T. O.: Oliver Twist . Producción: Runteam Ltd., Etic Films, R.P. Productions (Francia-Gran Bretaña-República Checa, 2005). Productores: Robert Benmussa, Alain Sarde y Roman Polanski. Director: Roman Polanski. Argumento: la novela homónima de Charles Dickens. Guión: Ronald Harwood. Fotografía: Pawel Edelman. Música: Rachel Portman. Diseño de producción: Allan Starski. Montaje: Hervé de Luze.

Intérpretes: Ben Kingsley (Fagin), Barney Clark (Oliver Twist), Jamie Foreman (Bill Sykes), Harry Eden (Artful Dodger), Leanne Rowe (Nancy), Lewis Chase (Charley Bates), Edward Hardwicke (Sr. Brownlow), Michael Heath (Sr. Sowerberry), Ian McNeice (Sr. Limbkins), Jeremy Swift (Sr. Bumble), Mark Strong (Toby Crackit), Jake Curran (Barney), Ophelia Lovibond (Bet), Frances Cuka (Sra. Bedwin).

Color - 130 min. Estreno en España: 2-XII-2005.

 

Tras su exilio en Francia –procedente de los Estados Unidos– Roman Polanski ha continuado su carrera cinematográfica en el país vecino con desigual fortuna. Cintas tan fallidas como Piratas (1986) o La novena puerta (1999) han ido acompañadas de otras tan acertadas como Frenético (1988) o El pianista (2002) –gracias a la cual fue recientemente “oscarizado”–, sin escapar jamás completamente a la aureola de cineasta polémico y malsano que le ha caracterizado a lo largo de casi toda su vida (como confirmaría, en 1992, con el estreno de su provocativa película Lunas de hiel ). Durante este periodo –iniciado en 1977–, el realizador franco-polaco ha llevado a cabo adaptaciones literarias de escritores de diversas nacionalidades (desde el francés Pascal Bruckner al español Arturo Pérez-Reverte, pasando por el chileno Ariel Dorfman o las memorias del también polaco Wladyslaw Szpilman). Sin embargo, sólo ha habido dos ocasiones en las cuales Polanski se ha enfrentado cara a cara con clásicos de la narrativa británica: la primera tuvo lugar en 1979 con el rodaje de Tess , recreación romántica y barroca de una obra de Thomas Hardy. Su segundo encuentro lo constituye este Oliver Twist con el que su cosmopolita autor ha vuelto a situarse tras las cámaras a sus 72 años de edad.

Ambos proyectos mantienen un curioso punto de contacto en su génesis: si en aquel caso la filmación del universo dramático de Hardy fue fruto de una sugerencia de Sharon Tate –la esposa de Polanski a finales de los años 60, a quien está dedicada la película–, la presente versión de la novela de Charles Dickens provino de una observación personal de Emmanuelle Seigner –la actual cónyuge del director de Chinatown (1974)–, que le hizo reparar en que jamás había rodado una película para el público infantil (hoy en día, la pareja tiene dos hijos pequeños). De este modo, se puso en marcha una nueva colaboración entre Ronald Harwood, guionista de El pianista , y Roman Polanski. El propio realizador se ha pronunciado sobre el punto de partida del film en estos términos:

Creí que les debía una película a mis hijos porque siempre estaban interesados en mi trabajo pero no tanto en el tema. De este modo, empecé a buscar una historia de niños y terminé quedándome con Dickens. Después de esto, Oliver Twist fue la elección obvia.

De hecho, se pueden encontrar paralelismos evidentes entre la historia de este muchacho huérfano y la infancia tanto de Charles Dickens como del propio Polanski. Los tres perdieron el rastro de sus padres antes de los doce años y se vieron obligados a buscar sus propios medios de subsistencia en un entorno histórico-social adverso y problemático. Sin ir más lejos, la literatura realista de Dickens, caracterizada por su descripción de la miseria moral y física en la Inglaterra de finales del siglo XIX, poseía un alto contenido autobiográfico, ya que el escritor reflejaba su contacto con la dura realidad de la vida en las calles. Por su parte, Polanski, que ya había utilizado las referidas memorias del pianista Wladyslaw Szpilman como vehículo canalizador de sus experiencias en la Polonia ocupada por los nazis, parece haber encontrado nuevamente, en la adaptación del texto de Dickens, un espacio donde expresar su dolor ante la infancia desprotegida que le tocó en suerte. Este exiliado cineasta ha declarado que la pérdida o separación de sus padres fue la circunstancia que más le traumatizó en su infancia:

Eso es lo peor. Nada de lo que recuerdo durante aquella época, el sufrimiento, el dolor físico, es peor que ser separado de mis padres. Recuerdo preguntarme dónde estaba mi padre, dónde estaba mi madre.

Por lo tanto, su adaptación de Oliver Twist posee esa doble virtud de ser testimonio de una odisea personal de supervivencia y de tratarse, a la vez, del primer film de Polanski destinado al público infantil. Este segundo aspecto constituye todo un gran acierto ya que guionista y realizador han procurado aproximar el espíritu realista de Charles Dickens a la óptica de este incipiente espectador haciendo especial hincapié en la descripción psicológica de los personajes. A través de un elaboradísimo diseño de vestuario y maquillaje se han conseguido resaltar los rasgos más característicos de cada personaje: la inocencia de Oliver, la ferocidad del villano Bill Sykes y la ambivalencia de Fagin (de quien nunca se menciona su origen hebreo aunque quede explícitamente manifiesto en su fisonomía). En ese sentido, Roman Polanski opta por una solución inhabitual en las anteriores versiones de la novela: conceder a la figura de este judío explotador de niños una vertiente más humana. Característica que el actor Ben Kingsley realza notablemente con su brillante interpretación (a la altura de la encarnación que Alec Guinness realizara, en 1948, para la magistral versión de David Lean, sin lugar a dudas la más lograda de las adaptaciones).

A pesar de todas sus virtudes, Oliver Twist sigue acusando la falta de una impronta más personal en la puesta en escena. Polanski, que, desde muy joven, introdujo en su cine una tendencia a deformar la percepción real de los objetos en beneficio de una perspectiva subjetiva y alucinada, ha vuelto a recurrir a una planificación más clásica –acaso más acorde también con el espíritu del original literario– en la que cuesta ver la personalidad de su autor, al menos en la primera parte del film. Rasgo curioso que ya pudo apreciarse en El pianista y que, del mismo modo que en aquella archipremiada cinta, se subvierte hacia la segunda mitad del metraje, donde ya quedan más patentes las constantes de su realizador (auténtico especialista en la recreación de atmósferas sombrías y claustrófobicas). A este respecto, merecen ser especialmente destacadas las escenas finales donde se muestra el rescate de Oliver Twist y el “providencial” ajusticiamiento del malvado Sykes.

A todo ello conviene también añadir la holgura de medios con que el film ha sido rodado. La exquisitez de la fotografía y del diseño de producción es una baza importante a la hora de transmitir los estados anímicos de los personajes (especialmente los de Oliver, quien va transitando azarosamente de los entornos más miserables y sucios del Londres victoriano a los ambientes más refinados de las clases altas). La producción no ha escatimado en gastos y puede que estemos frente a la adaptación más lujosa de la novela, junto con la versión musical que Carol Reed rodara en 1968 –ganadora del Oscar a la Mejor Película–.

Allan Starski, responsable de la dirección artística, recreó barrios y calles londinenses de distinta categoría social en los estudios Barrandov de Praga inspirándose en las pinturas de Gustave Doré, que también sirven de fondo a los títulos de crédito. Estos elementos hacen del nuevo film de Polanski una obra elegante y pulcra, pero que peca, en ocasiones, de fría y académica. Quizás debamos rastrear esta extraña despersonalización de estilo en ese carácter encorsetado tan propio de las producciones francesas, circunstancia que nos llevaría a considerar el acomodo a que ha llegado el cine de Roman Polanski desde su afincamiento en este país.

Pese a todo, los valores artísticos de este nuevo Oliver Twist son innegables, ya que se sustentan en el apoyo financiero de otros dos países co-productores: Gran Bretaña y la República Checa. Por tanto, no cabe discutir la perfección formal de la obra, pero es inevitable sentir cierta nostalgia hacia la flexibilidad plástica que este cineasta apátrida había demostrado en los años 60 y 70 con obras tan admirables a nivel creativo como Repulsión (1965), La semilla del diablo (1968) o El quimérico inquilino (1976), que hoy en día constituyen la gran aportación de Polanski a la innovación estilística que se introdujo en el ámbito cinematográfico con el surgimiento de las “nuevas olas” europeas.

 

 

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