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La película relata la historia de 400 hombres, capitaneados por el coronel Harold Moore (Mel Gibson), que en 1965 se encontraron rodeados en un valle por dos mil vietcongs: después de aguantar durante dos días un violentísimo cerco que causará numerosas bajas, Moore desencadenará un ataque  sorpresa que romperá las líneas enemigas, obligándolas a replegar.

Una historia, pues, sencilla, aparentemente similar a las de otros muchos largometrajes bélicos: un grupo de soldados, en condiciones de inferioridad numérica, que consigue derrotar al enemigo gracias a su heroísmo. Sin embargo, que con Cuando éramos soldados nos hallemos ante un nuevo tipo de Vietnam-movie es evidente desde el principio, cuando el director nos enseña el adiestramiento de los jóvenes e inexpertos reclutas antes de partir para la guerra: la preparación es dura pero “humana”, y el brigada responsable de su formación militar es un tipo descortés aunque ajeno a las humillaciones y maltratos perpetrados por el sargento Hartman (Lee Ermey) de La chaqueta metálica (1987). 

El comandante del cuerpo, el coronel Moore, es un católico ferviente, excelente marido y padre intachable de cinco hijos; paternal con sus soldados, es un oficial experimentado, culto y con gran sentido de la estrategia.

De extraordinario interés es la representación de las mujeres de los soldados: amas de casas, devotas, pacientes, orgullosas de unos hombres que combaten por la libertad de sus hijos y de su país, reciben con extrema dignidad la noticia de las muertes de sus cónyuges en el frente. La esposa del soldado que se convierte en pacifista, un caso típico a principios de los setenta -eso es, la Jane Fonda de El regreso- es definitivamente enterrada por estos fieles ángeles del hogar. Con esposas así la retaguardia está definitivamente cubierta de las majaderías cometidas por las derrotistas esposas del pasado. Así como está asegurada la cobertura periodística del conflicto que, como es sabido, fue una de las causas de la creciente oposición interna a la guerra gracias a la magnífica labor que desempeñaron los corresponsales de los medios de comunicación. Ahora bien, en el largometraje de Randall los periodistas llegan después de la batalla (¿por cobardía?) y el coronel Moore los evita, desconfiando de la versión presumiblemente poco patriótica que darán de la batalla. Por eso, confiará al reportero oficial del ejército (quien, en medio de la batalla, supo dejar la cámara de foto y la pluma para coger el fusil y ayudar a sus compatriotas) la difícil misión de saber transmitir a la posteridad la valentía de sus hombres. Lo cual, para revelar el negativo de esta fácil simbología, quiere decir: todo aquello que hace treinta años nos contaron esos mamporreros de la pluma fue una mentira orquestada para sabotear la guerra e impedir la victoria.

Por último, está el soldado raso. Procedentes de las clases más bajas y de los lugares más abandonados del país -los pueblos de la provincia americana y los barrios marginales de las grandes ciudades-, los reclutas norteamericanos servían por turnos de año en Vietnam antes de ser licenciados y volver a la vida civil. Está claro que su principal preocupación era salvar el pellejo como fuera y para eso recurrían a veces -como ha explicado Tim O’Brian en su libro If I Die in a Combat Zone, Box Me Up and Take Me Home 6- al fragging, es decir a la amenaza física a todos aquellos oficiales que les obligaban a entrar en combate.

El negro y el hispano marginados en su ciudad o el blanco de provincia eran lo suficientemente inteligentes como para no querer morir a 18000 kilómetros de distancia de su tierra. Pero los soldados de Wallace (negros o blancos, da lo mismo) parecen vacunados contra el virus de la desobediencia. Se lanzan a la batalla con un ardor descomunal y cuando mueren sus últimas palabras son “me alegro haber muerto por mi país”. La patria les llamó y ellos respondieron, sin preguntas u objeciones y con la fe en el dogma de la infalibilidad de su gobierno. Cuando éramos soldados quiere borrar de las retinas de los espectadores las imágenes que aparecieron en las portadas de los diarios y semanales de hace treinta años pero sobre todo las películas cuyas secuencias dantescas han dado fe de la bajada a los infiernos de un país: la niña secuestrada y violada por los marines de Corazones de hierro (Brian de Palma, 1988), los asesinos disfrazados de oficiales de Platoon (Oliver Stone, 1986), la cara desfigurada de “Soldado Patoso” de La chaqueta metálica o el grabado humano -digno de un Durero- salido de la plancha de Coppola en Apocalypse Now. El espectador sabe que puede (y debe) volver a morir y a matar por su patria si es preciso. 


El Oficial-Padre, el Sargento-Humano, el Soldado-Corajoso, la Mujer-Ángel-del-Hogar, el Periodista-Patriótico, etc., son las dramatis personae de una guerra cruel aunque heroica y épica en su fenomenología. Pero, ¡un momento! Al retratar a estos comediantes nos hemos saltado una pregunta que no por ser de Pero Grullo podemos evitar: ¿por qué se combatió en Vietnam? ¿Qué demonio había pasado en ese remoto rincón de Asia para que EE.UU. enviara a sus hijos a morir?
Pues bien, en ningún momento de la narración fílmica nos son comunicadas las causas de la guerra: ni las verdaderas ni las falsas a las que nos tenían acostumbrados muchos guionistas de Hollywood. Nada. Vietnam es un lugar remoto en el que se desarrolla un conflicto al que son destinados los miembros de VII Cuerpo de Caballería, el mismo que acaudilló otro falso mito de la frontera americana, el general Custer.

Un lugar abstracto, metafísico, en el que individuos agrupados bajo distintas banderas se matan sin un porqué evidente. La guerra ya no es la extensión de la política por otros medios, sino una pieza teatral hermética cuyo significado intuimos de la caracterización de los protagonistas americanos: ¿cómo van a sacrificarse nuestros hombres sin un motivo real, certero, inaplazable? Algo habrán hecho los vietnamitas para que unos individuos tan buenos dejen a sus hijos y esposas para irse a una guerra lejana, ¿pero qué?

Llegaremos hasta el final del filme sin salir de nuestra duda, por lo que tendremos que aceptar la intuición y no la explicación de la tragedia. Algo parecido pasó con la guerra de Irak: el gobierno de George W. Bush invadió Irak aduciendo como excusa la existencia de unas armas de destrucción masiva (que nunca aparecieron) con las que Saddam Hussein iba a atacar a EE.UU. No hubo lógica aparente: ni tan siquiera una explicación “coherentemente falsa” -que diría Chomsky- como aquella formulada por Reagan en los años ochenta. Ahora, la intención es presentar la guerra como un choque suspendido en el aire y envuelto por nebulosas acusaciones y apelaciones viscerales a una libertad amenazada -parafraseando al escritor Dino Buzzati- por unos salvajes “tártaros” que han de llegar pero que nunca aparecen en el horizonte, y como no vienen “pues nosotros vamos a por ellos”.

El objetivo de Cuando éramos soldados y de la administración de Bush es descontextualizar la contienda, hacerla ininteligible para el pueblo-espectador mediante un proceso de aceptación intuitivo y burdamente silogístico (si los nuestros son buenos y sólo matan en defensa propia y los malos nos quieren atacar, ¿por qué no defendernos aniquilándolos?). Se trata, pues, de despolitizar la guerra, borrar sus motivos -imperialismo, control de los recursos energéticos y hegemonía planetaria- para centrarse en la delineación de unos tipos humanos perennes y ahistóricos (el blanco civilizado, el negro y el hispano integrados, el “moro” y el “amarillo” resentidos y salvajes, etc.) funcionales al propósito de desviar al espectador del análisis y comprensión del mundo que le rodea.

Esfumar causas, invisibilizar el marco socio-político, resaltar a los protagonistas en clave sentimental y no como portadores de un sistema de valores o contradicciones… son los pasos esenciales para sofisticar el conflicto y hacerlo comprensible a unos pocos iniciados: igual que para las actuales exposiciones de arte conceptual, ininteligibles sin la ayuda del crítico-de-arte-depositario-de-las-claves-de-la-descifración, los nuevos cineastas y políticos neocons “conceptualizan” la guerra y la tornan interpretable sólo para aquellos analistas a sueldo de las cadenas televisivas afines al gobierno, y a la gente corriente no le queda más que contemplar la violencia esteticista y bien confeccionada de los combates, sea en una película sea en un reportaje de la CNN.
Anótense, pues, el título de este filme: con los años se transformará en un paradigma para las futuras películas de cine bélico que retratarán no sólo Vietnam, sino todas aquellas guerras que no nos las podrán colar como justas e indispensables. Y no lo duden, las habrá. 

 

GIAIME PALA es licenciado por la Universitat Pompeu Fabra. Colabora en el Arxiu històric de la Fundació Cipriano García (Barcelona). Ha sido co-organizador del ciclo Cinema i Món del treball. Fordisme i post-fordisme, celebrado en la UB.

e-mail: giaimepa@hotmail.com

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6. Tim O’Brian, If I Die in a Combat Zone, Box Me Up and Take Me Home, Nueva York, 1973.