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Acorralado (1982), de Ted Kotcheff, fue el primer paso para dar vida a este nuevo enfoque. El ex boina verde John Rambo intenta reinsertarse en la sociedad civil buscando trabajo pero un sheriff arrogante lo detiene, obligándole a fugarse y encontrar cobijo en los bosques, donde tendrá que poner en práctica todo lo que aprendió en Vietnam para evitar la detención. Finalmente, y tras haber sembrado el terror, se rendirá a su antiguo comandante (Crenna).

Lo realmente novedoso del filme es que por vez primera se presenta una contraposición entre sociedad civil y sociedad militar: pese a todos sus esfuerzos por respetar la ley y las normas de convivencia, Rambo no puede integrarse porque es rechazado por los “civiles”. El sheriff (Dennehy) encarna la mente y el brazo violento de unos ciudadanos innatamente peligrosos y reacios a admitir en su comunidad a un veterano de guerra, es decir a un símbolo que les recuerda la Derrota y la Humillación, con mayúsculas, sufridas en Asia. Rambo es, implícitamente, el saboteador del particular pacto del olvido que los americanos de bien sellaron para no tener que darse explicaciones y analizar las causas del desastre. Es el pasado que vuelve, recurrente, a las pesadillas de aquellos que no partieron para el frente y que quieren echar la guerra al orwelliano buzón-triturador de los recuerdos.

Contra esos nada pacíficos civiles tendrá que defenderse este soldado condecorado que Vietnam ha devuelto a su país en un estado casi psicopático. Acorralado por el sheriff y las fuerzas de seguridad, Rambo podrá finalmente demostrar a sus compatriotas ser una perfecta y experimentada machine-war. ¿Por qué, pues, el Rambo-ejercito norteamericano perdió la guerra? Seguramente por esa sociedad civil formada por pacifistas, cobardes e ineptos que coaccionaron al gobierno americano para que entablara negociaciones de paz en 1973. El llanto final del soldado en los brazos de su viejo comandante desemboca en una acusación contra esta perversa quinta columna y en una reafirmación del sentimiento de pertenecer a una “casta” -la militar- superior pero paralizada a la hora de actuar: a Rambo le impidieron terminar la labor que quince años antes John Wayne había prefigurado en su Los boinas verdes (1968). Es el lamento de aquello que pudo haber sido y no fue.

El gran éxito taquillero y la victoria del revanchista Ronald Reagan en las elecciones presidenciales de 1980 favorecieron la producción de una secuela de Acorralado que borrara los aspectos negativos de John Rambo (desequilibrio mental provocado por los flash-backs, respuesta agresiva e incontrolada hacia la población civil norteamericana, etc.)para empujarle a verter su fuerza física “hacia fuera”, contra el viejo enemigo, el Vietcong. Rambo II (1985) es el más efectivo ejemplo de una manipulación de la historia y caricaturización de sus protagonistas pensados por el Hollywood conservador para legitimar el neoimperialismo estadounidense en Centroamérica y Oriente Medio. Si la finalidad de Acorralado era restituir al ejército una dignidad gravemente dañada por la mala imagen dada en Vietnam, Rambo II es la tentativa de otorgar una victoria militar que no hubo y modificar la percepción que de esa guerra seguía guardando el pueblo norteamericano.

Rambo es enviado a Vietnam por su antiguo jefe (Crenna) para rescatar a unos marines todavía en manos de los vietnamitas. Abandonado en medio de la jungla por el político responsable de la operación, nuestro héroe seguirá con la operación y rescatará a los prisioneros.

Como siempre, nada es casual y todo tiene una razón de ser: he aquí que aparece con fuerza la figura del prisionero de guerra americano en Vietnam después del fin de las hostilidades. Nos encontramos ante un punto cardinal que redefine el posicionamiento del establishment político respecto a esta contienda y que en las pantallas fue presentado por vez primera en Más allá del valor (1983), del mismo Ted Kotcheff, película que cuenta la historia de Jason Rhodes, un coronel del ejército que organiza a un grupo de veteranos para rescatar a su hijo, prisionero en un campo de concentración en Laos. Kotcheff fue el primero en pensar al veterano que vuelve a lugar del conflicto, de forma autónoma y paramilitar, y siempre en contra del parecer de la clase política, cuya única preocupación es la de “olvidar” -con los prisioneros- la derrota. Más allá del valor es todavía un filme defensivo, desconfiado y no excesivamente patriótico.

Rhodes no busca la redención de la patria, sino sólo volver a encontrar a su hijo. En cambio, Rambo vuelve a rescatar a los muchos “hijos de la patria” rehenes de los comunistas. Pero  ¿existieron realmente estos “prisioneros de guerra”? Al respecto, afirma Jonathan Neale: “En los años 80, los políticos, sobre todo Reagan y Bush padre, empezaron a insistir en que ellos eran los verdaderos amigos de los veteranos. Según ellos, el problema era que América no había honrado a sus veteranos de forma adecuada (los liberales les habían escupido). Los símbolos de esto eran ‘los prisioneros de guerra/desaparecidos en combate’, estadounidenses capturados durante la guerra y que aún estaban retenidos por Hanoi. Estos prisioneros no existían. Eran hombres que el Pentágono había registrado como desparecidos en combate pero de los que nunca se dio cuenta. Tal como insistía el gobierno vietnamita, estaban muertos. Pero su no-existencia los convirtió en el único grupo de veteranos que la derecha podía apoyar realmente 5.

 

Esto es, el prisionero de guerra será el único veterano de Vietnam ensalzado y aclamado por el reaganismo, con el objetivo de “culpar” de su condición a los veteranos heridos, paralizados o estresados, e ignorar a aquellos que se estaban muriendo en los destartalados hospitales de la Veterans Administration. Rambo II apoya esta discriminación e insiste en una “representación inversa” de los protagonistas de la guerra, a saber: I) consolida la imagen sádica y degenerada de los vietnamitas presentada por Cimino algunos años antes (convirtiendo a las victimas en verdugos); II) codifica un nuevo tipo de soldado norteamericano, vengador, ultra patriótico y muy parecido a un David que derrota solo al Goliat-Vietcong. Ahora es el marine quien práctica la guerrilla contra un mastodóntico y eficiente gigante amarillo, como si nunca hubieran existido los helicópteros Apaches, el napalm o el “agente naranja”.

Es más, la furia de nuestro protagonista se manifiesta también contra el burócrata que le confió la misión para después traicionarle: cuando vuelve a la base victorioso y trayendo a los compatriotas, decide destruir el sofisticado centro informático del cuartel militar, metáfora palmaria de la inutilidad del político a la hora de hacer la guerra. El espectador atento verá en esta secuencia una condena sin paliativos de los gobiernos norteamericanos que emprendieron una guerra sin dar al mismo tiempo carta blanca al ejército para arrasar, sin freno moral alguno, al enemigo. Una condena no ya de derecha, sino “reaganiana”, es decir dura incluso con los mismos presidentes conservadores Nixon y Ford, quienes capitularon ante las presiones procedentes de la población. Ahora, en cambio, EE.UU. tenía un presidente dispuesto a enviar a sus Stallones para aplastar a los ogros rojos que se sublevaban en los distintos lugares del planeta: Nicaragua, Haiti, El Salvador, Granada, Guatemala y Panamá verán, durante toda la década de los ochenta, sus territorios recorridos por paramilitares armados hasta los dientes y con licencia para matar. Por fin, Rambo tuvo su guerra y la ganó.

El mito de la América militar pequeña, guerrillera y vengadora presentada en Rambo II tendrá suerte y pronto aparecerá para tomarle el relevo en las pantallas otro académico de la derecha cultural estadounidense, Chuck Norris, quien encarnará en Desaparecido en combate (1984) al coronel Braddock, un oficial que volverá en Vietnam en búsqueda de otros fantasmales prisioneros. En Desaparecido en combate II (1985), Braddock se fugará de un campo de concentración vietnamita y en Braddock: Missing in Action III (1987), el indómito luchador vuelve una vez más a la República Socialista de Vietnam para salvar a su mujer y a su hijo, a quienes daba por muertos. La particular trilogía de Norris acompaña al publico a reafirmar con espíritu ofensivo los pilares de su malherida patria: Dios (siempre presente de forma implícita y omnisciente en los tres filmes), Patria (los prisioneros norteamericanos) y Familia (la esposa y el hijo).

Con la caída del muro de Berlín y del “peligro comunista” este tipo de películas dejaron de ser vistas como imprescindibles para la construcción de una propaganda ideológica de tipo reaccionario. Por otra parte, la derecha hollywodiana tenía más difícil su propósito de seguir insistiendo tan descaradamente en la configuración del veterano “modelo Rambo” en un momento en el que Oliver Stone con su Nacido el 4 de julio y Adrian Lyne con La escalera de Jacob reabrían las viejas heridas para introducir el bisturí de la introspección colectiva. Hollywood, siempre atenta en captar las ondas emitidas por las frecuencias de la Casa Blanca, optó por acatar el clima de distensión interna propiciado por Bill Clinton (un presidente con un pasado pacifista) y exteriorizar su carga violenta y destructiva en las películas “catastróficas” tan en auge en la última década del siglo pasado: la amenaza roja será sustituida por un nuevo modelo de enemigo, el terrorista internacional, casi siempre procedente de los antiguos servicios secretos de los países del Este o de las filas del islamismo radical. Un tipo humano rencoroso, reducto flotante en el mar de la posmodernidad y último obstáculo para sellar el palingenésico “fin de la historia” proclamado por Fukuyama en 1992. Parecía haber llegado el momento de la victoria definitiva y Vietnam dejaba de ser esa especie de Freddy Kruger que aterrorizaba los sueños y el subconsciente de la nación.

La reescritura de la historia: el Vietnam neocons

En efecto, en los años noventa apenas se realizaron películas norteamericanas que, directa o indirectamente, orientaran su mirada hacia Vietnam. Ello fue debido, como hemos dicho, a la etapa de relativa tranquilidad política que contraseñó los mandatos Clinton (1992-2000) y también a un largo ciclo económico favorable alrededor del cual se coaguló una estabilidad interna que permitió edulcorar los traumas del pasado. Un período que terminó el 11 de septiembre de 2001, con el atentado a las Torres Gemelas de Nueva York por parte de integristas islámicos ligados a la red terrorista Al Quaeda: EE.UU. retomaba el sendero de la guerra, y su población -convenientemente azuzada por los medios de comunicación y por el gobierno- volvía a aceptar, una vez más, la vía militar como solución a sus problemas.

No es una casualidad que precisamente después de la tragedia de 2001 reapareciera el fantasma amarillo en las pantallas: pero ahora adoptando nuevas formas que en poco se parecen a aquellas que ya hemos analizado. Después de haber visto la configuración del Vietnam cinematográfico “carteriano” y “reaganiano”, podemos decir que se va asomando otro de tipo neocons, producto del clima de involución social propiciado por la administración de George W. Bush, cuyo sustrato ideológico imbuye de sí el filme Cuando éramos soldados (2002) del director Randall Wallace. Aunque no sea una película sobre veteranos, nos vendrá bien hablar de ella para demostrar que la historia es siempre una materia sujeta a las manipulaciones políticas del presente con vista a crear una nada espontánea public opinion.

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5. Jonathan Neale, La otra historia…, pág. 249.