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Ein Zeichen sind wir, deutungslos (“Un signo somos que nada señala”)

HÖLDERLIN

Everyone kisses a stranger, everytime and everywhere, is a stranger (“Todos besamos a un extraño, en todo tiempo y en todo lugar, es un extraño”)

FRANCOIZ BREUT

 

2046 no responde simplemente al esfuerzo por demostrar la imposibilidad de reencontrar lo perdido en la pérdida originaria. Esta demostración la han llevado a cabo ya muchas películas, muchos libros y, de otra manera, nuestra historia y nuestro presente, nuestra existencia misma. El desgarro que supone la pérdida del origen está tematizado de infinitos modos y en infinitos lenguajes. La fórmula paradigmática en la que esta tragedia, la tragedia, se hace presente en el cine es, a mi juicio, la de la pérdida de la Madre y, por ello, al margen de mis inclinaciones-aversiones respecto al psicoanálisis, es la que ahora utilizaré. Cuando menos, considero defendible que esta formulación del problema puede utilizarse como clave interpretativa para un muy buen número de películas y, ciertamente, de grandes películas y películas que han marcado historia en la historia del cine (desde el cine clásico de Hollywood hasta cintas, hoy ya también clásicas, como la Paris-Texas de Wenders).

2046, digo, trata, antes que nada, de mostrar que la imposibilidad mencionada no deriva del carácter único e irrepetible del objeto perdido en el origen, sino de la inexistencia de tal objeto único e irrepetible; o, dicho de otro modo, del carácter necesariamente ficticio de la Madre, esto es, del “objeto originariamente perdido”. No se trata en esta película, pues, de exponer una andadura marcada por la necesidad del fracaso en la búsqueda del reencuentro, ni siquiera la prueba definitiva de que todo viaje está marcado por tal necesidad, de que tal necesidad es nuestro destino. Como mucho, si se quiere, esto constituye solamente una “mitad” de 2046.

Es innegable, en efecto, que la película nos cuenta la historia de los fracasos amorosos de un individuo en el Hong Kong de los años 60 del siglo xx que se esfuerza por (re)encontrar el amor de su vida, por saber la verdad de su amor, por saber quién le ha amado, quién le amará, y que sufre por el silencio y el fracaso. El número de la habitación frente a la que pasa esos años narrados, el número 2046, es un homenaje al objeto perdido, es un recuerdo y una esperanza: todas sus mujeres habitan la 2046. La amnesia de los amados duele y le duele a todos, duele la propia y duele la del otro (A Lulu: “Es imposible que no me reconozcas”; de Bai Ling: “¿Por qué ya no puede ser como era?”). El olvido y el ser creativo de la memoria hacen daño porque traicionan, porque se cree, pues, en algo que exige legítimamente fidelidad.

Duele, por tanto, nuestra condición finita, duele la temporalidad que nos constituye. Y duele no sólo porque niega la posibilidad de la vuelta atrás sino, sobre todo, porque hace imposible la realización de todas mis posibles existencias y, por ende, la posibilidad de compararlas; la posibilidad, en última instancia, de saber quién es el amor de mi vida, de acceder a mi verdad.

La historia de estos años está estructurada en lágrimas y “toda lágrima lo es de un recuerdo”, y a toda lágrima sigue una pregunta, la nueva búsqueda de una respuesta que acompañe, de un compañero en la verdad: “Tengo un secreto. Ven conmigo”. Y el agujero cerrado en el monte inamovible donde se escondían antaño los secretos, devenido ahora el círculo mudo, formado por los dedos de la madre, que ya no deja de moverse, que se escapa una y otra vez, genera nuevamente una lágrima. La lágrima, pues, es el momento mismo del tránsito, del transitar que somos.

Pero, en todo caso, la exposición de tal andadura y el fatalismo que ella conlleva (“Lo soy [bueno contigo] seguramente por el destino”; “Es importante encontrar a la persona en el momento adecuado, ni antes ni después”) no constituye a la película, no debe confundirse con la película. La otra “mitad” de 2046 expone la conciencia del absurdo, en términos estrictamente lógicos, que supone dicha búsqueda, de modo que en verdad nos salva del fracaso mismo, y a fortiori, también del fatalismo. Cabe el fracaso del desencuentro si y solo si la Madre me niega, y esto presupone efectivamente la entidad e identidad de una Madre. Pero no hay tal Madre, no ha habido ni habrá tal Madre, sólo hay madre-recordada y madre-anhelada. Y el recuerdo y el anhelo tienen constitutivamente carácter plural, polimórfico y, por ello, inapresable.

Paradójicamente esto deviene especialmente perspicuo con el último recuerdo del film, con el flash-back mediante el que retornamos con el protagonista a 1963 para reencontrar la mujer y los tiempos del comienzo del film, la mujer que ya siempre, desde el inicio del film, ha perdido un guante, la mujer que ya siempre, desde el inicio del film, se esconde con otro guante, y, la mujer a la que, aún a estas alturas de la cinta, podemos tener por su primer amor. En un sentido se produce en este recuerdo, con este recuerdo, un reencuentro. Sin duda estas imágenes cierran la película porque cierran el capítulo en el que el protagonista vuelve a su pasado, al lugar del juego y la apuesta que es el casino de Singapur, para ajustar cuentas. Y no sólo reencontramos elementos ya presentes en las primeras escenas, no sólo reaparecen las mismas cartas sobre la misma mesa en el mismo bar con los mismos colores, sino que, además, en este recuerdo, hay beso, un beso al que nunca antes habíamos asistido, que se había escurrido fuera del film. Y el beso es siempre reconciliador, el recuerdo del beso es efectivamente reconciliador.

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