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A mitad de camino entre la historia y el mito, Juana I de Castilla, popularmente conocida como Juana la Loca, es uno de los personajes históricos más fascinantes del Renacimiento. Cuando Juana nació en 1479, los Reyes Católicos no imaginaban que su tercera hija llegaría a ser la heredera del vasto imperio español. Sin embargo, aunque desde 1509 Juana fue reina propietaria de Castilla y León, Aragón, Nápoles y Sicilia, nunca llegó a ejercer el poder. Por el contrario, tuvo que soportar más de cincuenta años de encierro y humillaciones. La reina Juana fue víctima de la ambición y la traición de su esposo (Felipe el Hermoso), su padre (Fernando el Católico) y su propio hijo (el emperador Carlos V), y la soledad marcó su vida durante los años de reclusión en Tordesillas (1509-1555). Su gran resistencia física fue, paradójicamente, su mayor condena. Declarada incapaz para gobernar, Juana vivió largos años de aislamiento y de abuso físico y psicológico.

Después de varios siglos, este personaje sigue siendo un enigma para los historiadores y motivo de inspiración de dramaturgos, novelistas, poetas y cineastas de todo el mundo ¿Estaba Juana loca? ¿Qué había detrás de la supuesta locura de Juana? ¿Era su locura, “locura de amor”? ¿Quién es, en definitiva, esta mujer que pudo haberlo tenido todo y que, sin embargo, murió en el más absoluto anonimato? Los interrogantes se multiplican y también las respuestas ofrecidas. Después de más de un centenar de ensayos históricos (más o menos rigurosos) y biografías (en gran parte noveladas), de varios estudios clínicos postmortem, elegías, dramas y filmes, el enigma de Juana de Castilla sigue sin resolver.

El mito de la reina “loca de amor” no fue una creación inmediata. Juana I de Castilla estuvo relegada al olvido en vida y, después de su muerte habría de esperar más de tres siglos hasta ser recuperada por los artistas románticos. Varios historiadores han sugerido que es precisamente esta imagen romántica representada en literatura y arte la que después habría de condicionar a historiadores posteriores, produciéndose así una paradójica inversión del proceso creativo: la ficción en este caso no imita a la realidad, sino que la construye, y el discurso supuestamente objetivo de la historiografía acaba por alimentarse de la ficción. 1 Según Miguel Ángel Zalama, los historiadores y biógrafos de la reina tomaron por hecho real un elemento fabulado, en gran medida, por la representación artística:

Los literatos y artistas plásticos románticos recrearon la figura de doña Juana a partir de lo que se consideró un dato fehaciente: la reina había enfermado de amor. Podemos imaginarnos el filón que la historia así entendida propició a los románticos: Manuel Tamayo y Baus escribió Locura de amor (1855); Emilio Serrano compuso una ópera Doña Juana la Loca . No obstante, fueron los pintores los que fijaron la imagen de la reina enloquecida, según ellos, por los celos. Hay decenas de cuadros representando algún aspecto de la locura de doña Juana. Entre ellos destacan Demencia de doña Juana , de Lorenzo Vallés (1868) segunda medalla de la Exposición Nacional, y el cuadro de Francisco Pradilla Juana la Loca (1878) por el que obtuvo la medalla de oro de la Exposición Nacional de aquel año. 2

 

Sobre las representaciones literarias de la “locura de amor” de Juana, nos interesa la obra de 1855 de Manuel Tamayo y Baus, no sólo porque representa un hito del teatro romántico español, sino porque ha sido precisamente esta obra la que ha servido de inspiración para dos adaptaciones cinematográficas que han llevado al personaje de Juana al gran público: Locura de amor (1948) de Juan de Orduña y Juana la Loca (2001) de Vicente Aranda.3 En “¿Historia o Leyenda?” José María Caparrós Lera nos proporciona un análisis comparativo de ambas películas y apunta algunos de los presupuestos ideológicos y estéticos que conforman dichas adaptaciones. En mi ensayo me acerco a los filmes prestando especial atención a la representación de los personajes femeninos que los protagonizan y a lo que éstos representan durante el franquismo y en los albores del siglo XXI, respectivamente.

Locura de amor: Entre el melodrama histórico-histriónico y la propaganda política

Los sentimientos exacerbados y la pasión excesiva e irresistible son lugares comunes del Romanticismo decimonónico y Tamayo y Baus se encarga de reproducirlos con fidelidad en La locura de amor (1855). En la adaptación fílmica de Orduña, la representación del amor delirante de la reina loca permanece intacta, pero el director añade, además, un entramado alegórico de claras resonancias políticas. Juana es presentada como encarnación de la madre patria, acosada y enajenada por extranjeros que, en su ambición desmedida, hacen uso de la intriga y el engaño y ponen en peligro la unidad de España.4 Varios críticos han apuntado el carácter alegórico de una buena parte del cine histórico franquista producido durante los años 40 y 50 (Gubern 58; Heredero 171 ; Fanés 181; Sánchez Biosca 77). El subtexto de Locura de amor es, como sugiere Company, el discurso franquista autárquico: “Aquí, la empresa sacrificial de la unidad del reino, representada por la hija de Isabel la Católica, se contrapone al carácter maquiavélico y extranjerizante (ambos vocablos figuran como sinónimos en muchos momentos) de la corte flamenca” (12). El franquismo defendió siempre un tipo de nacionalismo antiliberal y ultracatólico sobre la base de un Estado fuertemente centralizado. Para dar legitimidad a su nación imaginada, la retórica franquista se remonta con frecuencia a la época de los Reyes Católicos, momento crucial para España en su proceso de formación como Estado-nación. Juana de Castilla vive en un periodo marcado por unos acontecimientos que habrían de ser decisivos para la construcción de un Estado centralizado y el surgimiento de un espíritu nacionalista. El fin de la Reconquista, la expulsión de los judíos y la Contrarreforma que aisló a España del resto de Europa son así vistos como la prehistoria del Nuevo Estado, cuya ideología empezaba a definirse a finales de los años cuarenta.

Uno de los mecanismos típicos del discurso nacionalista consiste en remontarse a periodos remotos del pasado y transformarlos con el lente manipulador de la ideología. La identidad nacional es formulada así en términos de una continuidad cultural y política (Spencer y Wollman 84). Esta reformulación del pasado como justificación del presente evoca la dinámica de los mitos del origen, tal y como los describe Roland Barthes:

Al pasar de la historia a la naturaleza, el mito efectúa una economía: consigue abolir la complejidad de los actos humanos, les otorga la simplicidad de las esencias, suprime la dialéctica, cualquier superación que vaya más allá de lo visible inmediato, organiza un mundo sin contradicciones puesto que no tiene profundidad, un mundo desplegado en la evidencia, funda una claridad feliz: las cosas parecen significar por sí mismas. (239)

La exaltación de la “unidad de destino en lo universal” (Primo de Rivera 564) era algo más que una entelequia que el catecismo de la Falange usaba para definir a España; constituía, además, una perfecta definición del poder naturalizador del mito. El mito purifica las cosas, “las vuelve inocentes, las funda como naturaleza y eternidad, les confiere una claridad que no es la de la explicación, sino de la comprobación: si compruebo el imperialismo francés sin explicarlo estoy a un paso de encontrarlo tan natural que cae por su propio peso; me quedo tranquilo” (Barthes 239).


A través de su aparato de propaganda cultural, el franquismo logró encapsular una ideología que, más que simple, podríamos etiquetar de simplista, y conferirle un valor eterno y esencial. El cine histórico desempeñó un papel muy importante en esta esencialización de un discurso nacionalista, cuya naturaleza cultural (construida) debía ser encubierta a toda costa. 5 Entre las películas históricas producidas por Cifesa destacan especialmente las dirigidas por Juan de Orduña: Locura de amor (1948), Agustina de Aragón (1950), La leona de Castilla (1951) y Alba de América (1951). La primera fue la única que obtuvo un éxito rotundo y dio lugar a lo que se conoce como el ciclo histórico de Cifesa. 6 Orduña consigue tal éxito al entretejer la propaganda política con una historia de amores apasionados, celos y locura. En Locura de amor el discurso nacionalista se ve inmerso en una economía del deseo en que nación, raza y género desempeñan un papel esencial.7

La enrevesada trama de la película de Orduña refleja el fuerte componente melodramático que se une, y a veces llega a desplazar, al mensaje político. El capitán Álvaro de Estúñiga (Don Álvar) cuenta la historia de la reina Juana a petición del emperador Carlos I que llega a Tordesillas para visitar a su madre, presa ya de la más absoluta demencia. Este encuentro entre madre e hijo subraya la lectura alegórica: el joven emperador muestra una mezcla de temor y desconfianza al entrar a los aposentos de Juana, quien no parece reconocer a su hijo. Carlos I de España y V de Alemania es un “extraño” para su madre y un “extranjero” para su pueblo. Ni la madre ni la nación reconocen a un rey que, como su padre, nació fuera de España y fue educado por consejeros flamencos. Este inicial repudio está unido a su persona y también a sus acompañantes. Cuando Juana ve el toisón de oro en el pecho del consejero flamenco, el señor de Chievres, recuerda la traición de que fue víctima y se siente amenazada. Lo que sigue a continuación es un flashback que nos remonta a los primeros años de Juana en Flandes y a las infidelidades de Felipe en la corte flamenca, infidelidades que continúan en Castilla con una princesa mora, Aldara. Aldara está enamorada de don Álvar, quien, a su vez, ama en secreto a Juana. En esta complicada red de historias de amores no correspondidos podemos observar una clara contraposición entre los castellanos (Juana, Álvar y el Almirante) y los flamencos (Felipe y su consejero, Don Filiberto de Vere). Los primeros personifican la defensa de la patria, así como la afirmación de una serie de valores tradicionales donde se encuentra la verdadera esencia de lo español. Los segundos encarnan el peligro que todo lo extranjero representa para la patria. Entre estos dos bandos irreconciliables se sitúa la figura de Aldara que juega un papel tan ambiguo como el que desempeñara el mundo árabe durante el franquismo: Aldara llega a amenazar de muerte a la reina, pero es la que al final salva la vida de don Álvar.

Don Álvar evoca, a su vez, la figura del militar fiel y disciplinado. Como en los restantes filmes históricos de Cifesa, es una nueva manifestación del “héroe-caudillo como motor de la historia y sujeto de relaciones paternalistas con el pueblo” (Monterde 235). Su fidelidad a la patria, encarnada en Juana, es reafirmada por un amor platónico y, por lo tanto, puro e imposible. A diferencia de la lascivia que muestra Felipe, preocupado sólo por satisfacer su deseo carnal--a pesar de la traición que dicho deseo supone a nivel personal y político--el ascético Álvar (mitad monje, mitad soldado) se limita a sufrir en silencio. En él impera la razón de Estado y sacrifica su amor por su deber patriótico.

Juana (la madre patria) es virginal pero deseable y deseada. Esta paradójica combinación de pureza y erotismo contenido se puede apreciar en las escenas en que aparece con don Álvar. En su relación con su esposo Felipe, por el contrario, más que el erotismo de Juana, se aprecia una buena dosis de histrionismo. La representación de la madre patria debe quedar magnificada, y Orduña no encuentra otra forma de hacerlo que mediante la grandilocuente y desmesurada actuación de Aurora Bautista, acorde con una estética que podríamos calificar de neoexpresionista. El exceso lo envuelve todo en Locura de amor y, como Company apunta con gran acierto, lo que pretendía ser una encarnación sublime de la patria, raya peligrosamente en lo ridículo:

En Locura de amor, exaltación estelar de Aurora Bautista en 1948, la puesta en escena de Orduña no sólo se pliega al juego dramático de la actriz sino que además subraya, sin recato, toda la desmesurada magnitud gestual de sus ademanes y la teatralizante impostación de su voz. Se despliegan así ante nosotros, apabullados espectadores, momentos de estruendo y furor donde el personaje oscila entre lo sublime y lo ridículo: Juana prefiriendo la locura al desamor; Juana entrando en la catedral de Burgos, seguida por un mayestático travelling , mientras un palaciego proclama sus cargos y honores; Juana en fin, exigiendo silencio para que nadie altere el pesado sueño de la muerte que acaba de sumirse el rey. (5)

Company añade, además, que en este filme tanto el montaje como la planificación están al servicio del enaltecimiento del personaje de Juana, de forma que se convierten en “vehículos para la construcción de un espacio mítico donde dicho personaje se ofrezca como estampa o icono expuesto a la devoción” (5).

Como contrapartida al histrionismo de Aurora Bautista, el hieratismo de Sara Montiel, encarnando a Aldara, la sensual reina mora, sirve para la construcción de una estampa o icono, pero de signo muy diferente. Vicente Sánchez Biosca compara la forma en que Aguayo, el director de fotografía de Locura de amor , presenta los primeros planos de Aurora Bautista y Sara Montiel:

El primero de ellos, pensativo, iluminado mediante un tono abstracto que lo realza y separa del resto del encuadre, mientras escucha una música flamenca que lo invade de pena, que le remite a la infidelidad de su marido. El delirio se apodera de ella. [...] El segundo, el rostro de Sara Montiel, reina mora que lleva el odio en su cuerpo y pide a gritos venganza. Este rostro, con todo no aparece marcado por las sombras, impregnado de un gesto connotador por parte de la fotografía. Un rostro que no se tiñe de historia, que no sufre. Antes por el contrario, se trata de un rostro prístino, puro: no es el rostro del personaje, es el rostro de la actriz. (65-66)

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NOTAS Y REFERENCIAS

1. Esta visión de una reina consumida por los celos y víctima de las manipulaciones de los nobles flamencos fue consolidada en la obra de historiadores románticos como Antonio Rodríguez Villa (1892) y Constantin R. von Höfler (1885).

2. La cita proviene del resumen que Zalama publica en la Biblioteca Virtual Cervantes (2001), un año después de que apareciera su libro Vida cotidiana y arte en el palacio de la reina Juana I en Tordesillas .

3. La adaptación muda de Ricard de Baños y Albert Marro, producida en 1909, no tuvo la difusión y el éxito de las obras de Orduña y Aranda.

4. Véanse Jean-Claude Seguin y Santiago Juan-Navarro.

5. La utilidad del cine histórico como vehículo de propaganda política queda magníficamente expuesta en estos dos editoriales de la revista Primer plano : “Para expandir el perfil de nuestras glorias, para llenar, con más viveza y fuerza que lo pueden hacer los libros [. . .] la grandeza de la España imperial, sería de provecho dar factura cinematográfica a los mejores episodios y figuras de nuestra historia. Para hacerlas comprender y para que se nos comprendiera mejor de lo que se nos conoce” (cit. en Fanés 165). “La altura y responsabilidad del cine histórico es tal que con ningún otro género puede compararse [. . .] La importancia del género histórico en la pantalla alcanza, pues, a la formación misma del espíritu nacional [. . .] Ningún momento como éste—en que la exaltación de las esencias nacionales es deber primordial e ineludible de todo español—para que productores y realizadores sientan como imperativo indeclinable la obligación de enseñar, dentro y fuera de nuestras fronteras, cuál fue la trayectoria magníficamente gloriosa de España a través de los siglos” (Editorial, “Necesidad de un cine histórico español” (cit. en Monterde 234).

6. En la revista Primer Plano , Vicente Casanova, director de Cifesa, cuenta cómo en algunas ciudades sudamericanas, “los espectadores puestos en pie, la han aclamado frenéticamente y ha batido todos los records de taquilla de los últimos años” (cit. en Fanés 169). Las otras tres películas que Orduña dirigió para Cifesa no corrieron la misma suerte. Aunque Agustina de Aragón tuvo cierto éxito en España, La leona de Castilla y Alba de América fueron un auténtico desastre económico que desencadenaría el fin de las “superproducciones históricas” de la productora valenciana.

7. Félix Fanés observa que la mayor parte de las películas de Cifesa “tuvieron como protagonistas personajes femeninos fuertes: Marie Anne de Tremoilles en La princesa ; la condesa de Albornoz en Pequeñeces ; Agustina Saragossa y Doménech en Agustina de Aragón ; Doña María de Toledo en La leona de Castilla o Lola en Lola la Piconera , mientras que los personajes masculinos no sólo eran los comparsas complementarios de las verdaderas “protagonistas”, sino que además no solían acabar los films vivos” (180). Curiosamente, como el propio Fanés explica, este esquema no era un reflejo de la sociedad española de los años 40, donde “el protagonista de la vida real era el hombre, mientras que a la mujer le era asignado el papel de la sumisión y la resignación” (180).