La debacle militar norteamericana en Vietnam supuso un claro punto de inflexión en una costumbre cinematográfica que en Estados Unidos se remonta a la obra de David Wark Griffith: usar la cámara para plasmar y divulgar una determinada interpretación de la historia de una nación. Hasta mediados de la década de los sesenta, el cine hollywodiano había representado todas las victorias militares de su país en clave hagiográfica y las películas sobre la guerra de Independencia contra los ingleses, la victoria sobre los indios nativos para la conquista del Oeste, las dos guerras mundiales y la de Corea, eran monumentos a las hazañas del hombre estadounidense en su propósito de ampliar su esfera de influencia.

Acostumbrados a retratar lo épico invencible, los grandes estudios pensarán la única derrota sufrida por su país en su larga trayectoria intervencionista de distintas formas y con diferentes sensibilidades políticas.

En estas líneas, el lector encontrará un análisis de aquel conflicto desde los peculiares ojos de una figura intermediaria entre el conflicto y la sociedad civil: nos referimos al veterano de guerra. Es alrededor de esta figura que el cine norteamericano ha sabido embestir un análisis de los dilemas que el conflicto asiático había vertido en su sociedad. Asimismo, es en torno al veterano que se libró una importante batalla ideológica entre los distintos sectores de la clase política para despejar las dudas sembradas por la incierta posguerra. Porque, en realidad, si el conflicto produjo un trauma en la sociedad americana, no fue por la derrota in se sino por las consecuencias que ésta iba a legar para la continuación del papel imperial de EE.UU. en el mundo. Fue el llamado “síndrome de Vietnam”, que el historiador Jonathan Neale describe así: “Después de 1975, el establishment estadounidense se enfrentó a lo que llamó ‘el síndrome de Vietnam’. Con esta expresión pretendían describir la dificultad de conseguir que los trabajadores americanos volvieran a renunciar a sus vidas por el imperialismo estadounidense. Los liberales y los medios de comunicación hablaban de ello como si fuera una enfermedad, un ‘síndrome’, algo malo. Dijeron también que el problema era que los estadounidenses eran unos cobardes, que les asustaba la llegada de bolsas de cadáveres (…) El problema no era que fueran cobardes, sino que habían aprendido a no confiar en los que les pedían que murieran por una causa que no era la suya 1”. Este “síndrome” fue (y sigue siendo) objeto de un intenso “tratamiento” llevado a cabo por todos los gobiernos estadounidenses posteriores a la dimisión de Nixon por el caso Watergate. Eliminar la sensación de “culpabilidad” fue su principal cometido para devolver a los electores la autoestima nacional y recuperar el consenso necesario para reemprender el camino de esa hegemonía mundial tan humillada en el sureste asiático. A favor o en contra de este objetivo compartido por republicanos y demócratas, Hollywood se volcará en examinar lo que supuso el Vietnam “hacia dentro”, es decir en evaluar las consecuencias internas de la derrota en una población que había llegado a madurar un cierto negativismo paralizante respecto al papel imperial de la Unión y que, después del acuerdo de paz de 1973 (que sancionó la retirada de las últimas tropas americanas de Saigon), se sentía “veterana” de un conflicto que trascendía las armas y que amenazaba con pulverizar los fundamentos del american dream.

 

El veterano desquiciado

Fue solamente a principios de los años setenta que los cineastas americanos dirigieron su mirada hacia una guerra que aún no había terminado. Y lo hicieron con una contundencia no privada de ese espíritu autocrítico que desde siempre ha caracterizado el mejor cine de Hollywood.
El discutido y polémico Elia Kazan 2 fue el primero en utilizar el cine de ficción para estudiar la figura del veterano en Los visitantes (1972). Dos ex soldados (Steve Railsback y Chico Martínez) que durante la guerra habían violado y matado a una vietnamita, van a visitar a Bill (James Woods), el compañero que les había denunciado y que ahora vive en una casa de campo con su mujer (Patricia Joyce), su hija y el padre de ella, para ajustar cuentas con él. La visita tendrá un desenlace trágico. Kazan cuenta una parábola sobre la verdad y la traición, y escenifica un drama en el que las secuelas de la guerra se rastrean en los rostros desequilibrados y vengativos de los visitantes y en el silencio inmutable de Bill, un silencio que oculta la impronta de la tragedia que le marcó en Vietnam. El director de origen griego no nos enseña nada de la guerra, sino sus cicatrices profundas, lúgubres, sepultureras, y tiene buen juego en destacar el personaje del suegro de Bill, satisfecho de haber luchado en el Pacífico en 1943 para una guerra necesaria contra la barbarie fascista. Por el contrario, cuando se habla del sudeste asiático nadie está orgulloso de nada y un halo de vergüenza infecta las miradas y las palabras que se intercambian los tres viejos conmilitones.

La película, realizada con un presupuesto mínimo y distribuida fundamentalmente en los circuitos independientes, dio origen a la figura del veterano de Vietnam resentido, mentalmente incomunicado y esquizofrénico que abundará en el cine norteamericano de los años setenta. Su silueta se desliza en las series televisivas, en el cine de género (policiaco, de terror, el filón blaxpotation), en las películas de serie B e incluso en las obras de autores consagrados como, por ejemplo, Martin Scorsese y Sidney Lumet. En efecto, es interesante la representación de los protagonistas de Taxi Driver (1976)y Tarde de perros (1975). En Taxi Driver, Scorsese y el guionista Paul Schrader dan vida a Travis Bickle, un veterano de Vietnam que no sabe reincorporarse a la vida civil y que, desde su taxi nocturno, madura la decisión de dar rienda suelta a su frustración existencial, dar un significado a su vida desecha planeando el asesinato de un político y matando a los chulos de una joven prostituta. En Tarde de perros Lumet cuenta la historia de Sonny y Sal (Al Pacino y John Cazale), dos veteranos que, tras intentar atracar un banco, son cercados por la policía durante todo un día. Las dos obras nos pintan a unos veteranos que no consiguieron dejar en Vietnam la lógica militar para solucionar sus problemas, tanto humanos como económicos. Siguen siendo combatientes en otra jungla, esta vez de asfalto, y contra un enemigo que no saben localizar (la pobreza, el caos psicológico, una sociedad que no comprenden). Y así, responden de la única manera en la que fueron “educados” por su país: coger las armas y atacar.

El desquicio mental vuelve en otros filmes, no con la radicalidad y violencia que contraseña a los personajes de Scorsese y Lumet, pero con la misma profundidad a la hora de dibujar una conciencia del naufragio de posguerra a través del veterano de guerra. La desconocida y magnífica Tracks (1976) de Henry Jaglom plasma este estado de ánimo que huele a ruinas y desesperanza en la figura de Jack Falen (Dennis Hopper), un superviviente de Vietnam que tiene que llevar un misterioso ataúd a una pequeña ciudad en un viaje en el que realidad y pesadillas se confunden y mezclan sin solución de continuidad. Jaglom transmite la imagen de una América desgarrada, ensimismada, electrocutada, a través de una mirada subjetiva (y con un perfecto uso de la cámara al hombro) del perturbado protagonista y de los paisajes desérticos y espectrales de la América profunda. Para él, la sociedad de consumo, el american way of life y el mito de la superpotencia justa -defensora de la libertad y la justicia- se pierden en ese tren portador de una contrahistoria descifrable en filigrana y protagonizada por los vencidos y arrinconados por la Verdad Oficial. El veterano de Tracks es el emblema de una población estadounidense simple y llanamente aniquilada, hecha añicos, pulverizada en sus certezas kennedyanas y en su fe en el inagotable mito del “progreso”. La misma destrucción ideológica que enseña Alan Parker en Birdy (1984) mediante la representación de dos veteranos de la guerra (Nicolas Cage y Mattew Modine), amigos desde la adolescencia y unidos por la afición a los pájaros, que vuelven desfigurados del Vietnam: uno en su fisonomía física por las heridas de guerra, y el otro en su fisonomía psicológica por los horrores vistos en la jungla; o aquella mostrada por Davis Jones en Jacknife (1988), donde el veterano Megs (Robert De Niro) intenta recuperar de su hundimiento personal a su antiguo y traumatizado compañero de armas Dave (Ed Harris). En estas dos obras, Vietnam es el lugar en el que sus protagonistas perdieron su inocencia o quizás, más simplemente, su humanidad.

Por último, es de señalar la sufrida y claustrofóbica La escalera de Jacob (1990), de Adrian Lyne. Jacob Singer, un veterano de Vietnam que sufre alucinaciones y dolores, descubre que también sus excomilitones padecen los mismos problemas: la causa de ello es que fueron utilizados durante la guerra por el gobierno norteamericano para experimentar una droga que los volviera más combativos. Una vez producidos los efectos “colaterales” los servicios secretos los querrán eliminar para ocultar la verdad. Para Lyne, detrás de la tragedia se oculta la infamia: cuando los políticos del gobierno vieron que el primer enemigo -el Vietcong- les había derrotado, empezaron a librar otra guerra, menos visible pero igual de dura, contra un enemigo interno, el veterano de guerra estadounidense, emblema de una sociedad civil a la que había que drogar, anestesiar y silenciar para evitar rendir cuenta de los horrores y fechorías perpetrados por el Tío Sam en aquella guerra sucia y maldita.

El común denominador de todas estas películas que trazan el modelo del veterano desequilibrado es la imposibilidad de poder comunicar su experiencia a la sociedad: para los que volvían del frente no había un idioma, un lenguaje capaz de expresar racionalmente el abismo en el que fueron sumergidos; al final, tanto en estos filmes como en la vida real, muchos de ellos optaron por encerrarse en un ensordecedor silencio3 . Por otra parte, los gobiernos norteamericanos no sólo no hicieron nada para garantizar una reinserción en la sociedad civil de sus soldados, sino que los desterraron de sus discursos y políticas sociales. El veterano de Vietnam fue tratado como un estorbo y la clase política se cuidó de no recordar a sus conciudadanos la derrota militar y de dar una imagen extremadamente negativa de la pugnaz asociación Vietnam Veterans Against the War, describiéndola en los medios de comunicación como una pandilla de seres asociables, marginados y afectados por un extraño “estrés postraumático” que les impedía volver a reintegrarse con normalidad en sus lugares de origen4 . Aislando al veterano se incomunicaba a la sociedad civil, obligándola a aceptar la versión oficial de ese conflicto como algo justo pero trágico y malogrado.

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1. Jonathan Neale, la otra historia de Vietnam, El Viejo Topo, Barcelona, 2005, pp. 237-238.


2. Ideológicamente cercano a la izquierda hasta la década de los cuarenta, Kazan prestó después su “colaboración” en la célebre caza de brujas anticomunista organizada por el senador republicano McCarthy, proporcionándole los nombres de los presuntos rojos de Hollywood. Sin embargo, ya a partir de finales de los cincuenta, Kazan volvió a retratar a Estados Unidos desde esa óptica crítica con la que se dio a conocer en sus inicios cinematográficos en películas como Un rostro en la multitud (1957), América, América (1963) o El último magnate (1976).     

3. Sobre la figura del veterano “loco”, véase el libro de Jerry Lembcke, The Spitting Image: Myth, Memory and the Legacy of Vietnam, New York, 1968.

4. Allan Young, The Harmony of Ilusions: Inventing Post-Traumatic Stress Disorder, New Jersey, 1995.