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Antes de continuar, es preciso dejar claro que lo anterior no supone un demérito para el Festival de Valladolid, sino más bien lo contrario: el prestigio y reconocimiento alcanzados por la Seminci invita a que nombres incuestionables acepten o quieran traer sus películas, a la vez que se permite a otros más desconocidos asociarse a ellos e incorporarse al escaparate mundial. En este sentido, este año causó buena impresión el italiano Saverio Contanzo con su Private Espiga de plata, un alegato pacifista ambientado en el enfrentamiento palestino-israelí: de manera realista y metafórica –la casa de una familia palestina es invadida por las tropas judías, y se ven obligados a una resistencia pasiva no bien vista por alguno de los hijos se recrea lo absurdo de la situación, y se hace un rico y matizado retrato humano de unos personajes que entienden el valor del diálogo y la convivencia. La vivienda como metáfora sirve también de marco para Buena vida-Delivery, cinta con que el argentino Leonardo di Cesare se llevó el Premio Pilar Miró al Mejor nuevo director: un joven enamorado verá cómo su casa es “ocupada” por la parentela de su novia, hasta expulsarle prácticamente a él; se trata de una comedia en que el humor permite coger distancia para mirar con cierta ironía la crisis del país austral, y ello con la habitual frescura interpretativa de los actores argentinos aportan. También sorprendió la ópera prima del polaco Greg Zglinski, discípulo de Kieslowski en Lodz, con Todo un invierno sin fuego: un tremendo drama interior de un matrimonio que no logra superar la trágica muerte de su hijita en un incendio, y que atraviesa un periodo convulso en su relación (¡cómo no acordarse de Azul y Binoche!); algunos aún nos preguntamos cómo no se llevó algún galardón, como el de Mejor actor que mereció Aurélien Recoing. Pero aquí se terminan las sorpresas de los primerizos, porque ni el mexicano Fernando Eimbecke (Temporada de patos), ni el peruano Josué Méndez (Días de Santiago), ni el holandés Martin Koolhoven (Sur) convencieron con unas películas que no superan el calificativo de tímido intento de plasmar en imágenes la falta de afectos, la soledad o el desequilibrio interior de unos personajes perdidos en un mundo inhóspito o en su propio interior desequilibrado.

El particular Kusturica ofreció más de lo mismo que ya conocíamos por Underground o Gato negro, gato blanco; presentaba La vida es un milagro, una tragicomedia con historia de amor en tiempos de guerra (serbo-bosnia, lógicamente), construida a base de situaciones extravagantes y personajes excéntricos, con los habituales y personales toques cómicos y una música elaborada por su propio grupo No Smoking Orchestra. El francés Poirier no estuvo al nivel alcanzado en sus obras anteriores, y Caminos cruzados se convierte en una road movie sobre el reencuentro entre padre e hijo distanciados, con destellos de buena planificación pero a la que no logra imprimir fuerza ni ritmo narrativo.

Un tema semejante es el propuesto por Lepage en La cara oculta de la luna, en torno a dos hermanos de vidas y caracteres opuestos que necesitan acercarse tras la muerte de su madre; como el francés, tampoco el director canadiense consigue despegar con esta comedia fuertemente simbólica –y con toques divertidos y a la vez profundos, aunque algo alambicado en su desarrollo sobre la necesidad de conocerse y conocer la realidad más cercana. Por último, en este grupo de los desencantos habría que incluir al experimentado Boorman, que llegaba con una película que resultó fallida (Un país en África) en torno al proceso de reconciliación vivido por Sudáfrica tras el apartheid, con grades actores –Binoche y Samuel L. Jackson- que no logran liberarse de un guión excesivamente rígido y sometido a las declaraciones de inculpación, y a los que se fuerza a vivir un romance increíble.

La cuota reservada para el Dogma'95 la ocupó Annette K. Olesen con En tus manos, un drama sobre la fe, la confianza, el castigo y el crimen –producto típico del país danés– que mereció el Premio Especial del Jurado “por el valor que hace falta para rendirse y poner tu vida en la manos de alguien o de algo que no seas tú mismo”, en una decisión no entendida por muchos de los críticos. María querida , de José Luis García Sánchez, se presentaba como la única película española a concurso: en líneas generales, defraudó, a pesar de llevarse Pilar Bardem el premio a la Mejor actriz por su papel de dar vida a María Zambrano; un guión excesivamente literario e ideológico deriva hacia lo tendencioso al ofrecerse de cauce para unas máximas progresistas que se antojan filtradas e incompletas para lo que era el pensamiento de la mujer andaluza. El norteamericano Jonathan Demme irrumpió oportunamente en la Seminci con El mensajero del miedo, película que denuncia la connivencia entre las corporaciones económicas y el poder político en Estados Unidos, los manejos electorales y la falsedad de una democracia enferma; la rueda de prensa que ofreció fue continuación de ese mitin fílmico, ágil narrativamente y muy bien interpretado, pero que vuelve sobre tópicos mil veces trillados llevando al espectador por un camino previamente diseñado para él. Otro estadounidense pero de distinto cariz, Jarmusch, presentó Coffee and cigarettes , un largo único e irrepetible compuesto a base de once cortos en que, con una espléndida fotografía y un equipo de actores y músicos que se interpretan a sí mismos, da todo un repaso a la modernidad, a sus autoengaños e hipocresías, a las apariencias y a la imagen...: todo un ejercicio de saber hacer cine, con bajo presupuesto y densidad de contenidos.

Últimamente las cintas orientales tienen una presencia necesaria en cualquier festival. A falta de cine iraní o colindante –dejando de lado al israelí Gitai–, esta edición de la Seminci contaba con varias del continente asiático, pletóricas todas ellas de esteticismo visual. Muy esperada era 2046 de Wong Kar-Wai, uno de los últimos innovadores del lenguaje cinematográfico: no defraudó por su hábil manejo del montaje, por su bella fotografía (premiada en esta Semana vallisoletana) y por su reflexión en torno al desamor y al tratamiento del tiempo; pero, junto a esos logros, se aprecia una dependencia de In the Mood for Love , con una estética idéntica y una pérdida de la atmósfera evanescente, etérea y ambigua respecto a aquélla; ahora todo es menos sugerido y más explícito, desde el desencanto amoroso hasta esos encuentros sexuales.

El japonés Kore-eda se esfuerza en Nadie sabe por poner en imágenes positivas y tiernas el hecho real de unos niños abandonados por su madre y la sociedad, en sus intentos por sobrevivir inocentemente y hacerlo con apuntes de felicidad: lo consigue ampliamente gracias a la magistral interpretación de Yuya Yagira, un adolescente ya premiado en Cannes. Y la triunfal Hierro-6 del coreano Kim Ki-duk, que nos dejó una pincelada de poesía en imágenes llenas de expresividad, con pocos diálogos, pero también con un pesimismo aplastante: el retrato del alma de personajes solos y vacíos resulta desasosegante y perturbador, aunque el director dice que “en mi opinión, así es la vida”; ejercicio, por tanto, de talento en el arte de la sugerencia, pero también de nihilismo existencial con tintes budistas.

En un polo opuesto a este cine oriental, hay que situar las películas que sirvieron de apertura y clausura a esta edición de la Seminci. La Semana se abrió con Luna de Avellaneda, de Juan José Campanella, para cerrarse con la exitosa Los chicos del coro, de Christophe Barratier. Ambas coinciden en su planteamiento optimista y esperanzador, en su defensa de una vida apoyada en lo positivo, en la búsqueda de los ideales por encima de lo material o del éxito personal, y en su confianza en el hombre para superar dificultades o problemas coyunturales. La primera lo hace a partir de un club cultural bonaerense –símil de un país en crisis– que no resiste los malos tiempos económicos y la pérdida del sentido de la solidaridad, y que precisa de alguien que crea en él; la segunda, sitúa la historia en un “correccional” francés de posguerra, donde unos chicos difíciles encontrarán en la música y en un vigilante –“músico fracasado, pero no persona fracasada”- la humanidad, el afecto y la confianza necesarios para encauzar sus vidas. Cine muy fresco y popular, emotivo y humano pero no sentimental, de ese “que empuja al espectador a identificarse con un personaje positivo y a salir del cine queriendo ser como él”, en palabras del propio Barratier.

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