a conocer los círculos más oscuros y siniestros del entramado internacional, con personajes que se enriquecen a costa de entregar al mejor postor información para poder eliminar a ciertas personas. Dos personajes destacan especialmente en este aspecto: Louis (Matthieu Amairic), informador francés de impecable fachada e inquietante comportamiento y el hombre a quien representa, su padre, al que sólo se le conoce como “Papá” en la película, y que interpreta Michael Lonsdale, en una elección nada baladí, ya que este actor interpretó al detective Claude Lebel en Chacal ( The Day of the Jackal, Fred Zinnemann, 1973), encargado de perseguir al hombre que pretende asesinar a De Gaulle en ese notable thriller de trasfondo político ambientado en Europa.
Los contactos de Avner con estos personajes están siempre enmarcados en un halo de limpieza siniestra, especialmente significativa la puerta del coche que Louis le abre a Avner y que le lleva, con los ojos vendados, a una preciosa mansión llena de flores y hermosos niños jugando, donde reside Papá. La paternal (valga la redundancia) relación que se establece entre este Papá y Avner es otro de los puntos más interesantes del film, y le otorga una riqueza narrativa aún mayor. El personaje de Ephrain (Geoffrey Rush) un sibilino contacto entre Avner y el Gobierno israelí, contribuye a pintar ese mundo turbio, de personajes que nunca salen a la luz pública y que realmente mueven la trama.
Así pues, la película no se limita a ser un mero ritual de ejecución de crímenes y atentados selectivos, pese a ser los elementos motrices que marcan el desarrollo de la trama y los que quedan marcados con mayor profusión en la retina del espectador. Pese a no dar carisma a los protagonistas y dárselo más aún a los objetivos, Spielberg consigue acercarnos a estos crímenes con una peculiar empatía, algo que obtiene gracias a su magnífica planificación durante los asesinatos, que logra meterse al espectador en el bolsillo. Así, se alcanza el objetivo más oscuro del film: introducirnos en la ejecución de varios asesinatos de personas por las que no se nos hace sentir odio, pero sí sentimos la necesidad de que todo salga bien durante el proceso, es decir: que mueran, pese a que no lo consideremos algo ético.
Los recursos visuales y narrativos empleados por Spielberg son, a la vez que sencillos, estéticos y funcionales. Sirva como ejemplo el montaje alterno, utilizado en pasajes fundamentales. Este recurso destaca especialmente cuando es empleado para mostrar a los israelíes muertos en Munich y las fotos de los responsables de la matanza, en una clara representación visual del ojo por ojo que se va a llevar a cabo. Otro momento destacado es el de la particular degeneración psicológica que sufren Avner y Robert, que les lleva a la paranoia y al remordimiento, algo que puede extrapolarse como moraleja, a modo de consecuencias que puede traer el uso de la contra violencia mal empleada.
De esto no debe desprenderse que la película esté cargada de mensajes o moralejas. Todo lo contrario. El filme responde a la –citada hasta la saciedad– virtud del buen cine basado en conflictos reales: “plantear preguntas antes que ofrecer respuestas”. Esto sólo se rompe en algunas ocasiones, como la que se desarrolla en un piso franco que los cuatro protagonistas se ven obligados a compartir con terroristas palestinos que desconocen la identidad de aquellos. Esta tensa situación se ve aligerada con una particular “disputa” musical entre uno de los terroristas y el virulento Steve, que cambia la emisora de radio de música árabe que sintoniza el palestino, y que éste siempre vuelve a poner. Finalmente, ambos llegan a un término medio dentro del sintonizador del aparato que satisface a ambas “facciones”, en una especie de alegoría de que el acercamiento de posturas es posible, planteado de una forma excesivamente obvia.
La película ahonda en la raíz moral de los hechos todo lo posible, dado lo delicado que es partir de acontecimientos reales para encaramarse a una ficción dramática. Este viaje sinuoso de Avner es, pues, narrativamente complicado y se puede hablar de una auténtica rareza en la filmografía del director en ese sentido, dado el vericueto genérico que aborda: del inicio con toques documentales se torna a un desarrollo de puro thriller de suspense que, pasando por el subgénero de espías, desemboca en un drama psicológico tremendamente oscuro. Es significativo el momento en que se pone fin a esa presentación de toque documental de la película, con muchas imágenes de televisión que sirven para retratar como vio el mundo los sucesos del 5 de septiembre del 1972, que no es sino el protagonista Avner apagando el televisor y dando comienzo a su historia, la parte dramática de la película. Sin embargo, el modo de narrar lo sucedido en Munich es a modo de flashbacks , que van desvelando poco a poco cómo se llevo a cabo la matanza, vista desde dentro. Así se consigue, además, que tal acontecimiento esté siempre presente en la historia, como un siniestro trasfondo.
No sólo esto puede chocar en el espectador que acuda al cine esperando ver un film de Spielberg al uso, sino que la verdadera rareza está en el tono estilístico que el director de Tiburón otorga a la película, dándole una entidad única, y salvando el duro escollo que supone una trama que toca tantos tonos. El uso de los zooms , el modo de planificar las secuencias de los crímenes, así como los encuentros con los informadores, dan una fachada estética a Munich más propia de una película de John Frankenheimer que de Steven Spielberg, además de acercarla a la tradición fílmica del cine de espías y conspiraciones de los años 70 (y retomo con esto la referencia a la elección de Michael Lonsdale en el casting).
Evidentemente, este trabajo artístico tiene mucho de los grandes colaboradores que forman parte ya del equipo indispensable de Spielberg, como Janusz Kaminski, que firma una fotografía muy efectiva (resaltando en los crímenes los tonos azules y los rojos, mientras que en ambientaciones más áridas destacan los verdes y amarillos), el director de montaje Michael Kahn o el compositor John Williams, que firma una de sus composiciones más emotivas, además de efectivas (ayudando a crear tensión en los momentos clave).