Han pasado los largos años, y los tiempos han cambiado. La vida ha ido perdiendo, al menos a primera vista, su inmediatez mágica, su radical carácter sobrenatural. Parece que lo prosaico se va imponiendo, como una marea aparentemente imparable, que arrasa a su paso modos de vivir la existencia mirando hacia arriba —al Cielo— y hacia adentro —a la propia alma—. La desaparición de las tertulias en pequeños y tranquilos cafés es uno de tantos síntomas de la pérdida del tempo lento con que aquellos hombres vivían sus existencias, de un modo más pleno, más ancestral. La ausencia de grupos reunidos en torno a temas de conversación e interés comunes, de calado intelectual más o menos profundo, ha quedado rubricada por la proliferación de los nuevos lugares de reunión. En la mayoría de ellos las voces quedan ahogadas por una música que ha devenido ruido ensordecedor, confusión, aturdimiento voluntario. Imposible encontrar en tales lugares paz y sosiego para la conversación y el intercambio enriquecedor.
Por eso, es en este contexto cultural —quizá por contraste— donde autores como Tolkien y Lewis aportan su luz propia. Ellos alumbraron mundos imaginarios que son el de todos los días, transfigurado por la mirada amable y esperanzada de quienes están convencidos de que «no todo lo que es oro reluce» —como escribió Tolkien de Aragorn—, de que hay en la realidad más de lo que aparece a los ojos —Frodo o Sam son dos buenos ejemplos, como lo es Gandalf— y que, por eso mismo, hay que educar la mirada, para que el ser humano aprenda a descubrir la esencia que esconden las apariencias, la Magia de la vida y la verdad inscritas en el alma de cada mujer, de cada hombre. Pues, no en vano, saber mirar implica saber amar. En ese proceso, que dura tanto como la vida misma, cada persona sigue buscando su propio rostro, los ojos que le permitan descubrir quién es en verdad, como sucedía en el mito de Psique —por cierto, y no es casualidad, una historia recontada por Lewis en su obra Till We Have Faces (existe versión española: Mientras no tengamos rostro, publicada por Rialp).
La invención imaginativa traía consigo, para los Inklings, el redescubrimiento de otros mundos que pudiesen arrojar luz sobre éste, que llamamos real. Los relatos devenían, así, hallazgos (del latín invenire, “encontrar, hallar”), nuevos territorios para el conocimiento —para el auto-conocimiento, en primer lugar—. Y de ese modo la metáfora, la radical capacidad de las palabras para designar la realidad que se nos presenta, en expresión de Mardones, “grávida de ambigüedad y polisemia”, convertía la poesía en medio no sólo de goce estético, sino en vehículo de epistéme , de conocimiento. Inventar mundos coherentes implicaba para los Inklings un aumento en la ciencia de este cosmos, y de cada individuo dentro de él. Existir en ellos a través de la lectura suponía llegar a ser más plenamente uno mismo; nada que ver con escapismos o evasiones infantiles en busca de Nunca Jamás. Los buenos relatos eran, para aquellos sabios de mentes perspicaces, vehículos de evasión, recuperación y consuelo, tal y como explica Tolkien en su ensayo Sobre los cuentos de hadas al hablar de los fines primordiales de cualquier buena historia.