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Después de dos años celebrándose en el frío mes de diciembre, el popular Festival de Sitges volvió a las clásicas fechas de inicios de octubre. Desgraciadamente, la climatología no acompañó. Las lluvias y las bajas temperaturas nos hicieron pensar a más de uno que seguíamos instalados en el accidentado diciembre de la pasada edición. Con la normalización de su calendario, el festival vuelve a estar enclavado entre los dos certámenes más importantes del panorama nacional: San Sebastián y Valladolid. Si en el último Sitges felicitábamos a su director Àngel Sala por redirigir la atención del certamen hacia el cine fantástico y de terror –el género para y por el cuál vivía Sitges–, no podemos hacer más que seguir celebrando este hecho. No obstante, se debería potenciar todavía más la presencia del género en la Sección oficial, ya que algunas de las cintas presentadas a concurso eran películas que poco o nada tenían que ver con el fantástico o el terror.

Sitges era reconocido en todo el mundo como uno de los festivales de cine fantástico más populares, y su entusiasta público así lo confirmaba. El cambio de rumbo –con la entrada de estamentos gubernamentales– no le sentó nada bien a la localidad costera y su público. Por suerte, la apuesta por el miedo, la sangre, la intriga y los gritos, están volviendo a colocar al certamen donde se merece, aunque sea poco a poco; seguido muy de cerca por la Semana de Cine Fantástico y de Terror de San Sebastián, que en los últimos tiempos era una versión puesta al día del antiguo y célebre Festival de Sitges.

Como en las últimas ediciones, el cine asiático ha sido el gran protagonista en la mayoría de secciones del certamen, a pesar de que para algún experto la cinematografía de estos países como Corea del Sur, Japón o Taiwán se muestre en retroceso, para entregar su testigo a países como Tailandia o una rejuvenecida cinematografía china; lo cierto, es que si no fuera por la calidad de las cintas asiáticas el nivel global del festival hubiera sido otro muy diferente. Puede que sus propuestas no sean ya tan sorprendentes, pero siempre hay algo de novedoso, fresco, simpático, en las películas que tuvimos ocasión de disfrutar. Ya fuera en la Sección oficial, en Noves Visions o en su propio reducto, la Sección Orient Express, las películas de Asia encandilaron a gran parte del público que acudió a la tranquila Sitges.

A concurso se presentaron nada menos que ocho cintas de diversos países asiáticos. Precisamente, uno de los homenajeados en esta edición del festival fue el director Johnnie To, que presentó su nueva película a concurso, Election (Hak seh wui). Destacable filme, pero menor si lo comparamos con otros títulos de este autor. La historia de las tríadas y sus pormenores resulta apasionante, pero a la vez un tanto tediosa. Personalmente, prefiero las películas de acción de este director, repletas de humor y alucinantes secuencias, donde sale a relucir lo mejor de su depurada técnica cinematográfica. La representación asiática más amplia fue la coreana. Dos de las mejores cintas a concurso eran de esta nacionalidad. La más destacada, y en nuestra opinión la mejor película del certamen, fue Sympathy for Lady Vengeance (Chinjeolhan geumjassi), la nueva cinta del genial Park Chan-Wook que cierra así su particular trilogía sobre la venganza. Si el año pasado este director dejó boquiabierto a medio mundo con Old Boy (2003), su nueva película resulta ser una pieza de orfebrería. De manera sorprendente sólo se hizo con el premio a la mejor interpretación femenina –justamente merecido– dejando sin premio a su autor, que hubiera sido merecedor de ello, en lugar de Johnnie To, por su confusa, aunque estimable Election. La otra cinta coreana que se granjeó la simpatía de buen número de críticos fue la contundente y sensible A Bittersweet Life (Dal kom han in-saeng, Kim Jee-woon). Película de gángsteres deudora del cine de Jean-Pierre Melville y de los maestros americanos. Su elegante puesta en escena, su brillante banda sonora y el excelente trabajo de sus intérpretes hicieron de esta cinta una de las más aplaudidas. La representación coreana se cerró con Voice (Yeogo goedam 4: Moksori, Equan Choe), cuarta y, por ahora, última parte del serial terrorífco-dramático Whispering Corridors. En esta ocasión, el contenido erótico es más elevado, lo que no resta valor a la propuesta, la mejor de la cuatrilogía junto a su segunda parte.

Otro de los habituales a Sitges, el polifacético y desigual Takashi Miike, también estuvo presente en la Sección oficial. The Great Yokai War (Yokai daisenso) se ganó la ira de parte de público y la prensa, aunque no se repitieron episodios como los de Izô (2004), en los que se vio peligrar la integridad de la pantalla del Auditori. Decididamente, las luchas de duendecillos y seres mitológicos de Japón son algo demasiado autóctono y personal como para ser exportado. Aun así, la marciana propuesta de Miike tenía puntos interesantes, como su vestuario, un increíble e imaginativo trabajo. El cine chino también tuvo su momento de gloria, ya que nos regaló dos propuestas diferentes, que se contaron entre lo mejor de la Sección. Por un lado, el siempre interesante Tsai Ming-Liang ofreció un colorista collage en el musical erótico El sabor de la sandía (The Wayward Cloud, 2004). Película original, fresca, atrevida y divertida, que vino acompañada de una cierta polémica, al mostrar sin demasiados tapujos el submundo del cine porno. Afortunadamente, la cinta se estrenará en nuestras pantallas, hecho que no se repetirá con la mayoría de los filmes que pudimos ver en esta y otras secciones paralelas. La otra cinta china, era la producción de Hong Kong Seven Swords (Qi jian) del reputado cineasta de acción Tsui Hark. Inteligente puesta al día de Los siete samurais (Sichinin non samurai, Akira Kurosawa, 1954), es una de las mejores películas de aventuras de los últimos años. A destacar sus escenas de lucha, maravillosamente coreografiadas y rodadas.

La última de las cintas orientales presentadas a concurso fue Shutter (Parkpoom Wongpoom y Banjoing Pisanthanakun, 2004), filme tailandés que ha batido récords de taquilla allí donde se ha estrenado. La película es una mezcla de The Ring (Ringu, Hideo Nakata, 1998), Ju On (Takashi Shimizu, 2000) y otras cintas de terror asiáticas que han creado escuela en estos últimos tiempos. No obstante, sus jóvenes directores le han sabido insuflar ciertas dosis de originalidad y crueldad a la historia, en especial en su desenlace, que hacen de Shutter una película a tener muy en cuenta por los aficionados al género.

Junto a Oriente, Europa copó gran parte de la sección oficial, aunque el nivel de sus cintas fue menor al del contingente asiático. Francia aportó tres cintas, todas ellas parecían estar cortadas por el mismo patrón. Tanto Lemming (Dominik Moll), La moustache (Emmanuel Carrère), como Trouble (Harry Cleven) tenían puntos de partida francamente interesantes; perdían fuelle a mitad de metraje, para acabar envueltos en la pedantería y pomposidad un tanto habituales en las producciones galas de este tipo.

Que le vamos a hacer. La cinematografía británica contó con dos filmes diametralmente opuestos: The Dark (John Fawcett) y The Piano Tuner of the Earthquakes (Stephen Quay y Timothy Quay). La primera cinta es una mezcla de leyendas galesas, niñas salidas de The Ring y producciones al estilo; más la inevitable influencia de El sexto sentido (The Sixth Sense, M. Night Shyamalan, 1999). Sin ser una mala película, está claro que no aportaba nada. Cine comercial bien facturado y poco más. En cambio, The Piano Tuner of the Earthquakes, el esperado debut en el largometraje de los hermanos Quay, fantásticos animadores sinónimos de calidad, poco tiene de comercial. Lamentablemente, el envoltorio de la película es sumamente atractivo: fotografía espectacular, bellísima música, cuidado diseño de producción... Desde un punto de vista formal, la cinta es impecable, no así la historia que nos narra, si es que hay historia. Un nefasto guión condena tan arriesgada propuesta. Esperemos que en su próxima aventura los Quay tengan mejor suerte.

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