Desde 2046, como desde la posición del Dios de Leopold Ranke, todas las historias son igualmente dignas, pero, además, en 2046 , como en el entendimiento de todo Dios, tenemos la forma esencial de todas las madres recordadas y anheladas, de la mujer o de la madre, y esta forma es la del autómata. Con ello la madre, la mujer, se revela ya explícitamente, despiadadamente, un imposible, el mero lugar de un perverso silencio (la mujer-robot no contesta, no habla, ni siquiera engaña). Y por eso ya explícitamente, ya a las claras, muestra su condición fragmentada. Se presenta, lo mismo que el hombre cartesiano, como una máquina a la que acompaña un alma; pero, ya sin el Dios cartesiano, como una máquina imperfecta a la que resulta definitivamente imposible ajustar alma y cuerpo (los autómatas sufren el mal del destiempo, lloran con retraso; las lágrimas, que marcan el tempo de toda la película, se ralentizan en los autómatas de 2046, y, precisamente por ello, sólo las del protagonista, la víctima del destierro y del destiempo, se vuelven explícitas y apresuradas). Más allá de que esto diga mucho o poco de la psicología masculina, de su visión de la mujer como objeto y, a la vez, como alma sufriente, que padece y que, por ello, es fuente de pasión, sí dice bastante del año 2046, y, de rechazo, de nuestra visión de la modernidad-posmodernidad, de la ambivalencia propia de la posmodernidad, de su lucidez y de su desolación.
Dije, en efecto, que hay lágrimas pero no hay llanto. Y no lo hay porque en 2046 ya se sabe de la imposibilidad de recordar, ya se sabe que la esperanza de un Juicio final, de un definitivo y auténtico reencuentro, no puede ser satisfecha. No hay llanto, pues, en virtud de esta extrema lucidez. Es bien sabido lo difícil y controvertido que resulta decidir si esta ausencia del llanto es la “alegría del niño” de Zaratustra o, antes bien, la resignación, infinitamente más triste que todo llanto, del autómata insensibilizado.