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Pero ese beso es anterior a la película toda, ese beso es en verdad la explicación de los labios emborronados de rojo que manchan toda la película, desde su mismo comienzo, como la huella del primer amor. Por eso el protagonista es ahora más joven que nunca y más inocente que nunca, hasta el punto de que su arrogancia, la huella que lanza a sus amantes y al espectador a la búsqueda de su pasado, parece totalmente ausente. No sabe aún que Su Li-Zhen desencadenará todas las lágrimas y recuerdos que forman la película. Por eso pide aún a Su Li-Zhen que cuando se libre de su pasado vuelva a él. Por eso cree aún en la posibilidad de liberarse del pasado.

Y sin embargo, en ese mismo recuerdo que obedece a un ajuste de cuentas con el pasado y en el que él pide a una mujer que las ajuste con el suyo, está ya presente la conciencia de que en verdad es necesaria la separación, porque no se trata del primer amor, porque Su Li-Zhen tampoco es más que un sustitutivo de la chica de la primera habitación 2046, de la habitación que también había quedado en los bordes del film. Su Li-Zhen no es el origen, sino, antes bien, la negación del origen, la muerte de la chica que la película no puede apenas atrapar, que marca su límite. Y la chica de la 2046 de Singapur, la chica apenas recordada dentro de este recuerdo, es ya siempre la chica de otro hombre. Por eso, en este último flash-back , no puede cumplirse el retorno al inicio perfectamente; más aún, por eso este último recuerdo desvela que el comienzo mismo estaba ya hendido. Nos hace dudar en efecto de nuestro recuerdo (del comienzo mismo del film).

Este recuerdo es, pues, un desencuentro y sin embargo, a un tiempo, la comprensión reconciliadora del desencuentro. Lo es porque la distancia de 2046 y la observación desde 2047, el viaje que constituye la película misma, le ha entregado al protagonista la verdad de que no podrá nunca, en ningún mundo, saber si una mujer, cualquier mujer presente, es su (primer) amor. Ya desde el inicio había diferido el reencuentro con Su Li-Zhen para el 2046 y ya desde el inicio de la película sabe y sabemos que en 2046 tampoco está Su Li-Zhen. Pero ahora comprendemos por fin por qué. Y comprendemos tanto la necesidad de los eternos desamores como la ausencia del llanto en los sucesivos desamores: el protagonista ha sabido ya siempre de la pérdida de la chica (del otro). La decisión de fracasar eternamente ha sido tomada antes del comienzo de los tiempos. También en las últimas imágenes de la película cabe, pues, tras el juego y la apuesta del amor, la lágrima , pero, sobre todo, no cabe el llanto. Y en este sentido el recuerdo final sí posibilita el cumplimiento del retorno, la clausura de la película.

En 2046 , por saber de la finitud, el protagonista sabe que nunca podrá entender la verdad de las distintas posibilidades con las que distrae el tiempo, con las que el tiempo lo distrae, que no podrá saber cuál es su verdadera historia. Pero también, por lo mismo, porque en 2046 ya se sabe que no hay origen, desde 2046 se rompe desde dentro ( 2046 es también una novela escrita dentro de los años 60 del siglo xx ) la linealidad del tiempo y, en consecuencia, el orden, la jerarquía, de las historias. Por eso, gracias al viaje a 2046, gracias a la distancia que 2046 permite tomar respecto al presente, la historia contada pasa de ser una simple búsqueda de la chica del guante, a ser un simple collage de historias simultáneas en pie de igualdad. En todas ellas hay una lágrima . Y en toda lágrima lo que se da es la pérdida originaria. Todas las mujeres de la película son madre. Todas las lágrimas son, valga el oxímoron , igualmente originarias.

 

Desde 2046, como desde la posición del Dios de Leopold Ranke, todas las historias son igualmente dignas, pero, además, en 2046 , como en el entendimiento de todo Dios, tenemos la forma esencial de todas las madres recordadas y anheladas, de la mujer o de la madre, y esta forma es la del autómata. Con ello la madre, la mujer, se revela ya explícitamente, despiadadamente, un imposible, el mero lugar de un perverso silencio (la mujer-robot no contesta, no habla, ni siquiera engaña). Y por eso ya explícitamente, ya a las claras, muestra su condición fragmentada. Se presenta, lo mismo que el hombre cartesiano, como una máquina a la que acompaña un alma; pero, ya sin el Dios cartesiano, como una máquina imperfecta a la que resulta definitivamente imposible ajustar alma y cuerpo (los autómatas sufren el mal del destiempo, lloran con retraso; las lágrimas, que marcan el tempo de toda la película, se ralentizan en los autómatas de 2046, y, precisamente por ello, sólo las del protagonista, la víctima del destierro y del destiempo, se vuelven explícitas y apresuradas). Más allá de que esto diga mucho o poco de la psicología masculina, de su visión de la mujer como objeto y, a la vez, como alma sufriente, que padece y que, por ello, es fuente de pasión, sí dice bastante del año 2046, y, de rechazo, de nuestra visión de la modernidad-posmodernidad, de la ambivalencia propia de la posmodernidad, de su lucidez y de su desolación.

Dije, en efecto, que hay lágrimas pero no hay llanto. Y no lo hay porque en 2046 ya se sabe de la imposibilidad de recordar, ya se sabe que la esperanza de un Juicio final, de un definitivo y auténtico reencuentro, no puede ser satisfecha. No hay llanto, pues, en virtud de esta extrema lucidez. Es bien sabido lo difícil y controvertido que resulta decidir si esta ausencia del llanto es la “alegría del niño” de Zaratustra o, antes bien, la resignación, infinitamente más triste que todo llanto, del autómata insensibilizado.

Pero, en todo caso, la película es una buena película; es justa para con nosotros o para con nuestro tiempo, porque hace justicia a esta incógnita, porque no decide. Dicho de otro modo, la película es buena porque la “mitad” de la acción , de la historia de un fracaso amoroso en los años 60 del siglo xx , de un desencuentro y un olvido, y la “mitad” de la reflexión , de la conciencia de que ya no hay razón ni espacio para temer al fracaso, del saber que posibilita la arrogancia y temeridad de todo “último hombre”, del solitario en el tren del 2046, a diferencia de lo que ocurre en el caso de las dos mitades del autómata, no se componen en la unidad fallida que procede de una mera yuxtaposición, es decir, porque no son simplemente dos mitades;

porque, en todo caso, el protagonista pretende ser el mismo personaje en 2046 y en 1965, porque, como cualquier “romántico”, aspira a la integridad: sólo así se entiende que vuelva, al final de 2046 y a petición de una mujer amada, a 1965 para amar con justicia, para amar por tanto a todos y cada uno de sus amores, para, aún después del 2046, tratar de ser fiel, esto es, para intentar finalmente amarse a sí mismo.

El protagonista sabe y decide que no va a renunciar al ideal, antiguo y moderno, del “ser dueño de sí". El ajuste de cuentas final con su pasado desemboca sin duda en la resolución de mantener la lealtad al recuerdo, esto es, en la asunción de su/el tiempo. La reconciliación final no lo devuelve a ninguna amante, sino precisamente a la historia que lo liga para siempre a todas y cada una de las amadas. La fidelidad a su historia es la lealtad al secreto mismo que es su identidad. El último hombre ya no necesita más compañía que escuche su secreto. Ante la petición de Bai Ling (“Quédate esta noche. Préstame tu tiempo”): “He reflexionado mucho sobre lo que no prestaría nunca. Ahora ya lo sé”. En definitiva, la película es buena porque logra mantenerse a un tiempo en la verdad de la aporía y en la asunción de la imposibilidad de renunciar a superarla. Por eso es un ejemplo más de buen realismo, del mismo realismo de una novela como la Solaris de Stanislaw Lem, del realismo propio de cualquier obra buena de (ciencia) ficción..

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