A
partir de aquí, es obvio encontrar los conflictos derivados de
esta ideología basada en la superioridad racial a lo largo del
film (y el temor a que descubran la verdadera identidad del protagonista),
y que culmina cuando uno de los niños se declara judío,
y es conducido a un vagón para ser transportado a un campo de
exterminio.
En
el aporte interpretativo, desde la óptica de los adultos, también
nos encontramos con un actor todo terreno como es Willem Dafoe, que
ha combinado películas de poca calidad, con otras de primera
categoría -de secundario de lujo, como es el caso-, demostrando
su talento interpretativo. En el film, da vida a un sacerdote católico
que une el mundo adulto con el infantil de los niños; mediador
entre la cruda realidad y el imaginario de su inocencia. Tampoco el
resto de los chicos desmerece en ningún momento de la película
en sus interpretaciones, porque son ellos quienes atestiguan lo emotivo
y lo irracional de sus vivencias, en el que la tragedia -visualmente
contenida-, arrastra al espectador durante su hora y media de metraje,
sin darle tiempo a tomar conciencia del tiempo de la misma. No se trata
de un cine renovador sino dulce y tiernamente trágico, no intenta
tampoco ser una película de primera fila sino un film en el que,
frente a la frialdad de La zona gris, se señala un espíritu
inocente, que poco a poco tiene que enfrentarse a una serie de realidades,
que son tratadas con una aparente sensación de ligereza -pero
sólo bajo el velo del candor infantil-, ya sea con los juegos,
sus rencillas, su mirada ingenua de cuanto les rodea, pero que al final,
acaban siendo tragados por ella -en su dolor, digamos-.