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La doble vida de Verónica:
Entre el cielo y la tierra, entre la libertad y el destino... bajo la mirada de Kieslowski

Por Julio Rodríguez Chico

 

Hay películas inasibles y etéreas, difíciles de referir con palabras porque su alma flota en el ambiente sin dejarse atrapar, porque sus imágenes se desvanecen entre sensaciones fútiles y pasajeras, porque su materia se configura desde lo efímero para elevarse hacia lo espiritual... y superar así las fronteras del tiempo y del espacio. Son películas que, por mucho que se vean una y otra vez, siempre dejan un sabor nuevo en el paladar y una hondura humana que invita a la reflexión, que calan en lo más hondo del espectador para suscitar emociones sutiles y apenas perceptibles, que respiran un respeto ante el misterio de la vida y un deseo de trascender el mundo de lo contingente. La doble vida de Verónica (La double vie de Véronique / Podwójne życie Weroniki, 1991) de Krzysztof Kieślowski es una de ellas, y quizá la que mejor refleja el espíritu sensible e inquieto del director polaco, y también la vertiente más metafísica y poética de su cine.

Construida a partir de su preocupación por el hombre y su búsqueda de felicidad, esta película bisagra entre su etapa polaca y francesa esconde la realidad que se escapa a la razón ilustrada y al cientificismo del progreso. A Kieślowski le interesa la verdad interior del hombre y su anhelo de libertad, y sabe que aproximarse a ese terreno íntimo e inefable es algo que debe hacerse con delicadeza y sensibilidad, desde la distancia pudorosa y con la discreción más respetuosa. Con esos presupuestos, levanta una doble historia que no es más que una única odisea en busca del amor, en la que su protagonista percibe no estar sola en su propósito y se deja –un poco por curiosidad y otro por necesidad– conducir hasta llegar a puerto... pero no como la marioneta en manos del titiritero ni como los elementos ciegos determinados por el destino o por un demiurgo mecanicista. Para el director de Rojo, la vida es el incierto resultado de la libertad y del azar, entendido éste como la confluencia de los múltiples factores que contribuyen a que el individuo se sienta inclinado por un derrotero u otro en la compleja encrucijada de caminos que se le presentan.

Weronika y Véronique son almas gemelas nacidas el mismo día y en lugares distintos: son como dos gotas de agua o como un haz de luz que se refracta y divide en dos rayos asincrónicos al entrar en contacto con lo terreno –de ahí su inclinación por la música o su afección cardiaca–, pero que sienten una inexplicable e intuitiva conexión entre ellas, sin que medie palabra y sin que se conozcan salvo por un solo golpe de vista en la plaza de Cracovia o a través de una fotografía casual. Ambas están llamadas a un destino trágico... a no ser que la libertad y el amor –constantes en la obra de Kieślowski– tercien en otro sentido y vengan a salvarlas del naufragio. Así sucederá cuando el azar propicie que esas dos vidas se crucen y queden vinculadas para salir de sí mismas... y poder contemplar al otro (por otra parte, el encuentro fortuito de Véronique y Alexandre en la escuela no será si no el primer fruto de esa ayuda inefable). Porque, en Kieślowski, siempre han estado muy presentes esos derechos del individuo y su implicación social, así como la convivencia y el sacrificio personal de unos en orden a un fin superior, o la apertura hacia lo espiritual y el respeto a la vida, y en La doble vida de Verónica esos valores tienen su espacio y su presencia, lejos de la explicitud y la afirmación de certezas incuestionables. Relaciones personales y solidaridad presentes en el cuento final de Alexandre –que viene a recoger la experiencia interior de Véronique– cuando una Weronika de dos años se quema los dedos al acercarse al horno y, casi al instante y sin saber cómo, otra niña en un país lejano reacciona alejando su mano y evitando la quemadura... una acción abnegada que se repetirá años después y que salvará a la francesa Véronique del infarto induciéndola a que vaya al médico, y también conduciéndola al amor.

Por eso, de alguna manera, parece que Véronique vive una segunda vida en la que puede corregir el rumbo, en la que pueda encontrar el amor deseado y no la muerte prematura, en la que pueda decir a su padre “estoy enamorada... de veras” porque las anteriores relaciones no pasaban de ser aventuras pasajeras. Pero para ello deberá buscar y decidir, pensar el significado que encierran el cordón, la caja de puros o la cassette, y confiar en quien tiene al lado... y también en lo que le dice su corazón. de la misma manera, con su afición musical se nos advierte que la construcción de la felicidad no puede estar al margen de las otras voces del coro, ni tampoco prescindir del Hacedor-Demiurgo que la guía por medio de su conciencia... pero que debe respetar los tiempos y opciones que ella se encuentra: merece la pena esperar cuarenta y ocho horas y más, porque la cita con el amor no se puede imponer y hay que acudir libremente, tal y como le dice Alexandre en la cafetería de la Estación de Saint-Lazare. De manera poética y voluntariamente ambigua, Kieślowski mira al más allá y establece cierta empatía entre los espíritus, nos habla de lo más íntimo y de lo más trascendente, y se mueve en terrenos imprecisos para responder a las más profundas inquietudes de la persona. La muerte y el amor constituyen dos principios que avanzan de la mano, y así lo experimenta la joven polaca al sufrir los amagos de infarto o la francesa cuando mira la foto de su alma gemela y entiende el sacrificio exigido para alcanzar ese momento de felicidad con Alexandre en el hotel; una conexión entre la vida y la muerte que llega incluso a unir realidades en el plano, cuando el final de una vida con un fundido en negro al ser enterrado el ataúd de Weronika es seguido por una escena de amor de una desorientada Véronique con su último amor.

Para comunicarse con el espectador, Kieślowski le lanza pistas como lo hace Alexandre a Véronique, y espera atentamente su respuesta para seguir avanzando hacia el final de la historia. Su propósito era realizar una versión de la película para cada país, y darle un final distinto, según la cultura e idiosincrasia del lugar: una pretensión que resultó imposible –sólo se hizo una versión para Europa y otra para América, ésta con un final más explícito– pero que permite entender su concepción del cine como una manera de dialogar con el hombre y ayudarle a plantearse las cuestiones importantes de la vida. Su intención no era otra que empujarle a reflexionar sobre su vida desde lo más sensible y humano, para mantenerle libre en sus decisiones, y dejar suspendida en el aire esa lluvia fina que parece empapar de felicidad a Weronika al inicio de la película, o esos rayos de sol que caen cálidamente sobre el rostro de Véronique... metáfora poética de los afectos que llenan la vida y que llegan sin saber bien cómo. En su origen iba a llevar el título La muchacha del coro, pero finalmente se modificó porque el productor francés Leonardo de la Fuente vio conveniente evitar las connotaciones católico-polacas. Además, se quería hablar de la vida después de la muerte, pero la historia acabó desviándose hacia una subtrama del capítulo nueve de El Decálogo que apenas había quedado esbozada: la de una cantante de ópera, enferma del corazón, que ahora se desdoblaba en una especie de vida paralela de dos mujeres, para así hablar de la vida espiritual, de los presentimientos y de la ayuda solidaria e inconsciente que se prestan. Con más recursos financieros y técnicos que en Polonia, Kieślowski buscó a unos actores capaces de encarnar esa vida de sentimientos y sensaciones, y los encontró en la pareja de Irène Jacob y Philip Volter, tras la imposibilidad de hacerse con los servicios de Andie McDowell y Nanni Moretti.

Como decíamos, la película parece hecha de impresiones y emociones, con instantes en que sus protagonistas experimentan la soledad, la insatisfacción y la tristeza, y otros momentos en que tienen la extraña sensación de que algo va a suceder y de que no están solas en el mundo, con tiempo para cuestionarse su existencia y sus relaciones afectivas o profesionales, con secuencias donde todo se sugiere e intuye pero nada se explicita... porque lo importante sucede en su interior y eso no debe ser expuesto sin riesgo de banalizarse. Es un cine de atmósferas y de sentimientos delicados y profundos, para el que consideraba imprescindible la colaboración de unos actores que asumieran esa inquietud vital, que aportaran su experiencia personal al personaje y que generasen ese clima de sensibilidad e intuición que "invita al espectador a meditar sobre los lazos que nos unen a fuerzas exteriores a nosotros mismos". De esta manera, sus imágenes recogen estados del ánimo y sobresaltos, confidencias en tono de susurro y la enigmática aparición de un personaje (un hombre en el paseo otoñal polaco, o la mujer presente en la prueba musical de Cracovia y también en la Estación parisina) que interpela sus conciencias –recurso al que ya había utilizado en El Decálogo con Barcis– o de una anciana que reclama su atención –como hiciera en Azul o “Rojo–. Son interrogantes con los que Kieślowski se abre al misterio, bien reflejado por el rostro de una Irène Jacob –magnífica durante toda la película– que en la plaza polaca parece estar al margen de la manifestación estudiantil, conmocionada ante la visión de esa joven excursionista que no hace más que sacar fotos... y que le deja la sensación de que una parte de ella se ha ido con el autobús.

Sin embargo, a pesar de esa atmósfera evanescente e indeterminada, la película está plagada de detalles materiales con gran valor metafórico, y que responden al lenguaje cinematográfico de Kieślowski y de toda la tradición cinematográfica polaca. Un ejemplo podemos verlo en cómo Weronika se frota uno de sus ojos con el aro del anillo poco antes de morir, el mismo gesto que repetirá Véronique ya en el hotel, justo después de descubrir el amor de Alexandre: con ello, Kieślowski parece mostrarnos el amor que ambas han alcanzado en ese preciso momento –en el segundo caso después de una búsqueda a tientas–, y que es considerarlo como la única fuerza que les permite ver con claridad la manera de ser felices en la tierra... en lo que será el mensaje esencial de su posterior trilogía sobre los Colores. Una poesía construida con sentimientos y signos que hay que aprender a interpretar, con unos violines que deben afinarse hasta lograr la preciosa melodía final, y con una realidad sólo vislumbrada en su misterio a través de una bola de goma o de unos visillos de encaje. Hermosa es la historia de la marioneta-bailarina que se transformó en mariposa tras el sacrificio (y donde las alas hablan tanto de libertad como de amor), en lo que viene a ser una premonición del arduo camino que Véronique tendrá que recorrer... hasta purificar su amor e intuir quién es realmente ella y quién era esa chica de la Plaza de Cracovia que un día pareció dejar un vacío en su alma.

La presencia de Alexandre es también fundamental en la historia de Kieślowski, tanto en su papel de titiritero como de escritor de cuentos infantiles: quien ha dado vida propia a sus personajes, espera su beneplácito para continuar la historia –lejos de un papel determinista como demiurgo– y desconoce la finalidad última de sus acciones, pues él mismo busca el amor y no sabe bien el motivo por el que da cada paso. En ese camino de búsqueda, envía a Véronique un cordón negro y una cinta de cassette con la coral que su homónima polaca interpretaba al sufrir el infarto, elementos con los que trata de ayudarla para que se conozca mejor (ella se define por sus pertenencias, al vaciar su bolso sobre la cama en el hotel, pero eso no es suficiente...) y se prepare para una nueva vida. Nunca sabremos cómo Alexandre consiguió esa cinta, de la misma manera que tampoco encontraremos una explicación a esos sueños de Véronique con la imagen de la iglesia polaca o a esos rayos que permanecen en su habitación cuando el individuo con el espejo se ha retirado, pero esos enigmas y misterios son parte del atractivo y del encanto de este trabajo sutil y lleno de sensibilidad. Por eso, sin ser consciente, el papel de este contador de cuentos infantiles consistirá en trasladar a esta joven francesa –una niña más que escucha el drama de la bailarina junto a sus embelesados alumnos– la experiencia de Weronika para darle una segunda oportunidad. De ahí que la estructura de la película sea similar en su primera etapa, desde los planos iniciales de las dos niñas contemplando una las estrellas y la nieve invernal y la otra las hojas llenas de vida en primavera, hasta su casual e insospechado encuentro en la plaza polaca, auténtico eje de la película y momento decisivo en la vida de ambas. Con la muerte de la joven polaca, comienza el viaje de Véronique, ahora siempre acompañada por el espíritu de Weronika que ha volado con el travelling aéreo desde el teatro de Cracovia hasta París... en ayuda de su amiga desconocida. Un viaje que tendrá su retorno cuando la francesa vaya a Polonia a conocer al padre de Weronika –en un reencuentro, en cierta manera– y toque con la mano ese tronco de árbol, señal material tan verdadera en su realidad como aquella otra espiritual que experimentó en su interior y que la condujo hasta la libertad y el amor.

Una película repleta de sensibilidad y sentido poético que encierra un mensaje para la vida porque Kieślowski entendía el carácter instrumental del cine al servicio del hombre y de la sociedad, pero que renunciaba a dar una respuesta única a las preguntas planteadas y que rechazaba cualquier moralismo. Una experiencia íntima de quien emplea las formas cinematográficas (cámara subjetiva, importancia del sonido y de elementos con sentido metafórico...) en función de una idea, de quien siempre trató de elevarse por encima de las apariencias –no le sirve esa explicación que da Alexandre sobre el averiguar la reacción psicológica de una mujer... en su nuevo proyecto literario– para preguntarse por lo que realmente esconde un rostro feliz o lo que se oculta tras una firme convicción. La doble vida de Verónica supuso la consagración de Kieślowski al obtener en el Festival de Cannes de 1991 el Premio de la Crítica Internacional y el del Jurado Ecuménico, además de llevarse su actriz Irène Jacob el premio a la mejor interpretación femenina. Por último, especial mención merece la banda sonora de Zbigniew Preisner, apunte decisivo a la hora de crear esas sensaciones suspendidas en el aire y en el tiempo, y que debían llegar desde la Polonia natal del director hasta su patria de adopción... y también hasta un espectador que se sentía transportado entre el cielo y la tierra, entre la libertad y el destino... conducido por el amor y bajo la respetuosa mirada del director.

 

FILMHISTORIA Online, Vol. XXI, nº 2 (2011)

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