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Volviendo a casa: ¿protestar o reconciliarse?

Hoy sabemos que el movimiento pacifista engendrado a raíz de la escalada militar en Vietnam representó el fenómeno de desobediencia civil más importante en la historia de los EE.UU. Sin embargo, son poquísimas las películas de ficción que trasladaron a las salas de cine el espíritu y la práctica de la disidencia tal y como se manifestaba en las calles del país. El ejemplo más famoso es quizás El regreso (1978) de Hal Ashby. Después de despedirse del marido, soldado voluntario para el Vietnam, Sally (Jane Fonda) se emplea como enfermera en un hospital de veteranos, donde conoce a Luke (Jon Voight), un convencido antimilitarista en silla de ruedas; los dos se enamoran, pero cuando el marido vuelve del frente (frustrado por no haberse convertido en un héroe de guerra) y los descubre, piensa en el suicidio. Ashby decide concentrar la mirada hacia Vietnam en los ojos femeninos de Sally y en su toma de conciencia pacifista ante los sufrimientos de los veteranos mancos, paralizados o traumatizados. Una América desecha que sin embargo es capaz de rehabilitarse mediante el rechazo definitivo a la lógica militar y apelando a los sentimientos. El regreso es una película más hija de los años sesenta que de los setenta: en unos años en los que el movimiento americano por los derechos civiles iba perdiendo su capacidad de arrastre, Ashby volvió a inyectar a su cine el antivirus de la contracultura y una buena dosis de libertarismo hippy para reverdecer la cultura de la paz en una sociedad civil que, tras la resaca de la derrota y los escándalos que conllevaron la dimisión del presidente Nixon en 1974, mostraba los primeros síntomas de un cansancio político que desembocará finalmente en el desencanto de la década siguiente.

El segundo ejemplo de cine “ofensivo” y de protesta es Nacido el cuatro de julio (1989), de Oliver Stone. El filme narra la historia de Ron Kovic (Tom Cruise), nacido el 4 de julio de 1946, hijo de la América profunda y nacionalista, que vuelve del Vietnam paralizado e impotente y madura en su propia piel un proceso de concienciación que lo transformará en un líder pacifista invitado a hablar en la Convención Demócrata de 1976. Como siempre en Oliver Stone, el populismo y cierta retórica fácil se mezclan con momentos de buen cine y gran emotividad (como el encuentro con la madre del comilitón que había matado por error en Vietnam), y el director no sabe renunciar a la abusada metáfora cristológica -los pecados de Kovic son los pecados del país, a expiar en la cruz, es decir en la silla de ruedas- para describir la vía crucis que recorrió el país para redimirse, así como tampoco sabe (o no quiere) evidenciar las contradicciones que emergieron en la sociedad americana en los años de la guerra. Aunque nos cueste admitirlo, el cine norteamericano nunca supo expresar lo mejor de sí mismo en el cine de protesta “abierto”, manifiesto y “positivo” a la europea, sino en el de la crítica sutil, dura e incluso despiadada, aunque siempre filtrada por el código de acceso de la metáfora cinematográfica. Tal vez es por eso por lo que El regreso y Nacido el 4 de julio tuvieron en su tiempo una generosa acogida en los cines del Viejo Continente respecto a obras llenas de interesantes matices y complejos mensajes cifrados como Tracks o La escalera de Jacob.


El objetivo de Ashby y Stone era reflejar el pensamiento y la acción de aquellos sectores que con su oposición a la guerra pedían un país distinto y más libre. Sin embargo, al lado del de protesta se desarrolló otro tipo de cine que supo evidenciar el deseo de amplias capas de la población de, si no olvidar, al menos reconciliarse con los fantasmas creados por la tragedia americana: nos referimos a aquellas personas que, pese a las decepciones sufridas en el largo decenio 1965-1975, no querían dejar de creer en los Estados Unidos como patria de la libertad y de los valores democráticos. En última instancia, y como la historia nos ha demostrado, fue esta la voz mayoritaria que se alzó en los años de la posguerra para impedir un cambio político de largo alcance como el que reclamaban los manifestantes pacifistas o los críticos con el sistema. Eran los ciudadanos que dieron en 1976 su confianza a Jimmy Carter y a su objetivo de devolverles la confianza en sí mismos y en sus instituciones.

Quien mejor supo traducir en la pantalla este anhelo fue sin duda alguna Michael Cimino en su película El cazador (1978). Tres amigos de origen ruso, obreros en una fábrica de acero de Pennsylvania y aficionados a la caza del ciervo, se alistan en el ejército para luchar en Vietnam. Allí son capturados y torturados por el Vietcong, pero consiguen huir: Michael (Robert De  Niro) se reinserta silenciosamente en la vida civil; Steven (John Savage) se deja sobrevivir en un hospital militar después de haber perdido las piernas y haber descubierto que su mujer tuvo un hijo de otro hombre; Nick (Christopher Walken) deserta del ejército y se queda en Saigon, donde se transforma en un “profesional” de la ruleta rusa. Michael volverá a la capital survietnamita en los días de la retirada americana para buscar a Nick y llevárselo a casa, pero –después de haberle encontrado drogado y enloquecido en un lugar de apuestas– lo verá morir entre sus brazos.

Ganadora de cinco oscars, la importancia de El cazador reside en ser el primer largometraje de Hollywood que abarca el asunto Vietnam desde una perspectiva humana de larga duración (antes, durante y después de la guerra) y la primera en sacar las primeras conclusiones definitivas acerca de la posguerra. La película esboza el primer atisbo de la recuperación de un orgullo nacional maltrecho y despedazado: el canto final God Bless America que acompaña el entierro de Nick recompone litúrgicamente la comunidad americana y reconcilia post-mortem,y sin permiso acordado, al enterrado con una guerra que le llevó a un trágico final. Para el director y sus guionistas, el país llevaba en sus entrañas las fuerzas, benditas por el Todopoderoso, para levantar cabeza, sobreponerse a los horrores vistos (las torturas de los vietnamitas aunque no las suyas) y recoger el camino mesiánico de reserva espiritual de Occidente.
Norman Jewison recoge el mensaje de Cimino en Recuerdos de guerra (1989). La joven Samantha (Emily Lloyd) que nunca conoció a su padre muerto en Vietnam, vive en un pueblo de la provincia americana con su tío Emmett (Bruce Willis), también veterano de aquella guerra y poco proclive a hablar de ella: sin embargo, Samantha sabrá abrir el baúl de los recuerdos y suaviza los traumas sedimentados por el conflicto para finalmente llevar a su tío y a su abuela a visitar el Memorial de los Caídos en Vietnam de Washington,  donde está esculpido el nombre de su padre. Una complicada historia (pivotada alrededor del desastre humano y de la incomunicación de Emmett y de los demás veteranos del pueblo) encuentra así un sereno desenlace en el abrazo intergeneracional - de la hija con la madre y el cuñado del muerto en batalla - que sella metafóricamente al armisticio de la larga guerra psicológica que EE.UU. mantuvo en su territorio y con su gente. Una vez más, Hollywood ha sabido recuperar aquellos vagones que se habían desgajado de la locomotora para coger una vía muerta…

Dentro de este esquema se inserta también Jardines de piedra (1987) de Francis Ford Coppola. En Arlington, el III Regimiento tiene la desagradable tarea de enterrar a los muertos de  Vietnam y dos de sus suboficiales (James Caan y James Earl Jones) le cogen cariño a un joven y entusiasta recluta al que, después de partir para la guerra, volverán a ver, esta vez en la tumba. Es ésta una película elegante, pausada y con cierta capacidad para analizar el sentido que nuestra sociedad atribuye a la muerte. Pero difícilmente reconoceríamos en esta obra al director de la épica Apocalypse Now: las wagnerianas cabalgatas de los helicópteros han dejado paso al melancólico sonido de los cementerios y el rock y la música sicodélica a las elegíacas melodías de los trompetas de la Guardia de Honor. Jardines de piedra es un filme de veteranos sui generis, puesto que el único “veterano de guerra” de este largometraje es el propio Coppola, quien -después de los fiascos de Corazonada (1980) y Cotton Club (1984)- declaró perdida su personalísima guerra con los grandes estudios para implantar en Estados Unidos un cine original, experimental e imbuido de aquella contracultura que brotó precisamente de las protestas de quince años antes. Porque, paralelamente a los soldados que volvían del frente, había otros “combatientes” que estaban de vuelta: se trata de la pléyade de directores de los años setenta que no supieron resistir al cambio de década y que, tras haberse movido bajo la insignia de la heterodoxia, “regresaron a filas” para reconciliarse con los productores californianos. Caso parecido al de Coppola es el de Sindney J. Furie, quien después de su incómoda y tajante Los chicos de la compañía C (1978), vuelve otra vez sobre Vietnam en su reciente Vuelta al infierno (2003), en la que se narra la historia de un grupo de veteranos que regresa a la tierra de Charlie treinta años después para encararse -y apaciguarse- con el recuerdo de los crímenes que allí cometieron.

 

El veterano vengador

El proceso de sutura y cicatrización de las heridas políticas que proponían las películas de Cimino, Coppola, Furie y Jewison quería favorecer la recuperación de esa muy alta consideración que de sí mismo ha tenido históricamente el pueblo americano. Pero aún así, reconciliarse no significaba reincidir,e indirectamente los tres directores sugerían que Estados Unidos no sólo no era invencible sino que -de seguir su instinto militarista y agresivo- corría el riesgo de autodestruirse o, como mínimo, caer en un estado comatoso: Vietnam seguía siendo analizado como un error que pudo costarle muy caro al país y como escarmiento para su trayectoria futura.

En el fondo, estas ideas estaban detrás de la tibia y precavida política exterior llevada a cabo por Carter en la segunda mitad de los setenta: la no intervención “directa” del ejército estadounidense en el delicado proceso de descolonización de Angola en 1975 y en Irán después de la revolución jomeneísta, son ejemplos de la parálisis política de un país que hacía (y hace) de la intervención militar en el extranjero el pilar de su hegemonía mundial. No es de extrañar, pues, que la imagen del veterano de guerra sufriera un cambio precisamente cuando los sectores de la derecha americana acaudillados por Ronald Reagan propugnen una nueva escalada militar para reafirmar el papel de superpotencia planetaria de Norteamérica tras quince años de impasse político. Para los hombres que se hicieron con el control del Partido Republicano a principios de los ochenta, el error de la guerra de Vietnam no fue el haberla librado, sino el haberla perdido.

De ahí, el propósito de volver al cine como elemento heurístico para el “conocimiento” de la historia: aprovechando el clima de restauración imperante en los grandes estudios de cine, los nuevos productores que habían cerrado a principios de los ochenta el incómodo paréntesis del Nuevo Hollywood, darán cancha a un pelotón de directores y guionistas obedecidos con el propósito de iniciar una revisión en cuanto al significado que había que dar de la derrota militar. Si los “reconciliadores” se proponían encontrar una salida moral e intelectual digna para los americanos cerrando la pesadilla de Vietnam (la guerra como error y la posguerra como un volver a empezar), los nuevos guardianes del séptimo arte se rearmaban ideológicamente para ofrecer la sensación de una revancha contra los amarillos.

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