T. O.: Million Dollar Baby
Producción: Dreamworks (USA, 2004). Productor: Clint Eastwood, Albert S. Ruddy, Tom Rosenberg y Paul Haggis
Director: Clint Eastwood
Guión: Paul Haggis; basado en relatos recogidos en "Rope burns" de F.X. Toole
Fotografía: Tom Stern
Diseño de producción: Henry Bumstead
Música: Clint Eastwood
Montaje: Joel Cox

Intérpretes: Clint Eastwood (Frankie Dunn), Hilary Swank (Maggie), Morgan Freeman (Eddie Scrap-Iron Dupris), Jay Baruchel (Danger Barch), Mike Colter (Big Willie Little), Lucia Rijker (Billie), Brian O'Byrne (Padre Horvak), Anthony Mackie (Shawrelle Berry), Margo Martindale (Earline Fitzgerald), Riki Lindhome (Mardell), Michael Peña (Omar), Bruce McVittie (Mickey Mack)

Color - 137 min. Estreno en España: 4-II-2005.

Frankie Dunn (Clint Eastwood) es propietario de un gimnasio de boxeo, y además entrenador y representante. Maggie Fitzgerald (Hilary Swank, Oscar a la Mejor actriz 2004), tan perseverante como adorable, es camarera, pero vive entregada a su único sueño: ser campeona del mundo de los pesos medios. El viejo “Scrap” (Morgan Freeman, también Oscar al Mejor secundario), narrador de la historia y encargado del mantenimiento del gimnasio, será el testigo privilegiado de la relación entre ambos.

Cabría denominar o subtitular la nueva “oscarizada” película de Clint Eastwood (que ha ganado por segunda vez la estatuilla al Mejor director) como Heridas, término que, a modo de “denominación de origen” de su cine, serviría para definir toda una filosofía vital (de la cual asimismo participa entre otros, nuestro José Luis Garci), que atesora un considerable sector de las generaciones crecidas al calor del siglo XX más interesante, vanguardista, contradictorio, atormentado, creativo, anhelante, pesimista: un mundo de submundos conformado por el aura triste del Jazz (también del Country en el caso de Eastwood), los amores no correspondidos, la novela negra, el boxeo... y, por supuesto, el Cine, concebido como aglutinador de todos ellos, como vida real; como vida dentro de la vida. “Hábitats” de límites difusos y retroalimentados recíprocamente, que nos sumergen en un universo mítico de seres luchadores encadenados a un destino fatal, de errantes siempre aspirantes a una vida mejor, siempre perdedores.

Y es en este marco tan concreto donde Clint Eastwood vuelve a darnos un paseo por su amarga cosmovisión, donde precisa y ajustadamente, encajan las heridas de los protagonistas de Million Dollar Baby; ésas que, como dirá “Scrap”, nunca llegan a cerrar: la ausencia del cónyuge de Frankie (¿abandono o viudedad?, únicamente sabremos que sigue rezando por ella), el olvido deliberado de su hija (¡cómo pesan los cientos de cartas semanales devueltas, que nunca serán leídas!), el casi irracional, escéptico y contradictorio (aspectos estos últimos genuinamente eastwoodianos) aferramiento a su catolicismo como único asidero de posible consuelo, y plasmado en las sinceras conversaciones con el párroco (23 años asistiendo a misa diariamente, ¿cabría hablar de un catolicismo concebido desde el protestantismo?), el triste pasado con el que por su parte convive Maggie, el egoísmo y mezquindad con que su familia responde a su jovial y silencioso sacrificio... Un panorama desolador del que esta pareja de solitarios mendigos de amor se rescatará mutuamente, siendo él el padre que ella hubiera deseado y ella, la hija que él añora.

Pero también es ésta una película sobre la amistad entre dos hombres que se quieren hasta el extremo, sobre la fraternidad en suma; un relato en voz alta que uno de ellos hace acerca de la admiración que siente por el otro, acerca del otoño de la vida vivido en austera soledad... Yo, al menos, encuentro un claro recuerdo de la estupenda Cadena perpetua, de Frank Darabont, con la que (curiosidad), hasta comparte en la versión española el doblaje de Pepe Mediavilla como Morgan Freeman.

La opción estética escogida para todo esto, consistirá en una factura propia del cine norteamericano más clásico (dominio del plano-contraplano, los americanos, medios y primeros planos, o el acelerado montaje para las secuencias de los combates); en un coherente juego de claroscuros (especialmente sobre el surcado rostro de Clint Eastwood), acorde con el tono de la historia, pero absorbido sin embargo por una excesivamente oscura fotografía (tendencia contemporánea denunciada hace ya más de quince años por Julián Marías), que incluso llega a dificultar el cómodo visionado de la película. La música escrita por el habitual Leni Niehaus, además de los pasajes jazzísticos recogidos en el sonido diegético y los cuatro melancólicos temas de guitarra compuestos por el hijo del director, Kyle Eastwood (uno de ellos coescrito con su padre), envuelven la historia en el coherente halo despacioso y melancólico que requiere.

Sin embargo, todo lo dicho se ve removido, desplazado (nunca anulado), por el tema planteado para el último tercio de la película, y que no es otro que la eutanasia. Sin ánimo de tratarlo en profundidad, y aceptando que no hay apariencia de manipulación propagandística sobre ello, conviene llamar la atención acerca de que los argumentos esgrimidos se cimenten en la “infalibilidad” de la “plena” libertad y autonomía personales como “medida de todas las cosas”, con el fin de disponer de la propia vida en determinadas circunstancias (cuando el sufrimiento se reduce a un absurdo) y sin atender a consecuencias ni responsabilidades: esto supone negar la dimensión moral, personal y social de todo acto humano y simplificar su valor hasta el ínfimo nivel de la validez universal para cualquier opción: la desaparición del bien y el mal, la dictadura del relativismo.

Incrustación innecesaria o no, para una película de tono tan amablemente duro como ésta, resulta realmente trabajoso hacerse a que la gozosa vitalidad recobrada de los protagonistas, devenga en claudicación radical, aunque sea en nombre de esa (inexistente) libertad y autonomía absolutas. Y es precisamente aquí donde nos toparemos de nuevo con el Clint Eastwood más genuino: ese fatalista recalcitrante instalado en la soledad, que no encuentra explicación satisfactoria en nada, y que en esta ocasión, vestido de Frankie Dunn, tomará partido por el “derecho a equivocarse”, mediante un supuesto humanitarismo que evite más sufrimientos a la persona que más quiere en el mundo, aun a costa de arriesgar y perder para siempre la consecución de esa paz de espíritu que tanto anhela, de hacer la herida definitivamente incurable, de morir en vida.

Una ambigüedad que, junto al individualismo radical, vertebra toda la obra del director californiano. ¿No se podría sustituir o equiparar a Frankie Dunn con los papeles de Eastwood en El jinete pálido, Ejecución inminente, la también “oscarizada” Sin perdón, Los puentes de Madison, o Un mundo perfecto?

Sin duda, nos encontramos ante el director que, aun con sus altibajos, y por encima de los irregulares Spielberg, Weir, Allen o los hermanos Coen, acapara para sí el mayor interés dentro del insulso e impersonal panorama hollywoodiense.

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