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Desde hace poco más de un lustro estamos recibiendo la visita literaria de Harry Potter, el aprendiz de mago que piensa y vive según criterios y costumbres esencialmente inglesas, a pesar de lo que muchos dicen sobre sus vínculos con la New Age o cierto pensamiento mistérico. Pero la tradición literaria en la que se enmarca Hogwarts no es, ni de lejos, la de Tolkien, sino la de aquellos maravillosos Cinco y Siete Secretos, de Enyd Blyton; la de los Hollister; o la serie de relatos de misterio aglutinados bajo el título de Los tres investigadores. Una tradición que sabe a college inglés, que huele a madera y a hierba húmeda, a aventuras apasionantes en las que la magia se entiende como parte esencial de la vida cotidiana. Tal concepción de la magia como realidad profundamente enraizada en lo de cada día es herencia, a su vez, de Chesterton y los autores victorianos y, más atrás, se remonta a Walter Scott, los Románticos y hasta la materia de Bretaña artúrica. Entronca con una época que se hunde en las brumas de la Isla Bienaventurada, en un tiempo en que vida y misterio eran una y la misma cosa. Nos remonta al inicio de todas las cosas que valen la pena.

Las Crónicas de Narnia constituyen un ejemplo particular de este concepto de magia y vida como planos existenciales yuxtapuestos, paralelos, donde uno sirve de umbral para el otro. Los siete libros que componen la serie fueron escritos por Lewis entre 1950 y 1956, siendo el primero de ellos, The Lion, the Witch and the Wardrobe, sin duda alguna el más representativo del páthos general, el más conocido y, quizá, aquél cuyo significado alegórico encierra de modo más coherente e intencional lo que el autor pensaba sobre el sentido sacrificial de la vida de Cristo, su Muerte y Resurrección. A lo largo de las Crónicas, algunos episodios y nombres muestran la influencia de ciertos pasajes de El Señor de los Anillos , obra que por entonces se encontraba en avanzado estado de revisión para ser editada por Allen & Unwin, y que había sido leída públicamente durante las tertulias de los Inklings, en diversos pubs y colleges de Oxford, entre 1937 y 1949. Con todo, las fuentes en las que Lewis bebe están más vinculadas al imaginario de la época victoriana, poblado por aquellas “hadas” shakespeareanas bajo cuyo hechizo cayó incluso Poe, y que tanto llegaría a denostar Tolkien a partir de finales de la década de 1920, a medida que su propia mitología alcanzaba una mayor complejidad y coherencia. También se puede rastrear en ellas la tradición tardomedieval-renacentista de las criaturas que habitan el mundo mágico retratado por Edmund Spenser en su The Faerie Queene, frente a los caracteres inspirados en la tradición del Norte de Europa que hollan los senderos de Beleriand, Númenor y la Tierra Media.

El sobrino del mago es el título que inaugura las Crónicas desde el punto de vista de la cronología interna de la diégesis como un todo, aunque fue publicado en penúltimo lugar, en 1955. Narra las aventuras que viven un niño y una niña, Digory y Polly, tras descubrir unos anillos mágicos de colores, creación de un mago despistado y egoísta, que les permiten atravesar el umbral hacia un universo mágico. Allí son testigos —¡oh maravilla!— del momento mismo de la creación de Narnia por Aslan, el león todopoderoso que gobierna la particular forma en que Fantasía —como mundo posible o secundario, en la terminología de Tolkien— se encarna en la imaginación de Lewis. Durante el proceso de creación de Narnia, la malvada Bruja Blanca es despertada, desencadenando su afán de posesión y dominio absolutos. A partir de ese punto, la batalla está servida y, a través de ella, el proceso de maduración de los personajes y su crecimiento hacia la compleción de todas sus capacidades morales.

A lo largo de las aventuras que tienen lugar tanto en el mundo “real” como en Narnia —algo que también ha influido en la disposición bipolar del universo literario de Harry Potter, donde muggles y seres mágicos conviven en un mismo escenario, mostrándonos la permeabilidad entre ambos mundos, presentados en un mismo nivel de existencia ontológica—, Lewis desarrolla más y más un triple punto de partida esencial: la vinculación primordial entre Aslan y su creación; el odio radical de las fuerzas del mal en su intento de combatir al León; y el papel providente de lo que el autor llama “hijos de Adán” e “hijos de Eva”, como agentes —las causas segundas — de la peculiar noción de “gracia” que se observa en los universos imaginarios que poseen un éthos consistente, comprensible para cualquiera.

Han pasado los largos años, y ahora Disney ha puesto sus ojos en Narnia. La carestía de ideas que aqueja a Hollywood ha forzado a los guionistas a mirar más allá de las fronteras de los paupérrimos Estados Unidos, en busca de algo que valga la pena contar. Tolkien y Lewis les han salvado... de momento. Y, aunque no es mi función hablar aquí de lo que otros tratan con más conocimiento y de manera más cabal en otro lugar, pienso que El león, la bruja y el armario no ha derivado hacia lo mera y exclusivamente espectacular. El director y guionista Andrew Adamson —responsable de las dos entregas de Shrek, y cuyo apellido, curiosamente, se traduce por “hijo de Adán”— ha querido preservar la mirada inocente con que leyó los libros en su primera adolescencia, y más adelante. El trabajo de su equipo de guionistas ha hecho posible que podamos disfrutar de la alegoría de esta historia que trata, sobre todo, del sacrificio y la redención por amor. No se trata, pues, de fantasía. Antes bien, es la vida real. Una vez más, la imaginación creadora arroja su luz sobre la realidad, en un juego de espejos que ya Aristóteles había considerado en su célebre Poética la clave para conceder carta de ciudadanía a los buenos relatos: la verosimilitud, la peculiar credibilidad que nace de la semejanza entre lo que vemos, y lo que somos capaces de desear e imaginar.

Pues, como Tolkien expuso en su poema Mitopoeia (literalmente, “el arte de contar historias”), «el corazón humano no está hecho de engaños/(...) aún creamos según la ley en que fuimos creados (...)», ya que somos imagen y semejanza de un Creador, y como escritores —como artistas en el amplio sentido de la expresión, puesto que cada ser humano es artista de su propia existencia, y de la de los otros— nos atenemos a las reglas de creación de los mundos posibles. Esas normas, para aquellos ilustres oxonienses, procedían del poder subcreador de la(s) palabra(s): lógoi que hacen viable, real, el Lógos como designio creativo, como plan cósmico que se desarrolla según sus propias normas de coherencia interna. Las Crónicas de Narnia, de Clive Staples Lewis, no defraudarán ese afán profundamente humano de emprender un viaje interior de la mano de la palabra creadora — verbum, el Verbo— hasta llegar al fondo de uno mismo. Palabra de Aslan.

 

EDUARDO SEGURA FERNÁNDEZ es licenciado en Historia Moderna y doctor en Filología Inglesa. Actualmente es profesor de Humanidades en la Universidad Católica San Antonio, de Murcia. Autor de tres libros sobre la vida y la obra de J.R.R. Tolkien, su investigación académica orbita en torno al Romanticismo, el grupo literario de los Inklings y los poetas de la Gran Guerra. Tras su colaboración con el equipo de guionistas de New Line Cinema, como consultor en la adaptación cinematográfica de El Señor de los Anillos dirigida por Peter Jackson, ha llevado a cabo estudios sobre el proceso de adaptación de obras literarias a la gran pantalla.

e-mail: esegura@pdi.ucam.edu

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