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FILM REVIEWS



El árbol de la vida,
de Terrence Malick. El misterio de la luz en la oscuridad

Por Julio Rodríguez Chico


T. O.: The Tree of Life. Producción: River Road Entertainment (USA). Productores: Dede Gardner, Sarah Green, Grant Hill, Brad Pitt y William Pohlad. Director: Terrence Malick. Guión: Terrence Malick. Fotografía: Emmanuel Lubezki. Música: Alexandre Desplat. Diseño de producción: Jack Fisk. Vestuario: Jacqueline West. Montaje: Mark Yoshikawa.

Intérpretes: Brad Pitt (Sr. O’Brien), Sean Penn (Jack), Jessica Chastain (Sra. O’Brien), Fiona Shaw (abuela), Irene Bedard (mensajera), Hunter McCracken (Jack joven), Laramie Eppler (R.L.), Tye Sheridan (Steve).

Color – 141 min. Estreno en España: 16-IX-2011

 

¿Dónde estabas, Dios mío, cuando se murió nuestro hijo? ¿Por qué nos has hecho esto a nosotros, que siempre te hemos tratado bien? ¿Por qué nuestro padre nos hace daño? Son preguntas e inquietudes de los desconcertados protagonistas de El árbol de la vida, película en la que Terrence Malick se atreve a plantear el problema del mal en el mundo, y donde busca el sentido de la muerte en medio del dolor de una familia católica de Texas que acaba de perder a su hijo. Son cuestiones trascendentes y trascendentales sobre el misterio y el sentido de la vida, tratadas por el director con sublime sensibilidad e inteligencia, con la sutilidad y delicadeza de quien sabe que se acerca a temas muy íntimos y difíciles en los que la cabeza no alcanza a comprender los dictados del corazón, y tampoco la realidad de la misma vida. La familia O’Brien tampoco entiende el sentido de la muerte de una persona joven, y duda entre seguir el camino de la naturaleza o el de la gracia, en rebelarse ante Dios o en acercarse a Él con confianza, y de ahí la avalancha de imágenes y recuerdos que nos regalan durante más de dos horas de la mano del hijo mayor Jack.

No hay pretenciosidad, impostación ni grandilocuencia en su discurso, por mucho que la cinta esté plagada de profundas reflexiones y de sentidas oraciones elevadas al cielo, de manieristas movimientos de cámara y marcadas angulaciones. Lo de Malick es sabiduría y humanidad a raudales, sinceridad y modestia en grado eminente, y también poesía y perfección en el uso de la imagen... hasta conseguir una sinfonía de color, música y sentimiento que traspasa el umbral de lo narrativo para arrancar un puñado de sensaciones que se adentran en lo más hondo del espectador. Son fogonazos impresionistas de luces y sombras, presentes en una fotografía con valor metafórico y materia de la misma vida, allá donde los personajes deben separar las alegrías de los sinsabores para descubrir en todo la gloria de Dios. Son inquietudes sinceras manifestadas a media voz por sus personajes en un intento por encontrar paz en la tribulación, y también realidades para la contemplación de la hermosura de una vida no exenta de dificultades -desde las escenas cosmológicas hasta las biológicas y humanas de los recién nacidos o de los jóvenes infantes.

Esa es la odisea que emprenden durante dos horas el primogénito y ya adulto Jack, en un viaje por la memoria y la conciencia, a la búsqueda de respuestas para ese dolor por la pérdida que se ha adueñado de su alma... para terminar comprendiendo que la felicidad está en descubrir el amor -y que donde está el amor, allí está Dios- y aceptar incluso el dolor como un condimento del amor (“te lo entrego a ti, te entrego a mi hijo”, dice al final una Sra. O’Brien inundada de luz y llena de paz, mientras mira al sol). Visión espiritual y trascendente de la vida en la que esa luz divina que abre la película y que intermitentemente la salpica viene guiar a la atribulada familia con un “sígueme”... para atravesar el umbral de la vida -la puerta que da acceso al mar, a la libertad de ataduras terrenas- y ayudarles a descubrir que siempre se han querido... a pesar de los errores y horrores de unos y otros, que Él siempre ha estado con ellos. Para mostrar la dualidad de la luz entre la oscuridad, Malick se va al origen de los tiempos y nos ofrece hermosas e impactantes imágenes de forma y color, con el bien coexistiendo y mezclado con el mal, y también nos muestra cómo el hombre ha sido contemplado y guiado hacia sí por una fuerza superior... a veces de manera velada y misteriosa, pero siempre sabia y amorosa.

Excelente orquestación de primeros planos de rostros que transmiten inquietud y desconcierto, con un hijo cuya mirada refleja la difícil entrada en la adolescencia y la distancia que comienza a producirse con su padre y con la misma vida, o con un matrimonio que sufre los reveses de la existencia y las dificultades de la convivencia. Malick nos presenta a un padre severo y autoritario para quien la disciplina está en la esencia de la educación, y a una madre cariñosa y acogedora que queda en una difícil posición entre su marido y sus hijos... y hace que ambos sean como las dos caras de un mismo Dios de justicia y misericordia, padre y madre a la vez, en correspondencia a la perspectiva dominante en el Antiguo y Nuevo Testamento respectivamente. Con El árbol de la vida se nos regala un hermoso poema visual en que Dios mira al hombre y le pone a prueba -de ahí la cita inicial del libro de Job- pero sin dejarle solo, para decirle que se fíe de Él y que no se atormente con el peso de la culpa ni con lo que no comprende, que trate de descubrir el amor y perdonar. Profundidad espiritual, metafísica y existencial para una vida en que la luz llega junto a la oscuridad, y donde a veces las tinieblas nos impiden ver y gozar de aquella.

Exquisita banda sonora y magnífica dirección de actores, con sobrias y contenidas interpretaciones de Brad Pitt, Sean Penn o Jessica Chastain, para un drama humano en el que sorprende el trabajo del joven Hunter McCracken como hijo distante y necesitado de afecto, en permanente e intensa contradicción ante la realidad que descubre (cada uno de los abrazos a su padre o a su madre son momentos de genialidad, de expresividad intensa y sin palabras). Dos horas de búsqueda en que la libertad es tan protagonista como el amor (de hecho, es en el mar donde los protagonistas se reconocen de verdad como familia), tanto para un director que no impone una única lectura como para el espectador que puede reparar en un aspecto u otro.

Sólo un punto oscuro en esta gran película, y es cierta desconexión del personaje de Sean Penn durante buena parte del metraje -quizá por necesidades del montaje y de reducir su duración- junto a una escena cosmológica excesivamente larga y que dificulta que entremos en la historia... aunque su belleza visual sea fascinante. Pero, con todo, no cabe duda de que estamos ante una película brillante, profunda y abierta, honesta y valiente, artística en las formas y reflexiva en el fondo, única en su especie y merecedora de la Palma de Oro en el último Festival de Cannes. Su circuito no es el comercial ni el de los Oscar por su carácter reflexivo y estético, nada explicativo y más poético que narrativo, pero los amantes del buen cine disfrutarán como nunca porque detrás hay un “autor” con mayúsculas y porque delante una luz misteriosa nos alumbra y da calidez en las oscuridades de la vida.

Si tenemos la oportunidad de asistir a una segunda proyección de la película de Malick, podremos descubrir que no sobra nada en las dos horas largas de duración, que está plagada de pequeños detalles llenos de sentido y en una armonía conceptual y sensorial admirables, que admite muchas maneras de acercarse a ella... cada cual más enriquecedora y placentera. El espectador siempre puede acercarse a la película de manera racional y tratando de descubrir el sentido de cada escena o movimiento de cámara, pero también puede suspender el ejercicio del juicio y dejar que las emociones fluyan... porque el aliento poético y la humanidad que encierra el trabajo penetrarán por todos los sentidos. Algunos pueden calificar el trabajo de Malick como de ejercicio manierista o pretencioso, pero lo cierto es que sus formas sustentan un pensamiento profundo sobre la vida y la felicidad, sobre el arrepentimiento y el perdón, sobre Dios y el alma humana. Y no falta tampoco la sensibilidad exquisita para tratar asuntos muy interiores, y el respeto para mostrarlos sin ofender a la inteligencia del espectador.

Sabe Terrence Malick usar los silencios como nadie para percibir los pasos de los O’Brien por las habitaciones de su casa, para incomodarnos ante la tragedia de la piscina o en esa discusión matrimonial puestas en sordina, para gozar con esos niños que juegan asustando a su madre con un lagarto, para aislarnos con Jack adulto del bullicio en esa reunión empresarial y reflexionar, para escuchar cada una de las voces en off que llegan como susurros a nuestro corazón. Excelente trabajo de sonido y magnífica banda sonora, con el Réquiem que Zbigniew Preisner compuso para el funeral de su amigo Kieslowski, con el Agnus Dei de Berlioz o con la música de Brahms. Visualmente es también un placer el despliegue de luz con que Malick recrea el Big Bang o los primeros momentos de vida sobre la tierra, como lo es ese tono etéreo que transmite la paz que se respira en el Paraíso, o la calidez placentera de la puesta de sol con una madre que encuentra el sentido a su dolor y entrega al hijo fallecido. El tacto también juega su partido en ese descubrimiento de la gloria que rodea a los protagonistas y que Jack debe advertir para volver a Dios. Por eso, en cierta medida, el espectador participa de esas caricias de los O’Brien al recién nacido, o de ese agua refrescante con el que la madre alivia sus pies en el jardín, o siente el bullicio de los niños correteando o mientras arrancan malas hierbas delante de la casa.

Con todo, se puede decir que el oído, la vista y el tacto ayudan al sentimiento y a la razón en su tarea de conducir a la persona desorientada llevándola de la mano, para ayudarla a cruzar el umbral de esa puerta desde la que el Jack adolescente dice “sígueme” al ya adulto. Realmente toda la película se reduce a un flash back de búsqueda y hallazgo, aunque los puntos de vista sean cambiantes... porque todo es un recuerdo del Jack maduro (penetrante y honda mirada de un excelente Sean Penn) que trata de encontrar el momento en que se alejó de Dios, y para lo que ha de desandar el camino de su vida, bajar del árbol hasta encontrar las raíces en lo eterno y permanente. Esas voces y esas imágenes son, en realidad, una oración prolongada y quejosa a Dios, para descubrir que “siempre me has estado llamando”... aunque por muchos años hubiese seguido el camino de la naturaleza, como también había hecho su padre.

Ahora, su conversión pasa por el recuerdo de dos figuras en quienes estaba Dios y a las que invoca con amor y nostalgia: “¡madre!”, “¡hermano!”. Ellos son quienes han de señalarle el otro camino, el divino o de la Gracia, para comprender que “la felicidad se encuentra cuando de vive amando, y se es bueno con los demás”: en esa vuelta a casa reparadora, el Jack adulto vuelve a sentir la caricia y la acogida llena de comprensión de su madre, la sonrisa permanente de un hermano de juegos que no quería pelear ni discutir... porque no le daba la gana hacerlo. Una enseñanza moral que nos ha sido mostrada, sin solemnidad ni orgullo, al inicio de la película con los recuerdos en off de una madre que recordaba lo que le decía la monja en su infancia, o con ese hermano que se fiaba aún con el riesgo de sufrir una descarga eléctrica o el disparo de la escopeta. El Dios de Malick sería, pues, un Dios encarnado, humano, cercano... al que se puede y debe llegar por medio de lo que nos rodea y de la gente querida, y no el Dios que abandona al hombre -a su naturaleza- para que se haga a sí mismo en un ejercicio de voluntarismo y afán de triunfo (ideales del Sr. O’Brien, que un día reconocerá como equivocados, de la misma forma que ahora hace Jack).

Entre rascacielos y rodeado de gente de éxito pero anónima, Jack parece recapacitar e iniciar su vuelta a las pequeñas cosas de la infancia... para recobrar el sentido de la vida. Su rostro serio y amargo se transformará en un gesto de paz y alivio cuando entienda que debe perdonar a su padre y comprender el significado del amor, cuando atraviese el desierto y se purifique de su pasado en huida permanente, cuando traspase el umbral que le acerque a ese Ser que lo dispuso todo para salir a su encuentro desde el Big Bang... aunque a veces no haya sabido reconocerle en el mal que los hombres causaban. Pero, en esta hermosa obra de arte, uno de los principales méritos de Terrence Malick es que habla al hombre y no sólo al cristiano que cree en Dios, que la humanidad de sus personajes entra los sentidos y conmueve cualquier sensibilidad, que nos muestra a alguien con vida propia e inquietudes por satisfacer, que invita a pensar en el camino a seguir sin señalar una única dirección.

Sin duda, habrá quien haya abandonado la sala de cine antes de que hubiera finalizado la proyección, pero pienso que eso sólo puede significa que el espectador de nuestros días está acostumbrado a que se lo den todo hecho sin poner nada de su parte, a que el director sienta y piense por él... y decida cuándo y cómo debe hacerlo desde la butaca, a que se conforme con sentimientos y reflexiones tan epidérmicos como olvidadizos. En este caso, les aseguro que Malick respeta la libertad del que se acerca a su cine, y que sus emociones son hondas y duraderas... porque parten de muy adentro y llegan al mismo cielo.

 

FILMHISTORIA Online, Vol. XXI, nº 2 (2011)

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