En efecto, “apocalipsis” -del griego apo-kalypto- significa “des-cubrir”. La obra de Bergman trata, por tanto, de descubrir cuál puede ser el secreto que aguarda al hombre después de la muerte. De ahí que inmediatamente después de la presentación de un imponente escenario natural –el áspero perfil de la costa sueca– y de dos personajes claves –el Caballero que reza y su Escudero que duerme, cuchillo en mano– se simbolice todo cuanto va a seguir como si se tratara de una partida de ajedrez con la Muerte –otra imagen imponente–, o como si se nos concediera una pequeña prórroga a nuestra vida para que formulemos nuestros últimos deseos.
Un momento central para entender las profundas inquietudes del alma humana cuando sabe que se encuentra ya muy cerca de la Muerte puede ser la confesión del Caballero, cuando profiere frases como: “¡qué va ser de nosotros, que queremos creer y no podemos!”, “yo quiero entender, no creer”... La desesperación del Caballero se hace aquí patente. No parece que haya ningún agarradero. La Nada parece la compañera de la Muerte. El Fin parece Absoluto. No parece que haya Nada después de la Muerte. Y sin embargo: “nadie puede vivir mirando a la Muerte, y sabiendo que camina hacia la nada”, como replica el Caballero. Para añadir: “quiero emplear esta prórroga en una acción única que me de la paz”, una paz que no ha logrado (más bien la ha perdido) entre guerras y engañosas ambiciones de poder. ¿Cuál podrá ser esta “acción única” que se propone realizar el Caballero. Una “buena acción”, como vamos a ver.
Tercer momento de la cinta, que introduce el elemento que falta en el desarrollo anterior: una inocente familia formada por José, María y Miguel (no Jesús). Un hermoso prado soleado donde juega la madre con el hijo, antes de que aparezca el padre, que pronto olvida sus preocupaciones al oír a Miguel. El resto de los personajes, ya conocidos, confluyen el centro de la pantalla.
El Caballero deja oír todavía algunas de las preguntas que le angustian: “la fe es un grave sufrimiento. Es como amar a alguien que está fuera, en las tinieblas, y que no se presenta por mucho que se le llame”. María, sentada junto al Caballero, trata de serenarle y le pregunta por su mujer, por su familia. Ha ido a buscar unas fresas que –acompañadas de leche– le ofrece como hospedaje, en señal de amistad. El rostro del Caballero se endulza a medida que avanza la escena: “Sentado aquí, con vosotros, ¡qué irreales resultan todas estas cosas! Pierden toda su importancia...”. Finalmente, exclama: “Siempre recordaré este día. Me acordaré de esta paz. De las fresas y del cuenco de leche. De vuestros rostros a esta última luz. Me acordaré de Miguel, así, dormidito, y de José con su laúd. Conservaré el recuerdo de todo lo que hemos hablado. Lo llevaré entre mis manos como se lleva un cuenco lleno hasta el borde de leche recién ordeñada. Amorosamente. Me bastará este recuerdo. Como una revelación”.
Destaquemos estas últimas palabras: “me bastará este recuerdo, como una revelación”. ¿Habrá descubierto el Caballero que el secreto de la vida humana está en la compañía, en el amor al prójimo, en la Amistad? ¿Habrá descubierto que Dios no se halla lejano, sino cercano a nosotros, en los demás? Así parece, como se ve en el desenlace que sigue.