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A las puertas de sus Bodas de Oro, el Festival de Cine Internacional de Valladolid (SEMINCI) ha permanecido fiel a sus señas durante la 49ª edición recién celebrada. Tras unos comienzos como Festival de cine religioso y después de valores humanos, pronto buscó su identidad en torno a cineastas que aportasen su propia visión del mundo y del cine –lo que se llama “cine de autor”–, para erigirse más tarde en una Semana que daba cobertura a un cine comprometido con el mundo y sus problemas.

De esta forma, se puede decir que la Seminci apostó por el cine como reflejo de una sociedad donde las injusticias y los atropellos están a la orden del día, y también como cauce de denuncia para alertar a los ciudadanos y autoridades. En cualquier caso, en su casi medio siglo de andadura, Valladolid ha dado cobijo a directores, artistas y público que nada tienen que ver con el glamour hollywoodiense. Voluntariamente ha renunciado al star-system y a la parafernalia de la pura industria, para centrarse en los aspectos más puramente cinematográficos y de conexión con la realidad: por ejemplo, sólo son invitados a la Semana aquellos que tienen también una presencia por medio de sus películas, y nunca si llegan únicamente como reclamo para la prensa. A pesar de eso –o quizá gracias a eso–, la acogida de esta muestra de cine de calidad ha sido incuestionable, al menos a tenor del numeroso público que cada año –y con una fidelidad encomiable– acude a las nueve salas en que se proyectan sus propuestas.

Como en ediciones anteriores, para la Sección Oficial –con 22 películas, 18 de ellas en competición y la mayoría europeas–, su director Fernando Lara ha buscado un equilibrio entre autores consagrados y otros que llegaban con su opera prima: junto a autores de prestigio mundial como Angelopoulos, Kar-Wai, Kusturica o Loach, ha apostado por jóvenes que buscan una rampa de lanzamiento como el italiano Saverio Costanzo, el argentino Leonardo Di Cesare o el polaco Greg Zgilinski. El espacio entre ambos se ha rellenado con directores –que me perdonen por lo de “no consagrados”, pero su pedigrí no llega a los primeros– como Campanella, Poirier, Lepage o la danesa Olesen. Además de lo anterior, para evaluar la apuesta de la Seminci hay que tener en cuenta otro factor decisivo:

su carácter de festival tipo B (sólo se aceptan películas no estrenadas en España, aunque sí se hayan comercializado en el extranjero o presentado en otros festivales de fuera del país): por eso, algunos de los anteriores u otros casos como el japonés Kore-eda llegaban desde Cannes, Berlín o Venecia, o eran ya películas de éxito en taquilla como la francesa Los chicos del coro (Christophe Barratier) con la que se clausuraba la Semana.

Con estos presupuestos, se puede decir que la Seminci trabaja sobre una base segura que le permite apostar por algunos jóvenes desconocidos, a los que catapultar en su carrera cinematográfica. Hay quien dice que los riesgos que asume son mínimos o escasos, que ha perdido el espíritu innovador y descubridor de talentos –que habría recogido el Festival de Gijón– para volverse más conservador y menos audaz. Sea como fuere, al final, la muestra de este año ha deparado un cine de alta calidad, aunque fundamentalmente ésta haya venido de las cintas provenientes de otros festivales y precedidas por críticas favorables: la sorpresa apenas ha existido, por tanto. La Espiga de Oro se la llevó Bin-Jip (Hierro 3), del coreano Kim Ki-duk, uno de los directores de moda: película de gran fuerza visual y calidad cinematográfica, pero ya premiada con el León de Plata al Mejor director en Venecia. Algo semejante ocurría con el japonés Kore-eda, que asombrosamente se fue sin premios, y que en Nadie sabe nos hacía una propuesta audaz y conmovedora que había obtenido el premio al Mejor actor en la pasada edición de Cannes. Por otra parte, tener a Kar-Wai en el Festival, y más con una película al amparo de la exitosa In the Mood for love, era un seguro de público y crítica. Por último, la presencia del griego Theo Angelopoulos con Eleni –primera película de la trilogía sobre la historia de Grecia en el siglo pasado– servía para dar un respaldo al cine como hecho artístico y cultural, aunque estuviera fuera de concurso.

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