Frankie Dunn (Clint Eastwood) es propietario de un gimnasio de boxeo, y además entrenador y representante. Maggie Fitzgerald (Hilary Swank, Oscar a la Mejor actriz 2004), tan perseverante como adorable, es camarera, pero vive entregada a su único sueño: ser campeona del mundo de los pesos medios. El viejo “Scrap” (Morgan Freeman, también Oscar al Mejor secundario), narrador de la historia y encargado del mantenimiento del gimnasio, será el testigo privilegiado de la relación entre ambos.
Cabría denominar o subtitular la nueva “oscarizada” película de Clint Eastwood (que ha ganado por segunda vez la estatuilla al Mejor director) como Heridas, término que, a modo de “denominación de origen” de su cine, serviría para definir toda una filosofía vital (de la cual asimismo participa entre otros, nuestro José Luis Garci), que atesora un considerable sector de las generaciones crecidas al calor del siglo XX más interesante, vanguardista, contradictorio, atormentado, creativo, anhelante, pesimista: un mundo de submundos conformado por el aura triste del Jazz (también del Country en el caso de Eastwood), los amores no correspondidos, la novela negra, el boxeo... y, por supuesto, el Cine, concebido como aglutinador de todos ellos, como vida real; como vida dentro de la vida. “Hábitats” de límites difusos y retroalimentados recíprocamente, que nos sumergen en un universo mítico de seres luchadores encadenados a un destino fatal, de errantes siempre aspirantes a una vida mejor, siempre perdedores.
Y es en este marco tan concreto donde Clint Eastwood vuelve a darnos un paseo por su amarga cosmovisión, donde precisa y ajustadamente, encajan las heridas de los protagonistas de Million Dollar Baby; ésas que, como dirá “Scrap”, nunca llegan a cerrar: la ausencia del cónyuge de Frankie (¿abandono o viudedad?, únicamente sabremos que sigue rezando por ella), el olvido deliberado de su hija (¡cómo pesan los cientos de cartas semanales devueltas, que nunca serán leídas!), el casi irracional, escéptico y contradictorio (aspectos estos últimos genuinamente eastwoodianos) aferramiento a su catolicismo como único asidero de posible consuelo, y plasmado en las sinceras conversaciones con el párroco (23 años asistiendo a misa diariamente, ¿cabría hablar de un catolicismo concebido desde el protestantismo?), el triste pasado con el que por su parte convive Maggie, el egoísmo y mezquindad con que su familia responde a su jovial y silencioso sacrificio... Un panorama desolador del que esta pareja de solitarios mendigos de amor se rescatará mutuamente, siendo él el padre que ella hubiera deseado y ella, la hija que él añora.
Pero también es ésta una película sobre la amistad entre dos hombres que se quieren hasta el extremo, sobre la fraternidad en suma; un relato en voz alta que uno de ellos hace acerca de la admiración que siente por el otro, acerca del otoño de la vida vivido en austera soledad... Yo, al menos, encuentro un claro recuerdo de la estupenda Cadena perpetua, de Frank Darabont, con la que (curiosidad), hasta comparte en la versión española el doblaje de Pepe Mediavilla como Morgan Freeman.