LA INVENCIÓNDE HUGO, MARTIN SCORSESE TRAS LAS HUELLAS DE GEORGES MÉLIÈS

Por Carlos Giménez Soria

T.O.: Hugo. Producción: Paramount Pictures, Infinitum Nihil y GK Films (USA, 2011).
Productores: Graham King, Tim Headington, Johnny Depp y Martin Scorsese.
Director: Martin Scorsese. Argumento: basado en el cuento ilustrado de Brian Selznick The Invention of Hugo Cabret. Guión: John Logan. Fotografía: Robert Richardson.
Música: Howard Shore. Diseño de producción: Dante Ferretti. Montaje: Thelma Schoonmaker.

Intérpretes: Ben Kingsley (Georges Méliès), Sacha Baron Cohen (El inspector de la estación), Asa Butterfield (Hugo Cabret), Chloë Grace Moretz (Isabelle), Ray Winstone (Tío Claude), Emily Mortimer (Lisette), Christopher Lee (Monsieur Labisse), Helen McCrory (Mamá Jeanne), Michael Stuhlbarg (René Tabard), Jude Law (El padre de Hugo).

Color – 126 min. Estreno en España: 24-II-2012.


A lo largo de su trayectoria profesional, Martin Scorsese ha combinado invariablemente su oficio de cineasta con la labor de restauración de películas. De este modo, el director estadounidense ha demostrado por partida doble su pasión por el arte cinematográfico, entregándose tanto a la realización de sus propios proyectos como a la reivindicación de filmografías ajenas. Con todo, este veterano cineasta parece haber querido reunir ambas facetas en su última y laureada película: una adaptación a la gran pantalla del cuento ilustrado La invención de Hugo Cabret, publicado por el escritor norteamericano Brian Selznick en 2007. Gracias a este célebre libro de inspiración cinéfila, el popular autor de literatura infantil obtuvo el premio Caldecott. Su traslación en imágenes ha servido para que Scorsese abandonara su habitual tratamiento de la violencia explícita para centrarse en un film dirigido a todos los públicos. Del mismo modo que ocurrió hace casi una década con el maestro franco-polaco Roman Polanski y su particular versión de Oliver Twist (2005), el responsable de títulos tan controvertidos como Taxi Driver (1976), Casino (1995) o El cabo del miedo (1992) pretendía rodar una cinta que su hija de 12 años, Francesca, pudiera ver. Con ese espíritu inocente, ha concebido una imaginativa recreación de la figura del genial pionero francés Georges Méliès (1861-1938), filmada en formato 3D.

La acción se sitúa en el París de principios de los años 30 y narra la historia de un niño cuyo padre es un inventor y fabricante de relojes viudo que, al morir, deja inacabada la reparación de un autómata capaz de escribir y dibujar. El alcoholizado tío Claude se hace cargo del huérfano y le enseña cómo cuidar los relojes de la estación de tren donde él trabaja. Tras el hallazgo del cadáver de Claude, que aparece ahogado en las aguas del río Sena, el inspector Gustav descubre que Hugo es, en realidad, el nuevo encargado de mantener en hora toda la maquinaría. Entretanto, el muchacho comienza a trabajar para el viejo propietario de una tienda de juguetes con el propósito de recuperar la libreta de notas que éste le ha arrebatado. Al mismo tiempo, el chico entabla una amistad profunda con Isabelle, la hija adoptiva del anciano. La joven lleva a cuestas un collar con una llave colgada, que finalmente resulta tener la misma forma que el cerrojo que pone en marcha el mecanismo automático del robot. Hugo sospecha que, detrás de toda esta concatenación de circunstancias, se halla oculto el último mensaje de su propio padre. Sin embargo, la puesta en marcha del autómata revelará un secreto mayor, relacionado con una legendaria figura de los orígenes del cine.

Todo este preámbulo narrativo constituye un relato infantil de ficción, necesariamente concebido con la intención de introducir al espectador en la biografía del mencionado Méliès, ilusionista y pionero fílmico cuya enorme aportación al desarrollo técnico de los trucajes visuales le convirtió en un verdadero innovador en el campo de los efectos especiales. Su habilidad creativa resultó decisiva para la evolución del lenguaje de las imágenes en los albores de la cinematografía. Sus años de actividad como cineasta se extendieron entre 1896 y 1914, año en que las proyecciones perdieron gran parte de su público debido al inicio de la Gran Guerra. Caído en desgracia a causa de la quiebra de su negocio de filmación de películas, este importante padre del séptimo arte se vio obligado a vender sus estudios y destruir los decorados y vestuarios que había diseñado para sus proyectos. Lamentablemente, la mayor parte de su producción –compuesta por más de 500 obras– fue vendida y destinada a la fabricación de productos químicos. Tras 20 años de olvido, se consiguió recuperar afortunadamente un centenar de sus películas, gracias al hallazgo de negativos perdidos y de bobinas en mal estado que fueron posteriormente restauradas. A finales de los años 30, el fundador de la Cinémathèque Française, el mítico Henri Langlois (1917-1977), recuperó la figura de este emblemático pionero y le rindió un entusiasta homenaje en París ante todos los amantes del cine, reivindicando la importancia histórica de este genial creador fílmico.

No obstante, en esta reciente cinta Scorsese prioriza el punto de vista de Hugo Cabret. La aproximación a la figura de Georges Méliès se lleva a cabo a través de la mirada del adolescente y del descubrimiento que éste realiza junto a la joven ahijada Isabelle (personaje que alude a Madeleine Malthête-Méliès, nieta del célebre pionero, que vivió con él y con su esposa Jeanne D’Alcy desde 1925). Aunque Hugo jamás existió en la vida real, el autor de La edad de la inocencia (1993) subordina el contendido histórico y lo articula a través de la perspectiva de la infancia: el mundo de los niños es, por lo tanto, la ventana a través de la cual el cineasta neoyorquino se asoma a la vida y el universo creativo de Méliès. En ese sentido, se trata no tanto de un biopic sobre el realizador francés como de un viaje iniciático a los orígenes del séptimo arte, efectuado desde la óptica de la niñez que adquiere su primer contacto con el mundo de las imágenes en movimiento.

Por otra parte, la reflexión acerca del carácter mágico del lenguaje fílmico, así como su capacidad para generar ficciones, viene articulada por medio de la posibilidad real que otorga el invento del cinematógrafo de plasmar la naturaleza onírica propia de la esfera del subconsciente. Como aparece recogido en una frase del libro escrito por el ficticio historiador René Tabard, las películas tienen el poder de capturar los sueños. Sin duda alguna, en ello consiste el encanto irresistible del universo fantástico que es capaz de ser recreado en una película. Los pioneros del séptimo arte, como el propio Georges Méliès, vislumbraron las extraordinarias potencialidades de este medio expresivo y fomentaron su desarrollo por medio de la imaginación y la invención de recursos visuales. En ese sentido, Méliès fue un hombre de talento evidente, ya que su técnica incorporaba hasta el mismo coloreado a mano de los fotogramas uno por uno. También hizo progresar –como pocos cineastas de entonces– la inventiva gráfica, puesto que cada vez se proponía metas más revolucionarias en el empleo de efectos especiales: la utilización de múltiples exposiciones, la fotografía en lapso de tiempo y la disolución de imágenes fueron sólo algunos de los aspectos que este maestro galo aportó al nuevo arte del siglo XX.

A pesar de todo, el territorio de la ficción tiene sus propias limitaciones. Su choque con la realidad externa a la pantalla resulta durísimo, especialmente cuando se experimenta un éxito tan efervescente como el que Georges Méliès obtuvo en su época. La reciente cinta de Martin Scorsese muestra como un envejecido y retirado Méliès (soberbiamente interpretado por Ben Kingsley) debe admitir, tras dos décadas de condena al ostracismo, que los finales felices únicamente se dan en las películas. Aun así, la propia diégesis del film no trata de ocultar en ningún momento que el público está asistiendo a una auténtica y espectacular lección de dominio cinematográfico de la mano de un Scorsese cuya pasión cinéfila camina tras las huellas del mismísimo Méliès, en este homenaje a la inventiva de toda una era –el incipiente periodo mudo– realizado a partir de las innovaciones desarrolladas en el periodo actual –es decir, el cine en 3D–.

Ese aspecto consigue que la presente obra del veterano director se sitúe por encima de su producción fílmica de la primera década del milenio, destacándola, concretamente, sobre sus cuatro colaboraciones con el actor Leonardo DiCaprio –Gangs of New York (2002), El aviador (2004), Infiltrados (2006) y Shutter Island (2010)–. De todos modos, sus virtudes no alcanzan los logros mayúsculos de las obras maestras de este realizador neoyorquino, quien parece moverse más cómodamente en sus relatos de culpabilidad y redención –Malas calles (1973), Toro salvaje (1980), Casino (1995)–. Nominada a once estatuillas doradas, La invención de Hugo tan sólo se alzó finalmente con galardones de la Academia de Hollywood en cinco apartados técnicos: fotografía, dirección artística, efectos visuales, sonido y edición de sonido. Un homenaje más profundo a la forma y el contenido de la época silente acabó imponiéndose como el fenómeno cinematográfico del momento: la espléndida The Artist (2011), título escrito y dirigido por el cineasta francés Michel Hazanavicius. Todo un lujo para un certamen que generalmente no suele premiar cintas extranjeras en las categorías principales.

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