Quien mejor supo traducir en la pantalla este anhelo fue sin duda alguna Michael Cimino en su película El cazador (1978). Tres amigos de origen ruso, obreros en una fábrica de acero de Pennsylvania y aficionados a la caza del ciervo, se alistan en el ejército para luchar en Vietnam. Allí son capturados y torturados por el Vietcong, pero consiguen huir: Michael (Robert De Niro) se reinserta silenciosamente en la vida civil; Steven (John Savage) se deja sobrevivir en un hospital militar después de haber perdido las piernas y haber descubierto que su mujer tuvo un hijo de otro hombre; Nick (Christopher Walken) deserta del ejército y se queda en Saigon, donde se transforma en un “profesional” de la ruleta rusa. Michael volverá a la capital survietnamita en los días de la retirada americana para buscar a Nick y llevárselo a casa, pero –después de haberle encontrado drogado y enloquecido en un lugar de apuestas– lo verá morir entre sus brazos.
Ganadora de cinco oscars, la importancia de El cazador reside en ser el primer largometraje de Hollywood que abarca el asunto Vietnam desde una perspectiva humana de larga duración (antes, durante y después de la guerra) y la primera en sacar las primeras conclusiones definitivas acerca de la posguerra. La película esboza el primer atisbo de la recuperación de un orgullo nacional maltrecho y despedazado: el canto final God Bless America que acompaña el entierro de Nick recompone litúrgicamente la comunidad americana y reconcilia post-mortem,y sin permiso acordado, al enterrado con una guerra que le llevó a un trágico final. Para el director y sus guionistas, el país llevaba en sus entrañas las fuerzas, benditas por el Todopoderoso, para levantar cabeza, sobreponerse a los horrores vistos (las torturas de los vietnamitas aunque no las suyas) y recoger el camino mesiánico de reserva espiritual de Occidente.
Norman Jewison recoge el mensaje de Cimino en Recuerdos de guerra (1989). La joven Samantha (Emily Lloyd) que nunca conoció a su padre muerto en Vietnam, vive en un pueblo de la provincia americana con su tío Emmett (Bruce Willis), también veterano de aquella guerra y poco proclive a hablar de ella: sin embargo, Samantha sabrá abrir el baúl de los recuerdos y suaviza los traumas sedimentados por el conflicto para finalmente llevar a su tío y a su abuela a visitar el Memorial de los Caídos en Vietnam de Washington, donde está esculpido el nombre de su padre. Una complicada historia (pivotada alrededor del desastre humano y de la incomunicación de Emmett y de los demás veteranos del pueblo) encuentra así un sereno desenlace en el abrazo intergeneracional - de la hija con la madre y el cuñado del muerto en batalla - que sella metafóricamente al armisticio de la larga guerra psicológica que EE.UU. mantuvo en su territorio y con su gente. Una vez más, Hollywood ha sabido recuperar aquellos vagones que se habían desgajado de la locomotora para coger una vía muerta…
Dentro de este esquema se inserta también Jardines de piedra (1987) de Francis Ford Coppola. En Arlington, el III Regimiento tiene la desagradable tarea de enterrar a los muertos de Vietnam y dos de sus suboficiales (James Caan y James Earl Jones) le cogen cariño a un joven y entusiasta recluta al que, después de partir para la guerra, volverán a ver, esta vez en la tumba. Es ésta una película elegante, pausada y con cierta capacidad para analizar el sentido que nuestra sociedad atribuye a la muerte. Pero difícilmente reconoceríamos en esta obra al director de la épica Apocalypse Now: las wagnerianas cabalgatas de los helicópteros han dejado paso al melancólico sonido de los cementerios y el rock y la música sicodélica a las elegíacas melodías de los trompetas de la Guardia de Honor. Jardines de piedra es un filme de veteranos sui generis, puesto que el único “veterano de guerra” de este largometraje es el propio Coppola, quien -después de los fiascos de Corazonada (1980) y Cotton Club (1984)- declaró perdida su personalísima guerra con los grandes estudios para implantar en Estados Unidos un cine original, experimental e imbuido de aquella contracultura que brotó precisamente de las protestas de quince años antes. Porque, paralelamente a los soldados que volvían del frente, había otros “combatientes” que estaban de vuelta: se trata de la pléyade de directores de los años setenta que no supieron resistir al cambio de década y que, tras haberse movido bajo la insignia de la heterodoxia, “regresaron a filas” para reconciliarse con los productores californianos. Caso parecido al de Coppola es el de Sindney J. Furie, quien después de su incómoda y tajante Los chicos de la compañía C (1978), vuelve otra vez sobre Vietnam en su reciente Vuelta al infierno (2003), en la que se narra la historia de un grupo de veteranos que regresa a la tierra de Charlie treinta años después para encararse -y apaciguarse- con el recuerdo de los crímenes que allí cometieron.
El veterano vengador
El proceso de sutura y cicatrización de las heridas políticas que proponían las películas de Cimino, Coppola, Furie y Jewison quería favorecer la recuperación de esa muy alta consideración que de sí mismo ha tenido históricamente el pueblo americano. Pero aún así, reconciliarse no significaba reincidir,e indirectamente los tres directores sugerían que Estados Unidos no sólo no era invencible sino que -de seguir su instinto militarista y agresivo- corría el riesgo de autodestruirse o, como mínimo, caer en un estado comatoso: Vietnam seguía siendo analizado como un error que pudo costarle muy caro al país y como escarmiento para su trayectoria futura.
En el fondo, estas ideas estaban detrás de la tibia y precavida política exterior llevada a cabo por Carter en la segunda mitad de los setenta: la no intervención “directa” del ejército estadounidense en el delicado proceso de descolonización de Angola en 1975 y en Irán después de la revolución jomeneísta, son ejemplos de la parálisis política de un país que hacía (y hace) de la intervención militar en el extranjero el pilar de su hegemonía mundial. No es de extrañar, pues, que la imagen del veterano de guerra sufriera un cambio precisamente cuando los sectores de la derecha americana acaudillados por Ronald Reagan propugnen una nueva escalada militar para reafirmar el papel de superpotencia planetaria de Norteamérica tras quince años de impasse político. Para los hombres que se hicieron con el control del Partido Republicano a principios de los ochenta, el error de la guerra de Vietnam no fue el haberla librado, sino el haberla perdido.
De ahí, el propósito de volver al cine como elemento heurístico para el “conocimiento” de la historia: aprovechando el clima de restauración imperante en los grandes estudios de cine, los nuevos productores que habían cerrado a principios de los ochenta el incómodo paréntesis del Nuevo Hollywood, darán cancha a un pelotón de directores y guionistas obedecidos con el propósito de iniciar una revisión en cuanto al significado que había que dar de la derrota militar. Si los “reconciliadores” se proponían encontrar una salida moral e intelectual digna para los americanos cerrando la pesadilla de Vietnam (la guerra como error y la posguerra como un volver a empezar), los nuevos guardianes del séptimo arte se rearmaban ideológicamente para ofrecer la sensación de una revancha contra los amarillos.