|volumen XXI|

|números anteriores|

|staff|

|links|

|contacto|

FILM REVIEWS



Un profeta:
Brutal y depurada historia que deja poso entre películas de barrotes

Por Carles Martínez Agenjo


T. O.: Un prophète. Producción: Why Not Productions / Chic Films (Francia, 2009). Director: Jacques Audiard. Guión: Jacques Audiard y Thomas Bidegain. Fotografía: Stéphane Fontaine. Montaje musical: Alexandre Desplat.

Intérpretes: Tahar Rahim (Malik el Djebena), Niels Arestrup (César Luciani), Adel Bencherif (Ryad), Hichem Yacoubi (Reyeb).

Color – 150 min. Estreno en España: 26-II-2010

 

“Mi única preocupación, y no es fácil, es hacer películas
que lleguen al alma de las personas”.

Así, de forma breve y a modo de cita, declaraba Jacques Audiard sus intenciones cinematográficas. Lo hacía para el periódico gratuito 20 minutos, uno de los menos relevantes del panorama periodístico. Pero no hay prisas en las palabras que Audiard escogió. Es cierto, su cine te llega al alma, te conmueve y te mantiene atento de principio a fin. Y lo hace desde un punto de vista muy distinto al de las películas norteamericanas, con un enfoque nada patriotero… pero nada moral.

Al igual que los productos europeos de prisma social, el realismo y la crudeza son las máximas del cine de Audiard, que en ocasiones lleva al paroxismo con propuestas críticas que radiografían, desde la ficción, una parcela concreta de la sociedad.

Las familias desmoralizadas de la Francia post-II Guerra Mundial y las desestructuradas que tratan de seguir adelante en pleno siglo XXI integraron los contextos y personajes en que Jacques Audiard se ha desenvuelto a lo largo de su –por desgracia– breve trayectoria. En su temprana película Un héroe muy discreto, el director galo ironizaba con acierto sobre la Resistencia francesa, mientras que sus posteriores obras dejarán entrever una fuerte intención de denuncia contra la situación político-social que se ha vivido en Francia durante los últimos lustros. Paradigmáticas resultan la galardonada De latir mi corazón se ha parado y su última película, Un profeta. En ambas, tejidas con pulso firme bajo la agobiante capa del thriller más realista –que según Audiard “desnuda lo humano”– encontramos un elemento común imperante en la obra del cineasta francés. Nada menos que el modo en que éste caracteriza a sus protagonistas: apostando por el retrato de un joven ambicioso y soñador que lucha por salir del lodo en el que ha crecido.
Todo ello, sin olvidarse nunca –a diferencia de James Cameron– de guiones originales, tan capaces de mezclar drama y comedia con el falso documental como de presentar historias intrincadas pero bien resueltas. Ciñéndonos ahora en el aspecto narrativo, un aspecto brillante de Un profeta es su generosa ración de elipsis y diálogos verdaderamente inteligentes, además de numerosas –pero coherentes– subtramas que confluyen en un genial retrato de la mafia más reciente. Asimismo, la carencia absoluta de sencillez que presenta la trama contribuye a dar mayor credibilidad a la fastuosa función a la que asistimos.

También lo consigue, en este sentido, el aspecto visual de la película, gracias a su iluminación, muy natural y europea, pero sobre todo a buena parte de las escenas, que despuntan por su poder desasosegante y estremecedor en una primera parte que capta muy bien la atención del espectador. La causa de ello radica en la textura de la imagen, fría e hiperrealista, que en nada se asemeja a los espectáculos gratuitos del gore y el slasher más salvaje. En otras escenas, de intriga muy lograda, Jacques Audiard logra que los segundos se cuenten como minutos, transmitiendo una sensación muy parecida a la que Al Pacino nos despertó en El padrino, justo antes de perpetrar su primera y brutal vendetta. Un profeta contiene, además, algunos momentos en que la violencia es captada con una puesta en escena tan cuidada, tan artística, que adquiere un cariz asombrosamente lírico.

Y es que nos encontramos –como muchos críticos han afirmado ya– ante una obra mayúscula sobre el crimen y la mafia, con ligero perfume a clásico moderno. El director que debutó en los 90 con Mira a los hombres caer ha compuesto una película cuyos ingredientes principales son la violencia sin tapujos y la sordidez. Pero con trasfondo, pues la historia sirve de metáfora de la sociedad francesa actual al centrarse en una negligente y corrupta prisión habitada por mafias y grupos étnicos que, supuestamente, representan a escala muy pequeña la cruda realidad que se vive fuera de los muros. Una realidad en la que el roce entre culturas, entre ciudadanos locales y allegados, entre el primer mundo y el tercero, está al orden del día.

El argumento de este fresco producto se centra en un joven árabe, Tahar Rahim. Éste ingresa siendo un novato en una especie de jungla disfrazada de prisión en la que sólo sobreviven quienes miran por sus propios intereses y actúan con pies de plomo. En este lóbrego y oscuro lugar, Rahim acabará enfrentándose a los miembros corsos de ese monstruo que dormita entre rejas llamado mafia. Que mata, y obliga a matar. Que con una sola mirada convierte en perros inofensivos a los carceleros del centro. Ante tal situación, mientras los vigilantes incorruptos de prisión aparecen en un segundo plano, profesiones tan necesarias como la del psicólogo o el educador social no dejan el menor rastro en pantalla.

Paradójico resulta, por otra parte, que Jacques Audiard haga un imponente retrato de la mafia, pero acabe desmitificando a sus líderes a más no poder. Esto se ve claramente reflejado con el personaje de César Luciani, jefe de la mafia corsa en prisión, soberbiamente interpretado por el actor Niels Arestrup, que trabaja con Audiard por segunda vez e interpreta aquí a un personaje inolvidable. ¿Por qué? Luciani era un intocable capo ahora senil y recluido de por vida en una cárcel desde la que contempla –con mirada melancólica y asustada– cómo su imperio y poder trastabillan a consecuencia de los cambios que está experimentando la Francia del nuevo siglo. Un país que ya no funciona como el lugar soñado por los gángsters de antaño y que acabará debilitando sus fuerzas. Al mismo tiempo, la Francia de Sarkozy abrirá las puertas del éxito al ciudadano más astuto y cauteloso de las nuevas generaciones, aunque éste proceda de un país y cultura muy distinto al de la hermética nación gala, aunque aterrice en una prisión sin conocer a nadie ni saber en las garras de quién ha caído.

Dentro de este marco de actualidad, Luciani se adentra en una etapa bellamente crepuscular –muy bien dibujada por Audiard– que lejos se encuentra del Chicago dorado en tiempos de la ley seca, o de la Florida ochentera que enriqueció a un sinfín de maleantes cubanos. Por otro lado, en cuanto a personajes protagonistas, el Tahar Rahim de Un profeta nos trae ecos del Tony Montana de El precio del poder –también firmado por De Palma y con un Pacino en estado de gracia– no por compartir la personalidad de Montana, tan chulesca y caricaturesca. Más bien es el carácter arribista, afortunado e insensible lo que une a estos dos grandes personajes del cine posmoderno.

Asimismo, como ya hiciera Brian de Palma en su encarnizada y trágica película, la nueva pieza de Audiard se centra en la pseudo-heroica evolución por la que pasa su característico protagonista –de interpretación memorable– y los oscuros ambientes que lo rodean. El director no concede espacio para la “buena obra del mes”. Ni la moral ni las relaciones puras –como la majestuosa de Robbins y Freeman en Cadena perpetua– encuentran su lugar en un film que sólo quiere explorar el terreno de las iniciativas ilegales y reprobables. Pero donde nada es blanco y negro, sino gris. Tanto por su ambientación y temática, como por su ausencia total de dicotomía. A la película, incluso, le da tiempo a relajar al espectador con momentos puntuales –y nada sobrantes– de humor y ternura.

Por otra parte, Jacques Audiard se sirve de buenos temas, como las grandes posibilidades que tiene la inmigración en el mundo actual, para apartarse del cine francés más nacionalista. El director se levanta así en defensa de la nueva realidad social que está viviendo su propio país. Y lo consigue a través del retrato de Rahim: un zorro afortunado que de tan listo es llamado profeta y en ocasiones acaba rozando el misticismo. Un elemento manifestado a lo largo del film a través de apariciones fantasmagóricas y representaciones oníricas filmadas en una visión túnel con la que Audiard homenajea a la prehistórica etapa muda. Así es como este artesano del cine otorga una connotación casi trascendental al viaje de Rahim hacia la gloria, divinizando su llegada, la de los nuevos y jóvenes mafiosos, en detrimento de los antiguos y marchitados.

Puede que el metraje del film acabe resultando algo denso, que la violencia sepa demasiado amarga y que la intrincadísima trama despiste un poco al espectador acostumbrado al cine comercial. Pero nada de eso impide brillar a Un profeta como la obra de arte que es, ni ensombrece el destacado lugar que ocupa en la historia. Jacques Audiard, su responsable, premiado en Cannes y Berlín, ha creado una de sus mejores películas, en la que violencia y sensibilidad no tienen porqué estar reñidas; en la que el tiempo cinematográfico se detiene para marcar un antes y un después en el campo de los dramas carcelarios.

 

FILMHISTORIA Online, Vol. XXI, nº 1 (2011)

|volver a Número 1|


Grup de Recerca i Laboratori d'Història Contemporània i Cinema