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En busca de la felicidad

Apasionante y enigmática vida la de la reina María Antonieta de Francia, que la lleva en menos de cuarenta años desde la cuna privilegiada de la corte de los Habsburgo en el palacio de Schönbrunn, cerca de Viena, donde nació el 2 de noviembre de 1755, pasando por el trono de Francia, que ocupó durante casi veinte años, hasta la guillotina levantada en la plaza del Carroussel de París, donde murió el 16 de octubre de 1793.

Con frecuencia se repite que era la persona peor preparada para ser reina y esa afirmación no es cierta. María Antonia, Josefa, Juana, Archiduquesa de Austria, hija de una de las soberanas más poderosas de la Europa del siglo XVIII, la gran emperatriz María Teresa de Austria, había recibido la educación convencional de las princesas de su tiempo. Miembro de una gran dinastía milenaria y de una numerosa familia de muchos hermanos, entre los que ocupaba el lugar número quince, fue la hija predilecta de su madre. Había crecido en un ambiente familiar, pero disciplinado, recibiendo una instrucción básica, completada por la danza, la música y la equitación.

Aunque destinada a ocupar un trono, no había recibido más formación política que la que se vivía de manera natural en la corte de Viena, pues no era costumbre que los soberanos dieran especial formación de gobierno a las princesas. Casada en la primavera de 1770, cuando tenía sólo catorce años, con el Delfín de Francia, el joven Luis, como escribiría la Emperatriz María Teresa a Luis XV, “su edad imploraba indulgencia”. Sin embargo, tampoco en su nuevo país tendría ocasión de formarse políticamente, Mucho menos de manera adecuada para hacer frente a los turbulentos acontecimientos que le tocaría vivir durante su reinado. Acusada de manipular a su marido, no parece que ejerciera demasiada influencia política, ni que tuviera excesivo interés en el poder.

Después de largo tiempo de rivalidad entre el Imperio austriaco y la monarquía francesa, su boda se pactó como un signo de alianza. Pero no era fácil cambiar en Francia la opinión generalizada que continuaba viendo a Austria como la gran enemiga y que etiquetará a la joven María Antonieta desde el principio como “la austriaca”, hasta convertir ese calificativo en una de las principales acusaciones contra ella. Fiel a su origen, María Antonieta siempre conservó fuertes vínculos con Viena, a través de la correspondencia con su madre y del embajador de Austria ante la corte de Versalles, el conde Mercy-Argenteau. María Antonieta fue a Francia como prenda de paz. Las palabras de su madre al despedirla resumían bien las esperanzas de todos: “Siembra el bien entre el pueblo para que puedan decir que les he enviado un ángel”.

La película comienza precisamente con la llegada de María Antonieta a Francia y la escena del paso de la frontera con el enorme cambio que conlleva, desde el carruaje, pasando por el vestuario, hasta la familia, resulta especialmente revelador. Era mucho más que cambiar de país, suponía para la joven traspasar una frontera decisiva de su biografía. Dejaba de ser la que había sido hasta entonces, una archiduquesa austriaca, muy protegida y sin especiales deberes que cumplir, para transformarse en otra persona diferente, cargada de responsabilidades y sometida al escrutinio de todas las miradas, la futura reina de Francia.

La elección de la actriz que debía interpretar el papel de María Antonieta estuvo perfectamente planeada para dar verosimilitud al personaje, muy famoso y perfectamente conocido a través de numerosos retratos. Como señala Sofia Coppola al justificar la elección de Kirsten Dunst era más el espíritu que el físico lo que importaba: “Siempre escribí el guión pensando en ella. Es hija de alemán y tiene esa complexión pálida y delgada ideal, y una percepción alerta, que el personaje requiere. Y como actriz ella tiene la mirada que yo necesitaba. Creo además que esos ancestros le han permitido ser el personaje.” No se trataba tanto de parecerse físicamente, sino de tener ese “algo” que permite encarnar el personaje con convicción.
Muy significativa resulta la imagen histórica de María Antonieta. Mujer extraordinariamente bella y elegante, los retratos oscilan al representarla entre la Reina y la mujer. Muy sensibles a su feminidad son los que de ella hizo otra mujer, la pintora francesa más famosa del siglo XVIII, Marie-Louise-Élisabeth Vigée-Lebrun, como indican el retrato en que aparece María Antonieta, vestida en tonos azulados, en una jardín, con una rosa en la mano, o el retrato familiar en que se la representa acompañada de sus tres hijos, la mayor, María Teresa, cariñosamente recostada sobre su madre, y los dos niños, Luis José, a su lado, y Luis Carlos, el más pequeño, al que sostiene sobre su regazo. Fue, pues, una mujer la que mejor acertó a traducir la imagen de María Antonieta y es igualmente revelador que la Reina eligiera precisamente a una pintora como su retratista predilecta.

Nacida en la ciudad de París el mismo año en que nació la Reina, 1755, Marie-Louise-Élisabeth Vigée-Lebrun fue hija de un retratista del que recibió sus primeras lecciones y posteriormente contó con los consejos de Gabriel François Doyen, Jean-Baptiste Greuze, José Vernet y otros maestros. Durante su adolescencia, pintaba ya retratos de manera profesional. Cuando su estudio fue embargado por pintar sin licencia, se afilió a la Académie de Saint Luc, y logró exhibir su trabajo en su salón. El 25 de octubre de 1774 se convirtió en miembro de la Academia Francesa. En 1776 se casó con Jean-Baptiste-Pierre Lebrun, pintor y comerciante de arte. Pese a su matrimonio siguió pintando, realizando los retratos de muchos de los miembros de la nobleza francesa y, gracias a los avances logrados en su carrera, consiguió una invitación a Versalles para pintar a María Antonieta. Quedó la reina tan complacida con su trabajo, que recibió el encargo de pintar más retratos de ella, así como de los príncipes y de numerosos nobles de la corte.

En 1781 viajó a los Países Bajos donde la influencia de los maestros flamencos la llevó a probar nuevas técnicas. Pintó los retratos de algunos nobles y del Príncipe de Nassau. El 31 de mayo de 1783, fue aceptada como miembro de la Académie Royale de Peinture et de Sculpture como pintora de alegoría histórica. Adelaide Labille-Guiard fue aceptada el mismo día. Como la entrada de dos mujeres en la Academia parecía a muchos una coincidencia excesiva, algunos se opusieron a su admisión argumentando que su esposo era un negociante de arte, pero una orden del Rey zanjó la cuestión gracias a las presiones de María Antonieta en favor de su pintora predilecta.
A raíz de la detención de la familia real durante la revolución Vigée Lebrun huyó de Francia y vivió y trabajó algunos años en Italia, Austria y Rusia. En Roma sus pinturas fueron muy bien acogidas y fue recibida en la Academia di San Luca. En Rusia pintó a numerosos miembros de la familia de Catalina la Grande. Durante su estancia Vigée Lebrun fue elegida miembro de la Academia de Bellas Artes de San Petersburgo.

Regresó a Francia en tiempos de Napoleón. Solicitada por la elite de Europa, pasó un tiempo en Inglaterra y pintó los retratos de varios notables británicos incluyendo a Lord Byron. En 1807 viajó a Suiza y fue hecha miembro honorario de la Societe pour l'Avancement des Beaux-Arts de Ginebra.
Siempre dedicada a la pintura, adquirió una casa en Louveciennes, Île-de-France. Vivió en ella hasta que el ejército prusiano la tomó durante la guerra de 1814. Después se trasladó a París, donde residió hasta su muerte en 1842. A instancias de una amiga, la condesa Dolgoruki, Vigée Lebrun publicó sus memorias en 1835 y 1837, en donde muestra una interesante perspectiva de la formación de los artistas al fin del período dominado por las academias reales. Vigée Lebrun es considerada la más importante artista del siglo XVIII. Realizó 660 retratos y 200 paisajes. Si María Antonieta siempre la apoyó, Marie-Louise-Élisabeth Vigée-Lebrun le devolvió sus favores fijando para la posteridad su imagen, la de la mujer y la de la reina, con sentido y sensibilidad.

Importante el personaje, importante el escenario. A su llegada a Francia María Antonieta pasó a vivir a Versalles, sede de la corte. El palacio y los jardines serán los escenarios fundamentales de la historia y también de la película. El hecho de haber podido filmar en los verdaderos lugares donde transcurrió la vida de María Antonieta es uno de los grandes aciertos, pues le dan a la película una gran belleza visual y una fuerte credibilidad histórica. Tal como confesaba Sofia Coppola en la entrevista concedida a Beatrice Sartori, rodar en Versalles “ha sido una experiencias más allá de lo razonable. Pudimos rodar en el dormitorio de Maria Antonieta, en el salón de los espejos, en las habitaciones privadas... Sólo podíamos rodar los lunes, cuando las estancias estaban cerradas al público. Nunca tuvimos que construir un plató. Todo fue real, las habitaciones, los jardines... Desde el principio pensé que habría que construir platós y jardines tremendos, pero todo estuvo allí. Siempre busqué la mayor verosimilitud, los muros, los espacios... y Versalles me posibilitó sentirme libre. Ningún estudio de Hollywood lo hubiera conseguido.”
Un personaje ideal y un escenario ideal, pero la historia no es siempre ideal. A pesar de los buenos deseos iniciales, la adaptación de la joven princesa a su nuevo reino no resultaría fácil. La corte de Versalles se le mostró muy hostil. La nueva Delfina no supo ganarse al rey Luis XV y la poderosa favorita, Madame du Barry. Falta de experiencia y prudencia, las intrigas que enfrentaban a los cortesanos y a la propia familia real la envolvieron como una tela de araña en la que quedó prendida. Las rígidas normas de la etiqueta la aprisionaban, aunque fuera en una cárcel de oro. Ni siquiera le resultaba fácil acostumbrarse a su nuevo nombre de María Antonieta.

Mucho peor fue el comienzo de su matrimonio. Por inexperiencia de la joven pareja, por frialdad del novio y sobre todo por el problema de fimosis que padecía Luis, el matrimonio no se consumó la noche de bodas como era norma en los matrimonios regios. María Antonieta fue durante años una esposa aparente, sin que los repetidos intentos de su marido consiguieran éxito hasta mucho tiempo después. A la insatisfacción que ello conllevaba para su vida íntima se unía un problema mucho más grave desde el punto de vista político, la falta de descendencia. María Antonieta veía su posición de Delfina muy debilitada al no poder dar un heredero al trono que consolidara la línea sucesoria de la monarquía francesa. Su afán de diversiones, su vida de caprichos y frivolidades no hicieron sino menoscabar todavía más su reputación.
El 10 de mayo de 1774 falleció Luis XV. Luis XVI y María Antonieta se convirtieron en reyes de Francia. Comenzaba una nueva etapa de la historia francesa y de la vida de María Antonieta, y lo hacía en medio de los más brillantes augurios. Aunque Francia atravesaba una época de grave crisis económica, la ceremonia de la consagración en Reims, el 11 de junio de 1774, se celebró con toda pompa. La joven reina, alegre y agradecida, escribía a su madre: “Es de sobra cierto que, al ver que la gente nos trata tan bien a pesar de su desgracia, ahora más que nunca es nuestra obligación esforzarnos por conseguir su felicidad. Parece que el rey comprende esta realidad; en cuanto a mí, sé que, así viva cien años, jamás olvidaré el día de la coronación.”

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