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FILM REVIEWS



También la lluvia:
La tensión existencial entre arte y vida

Por Juan Pablo Serra


T. O.: También la lluvia. Producción: Morena Films (España, Francia y Méjico, 2010). Productor: Juan Gordon. Directora: Icíar Bollaín. Guión: Paul Laverty. Fotografía: Alex Catalán. Música: Alberto Iglesias. Diseño de producción: Juan Pedro Gaspar. Montaje: Ángel Hernández Zoido.

Intérpretes: Luis Tosar (Costa), Gael García-Bernal (Sebastián), Juan Carlos Adurivi (Daniel), Karra Elejalde (Antón/Cristobal Colón), Carlos Santos (Alberto/Bartolomé de las Casas), Raúl Arévalo (Juan/Antonio de Montesinos).

Color – 104 min. Estreno en España: 5-I-2011

 

A principios de año, este último trabajo de Icíar Bollaín (Te doy mis ojos, Mataharis) ganó seis medallas del Círculo de Escritores Cinematográficos y tres premios Goya. Fue seleccionada por España para los Oscar, pero finalmente no estuvo entre las nominadas en la categoría de mejor película de habla no inglesa. Tanto da. Estamos ante una cinta interesante, valiente y valiosa, que merece la pena ver y reflexionar. Veamos por qué.

La acción arranca en los alrededores de Cochabamba, en Bolivia, a donde se desplaza en abril del 2000 un equipo de cine hispánico para rodar la historia del desembarco de Colón en América y lo que siguió a tal descubrimiento: la explotación de los recursos materiales de las Antillas, la práctica esclavitud a que se sometió a la población indígena y la enérgica reacción de unos pocos dominicos ante estos abusos. Pero el rodaje se complica cuando estalla “la guerra del agua”, que es como se conocieron entonces las protestas por la privatización del abastecimiento del agua municipal en Cochabamba. A la tensión social, política y policial que se apodera de la ciudad en pocos días, se añade el hecho de que Daniel, uno de los actores locales —fundamental para la película—, se implica de modo activo en las protestas, poniendo en riesgo la finalización del rodaje e incluso su propia vida.

Como se puede deducir por la sola lectura del argumento, También la lluvia alberga tres películas en una: por un lado, está la película de ficción sobre Colón, los indígenas y la conversión de Las Casas tras escuchar el famoso sermón de Montesinos, que fue el germen del guión que Paul Laverty (habitual colaborador de Ken Loach) comenzó a escribir hace ocho años y que, en la película, Bollaín visualiza en imágenes de gran fuerza e intensidad. Por otro lado, está la película sobre la película, esto es, la película sobre la filmación de esta historia, que pivota sobre la figura del director del film —Sebastián, un joven e idealista realizador mejicano— y el productor de la cinta —Costa, un “solucionador de problemas” español tan pragmático como falto de escrúpulos—. Y, por si fuera poco, además está la película social sobre la protesta de los bolivianos por la subida de los precios del agua.

Todo esto sólo quiere decir una cosa, y es que estamos ante una película compleja. Compleja como reflejo de la Historia —que, en un cierto sentido (hegeliano), avanza a base de conflictos— y de la historia reciente, que muestra que la liberalización de servicios públicos no es un asunto neutro, meramente técnico o fácil de resolver, y que, al mismo tiempo, denuncia las injusticias de nuestro tiempo donde —por relegar ciertos asuntos en manos de tecnócratas o del mercado— incluso los bienes más básicos deben ser peleados. Posiblemente, la película sea compleja también como reflejo de conflictos personales entre Bollaín y Laverty —pareja en la vida real y padres de tres hijos—, el productor Juan Gordon —que ha hecho una apuesta monetaria arriesgadísima— e incluso los actores Luis Tosar y Gael García Bernal —a quienes toca interpretar personajes no siempre simpáticos—. Desde luego, si hay algo que el espectador absorbe o percibe inmediatamente en los fotogramas de También la lluvia es la presencia de una mentalidad “dialéctica”, que de un modo constante enfrenta entre sí distintos planos de realidad, personajes y situaciones. Este afán por buscar opuestos puede resultar molesto en la aproximación del film al tema histórico, pues si bien los explotadores del pasado (notoriamente, Colón) son descritos de un modo tajante, en cambio los explotadores del presente sí son matizados. Sin embargo, como veremos más adelante, Bollaín y Laverty son bien conscientes de las limitaciones que conlleva este acercamiento dialéctico a la realidad.

Y es que, puestos a ir al fondo, la película es compleja como reflejo de una tensión más profunda y más permanente entre el cine… y la vida. Ciertamente, los sucesos que aparecen en el film tienen entidad propia y se prestan a un debate más pormenorizado. Por ejemplo, es discutible la lectura filo-marxista de la Historia en clave de explotadores-y-explotados con que la película mira la colonización (aunque los testimonios de la época, sobre todo los de Las Casas, sí hablan de los abusos y la codicia de los españoles). También es matizable la crítica al modelo económico neoliberal implícita tanto en las apariciones de los silenciosos e insensibles empleados de la compañía transnacional que se adjudica el servicio municipal del agua, como en la sumisión del gobernador de Cochabamba al poder económico (si bien, la crítica más general que la película lanza hacia la lógica mercantilista en el trabajo es de lo más justa y necesaria). Asimismo, es muy pertinente preguntar si la guerra del agua afectó sólo a la población desprotegida, como aparece en pantalla, o si fue más bien un problema que afectó y movilizó a todos los sectores sociales.

Pero quedarse en esto, siendo legítimo, es no ver que quizá la tensión que subyace al film no procede de estas cuestiones, sino que va más allá, pues es la misma tensión antropológica que se adivina en preguntas como ¿es el arte un lujo? ¿es superfluo? ¿podemos hacer cine cuando un pueblo no tiene ni agua? En el punto decisivo del film, Costa se ve en la tesitura de trasladar el equipo de rodaje a una población alejada del conflicto del agua o, por el contrario, ayudar a una madre cuya hija yace herida en un hospital en medio de la agitada Cochabamba. En la respuesta de Sebastián (“este conflicto pasará, pero nuestra película quedará para siempre”), se adivina la tensión a la que me refiero y que, formulada en forma de pregunta, sería ¿podemos aspirar a lo eterno cuando hay asuntos más… urgentes?

Salvando las distancias, es el mismo problema que C. S. Lewis planteaba en la conferencia que pronunció en 1939 sobre “El aprendizaje en tiempos de guerra” cuando, referido a la Universidad, preguntaba directamente a su público: ¿tiene sentido buscar el saber en tiempos de guerra, sin conocer la probabilidad de terminar esta tarea y cuando hay otras urgencias? Como se ve, no es una cuestión menor, pues la respuesta nos obliga a comprender quiénes somos y para qué estamos hechos, y a asumir que el ser humano es constructor de Historia y transformador del mundo. Es decir, pareciera que lo primero a que está obligado el ser humano es a vivir y mejorar las condiciones de la existencia… pero ¿podría hacerlo sin ideas y proyectos inspirados por la imagen de un mundo mejor? ¿no es precisamente el arte o la capacidad estética lo que posibilita imaginar esto?

La relación entre la vida y la ficción que aparece en el film es sumamente dramática. De ahí que las escenas clave, para quien esto escribe, sean dos. Por un lado, el momento en que Antón se lamenta en su habitación de que en el guión no haya espacio para que su personaje, Cristóbal Colón, pueda expresar sus dudas y zozobras. Y, por otro lado, el momento escalofriante en que Sebastián explica a un grupo de madres indígenas que, en la escena que toca rodar a continuación, deben ahogar a sus hijos en el río y aquéllas se niegan. Por más que lo que van a hundir bajo el agua sean muñecos, son incapaces de imaginar la sola idea de hacer lo que esto representa. Al no entender Sebastián su negativa, Daniel será firme: “hay cosas más importantes que tu película”.

Son dos escenas muy significativas. En la primera, se denuncia en cierto modo la limitación de la ficción para reflejar la vida con su infinita variedad y riqueza de matices. Paciera que la vida, tal como es, no puede traspasar a la ficción, concebida como un artificio que forzosamente debe simplificar las cosas que narra. Pero, por otra parte, pareciera que tampoco la ficción puede acceder a ciertas partes de la vida, pues, como le ocurre a Sebastián, su empeño por registrar un hecho histórico cierto desde la ficción se topa con la negativa de aquellas mujeres y su convicción de que hay ciertas cosas que —por más que sean verdad— no merecen ser revividas ni representadas en cine.

Esta dicotomía entre cine o vida aparece por todas partes a lo largo del film. Y desde distintas posiciones, todos optan por una o por otra. Es la visión de las autoridades, que entienden que el cine tiene su espacio, pero cuando se dice “¡corten!” empieza la vida con sus exigencias y restricciones (ver la escena en que la policía arresta a Daniel nada más terminar su escena). Es la visión del director del film, Sebastián, que lo expresa con claridad durante el casting, “la película es lo primero, siempre”. Es la visión de los actores que, dependiendo de las circunstancias, eligen el cine (y se identifican con sus personajes de un modo apasionado) o la vida (pidiendo un billete para volver a casa cuando estallan las protestas). Es la visión también de los extras locales, que claramente eligen la vida, pues para ellos el cine es sólo un medio de conseguir dinero para ir tirando. Y, curiosamente, esta separación radical entre arte y vida la comparte la gente del oficio del cine, obligada a elegir entre la profesión y la vida personal (“este oficio jode las familias”, dirá Costa, tras mencionar que tiene un hijo de 14 años a quien no conoce).

Esta tensión —fácilmente trasladable al problema de la relación entre pensamiento y vida— se presenta en el film como permanente y, afortunadamente, en la pantalla no se pronuncia ninguna solución teórica a este problema. Pero sí se soluciona de un modo existencial. Es decir, se ve que cabe una síntesis entre cine y vida. Y se ve, sobre todo, en aquellas secuencias donde queda claro que el cine afecta a la vida: la escena de las madres en el río o el visionado del material diario por parte de Belén, la hija de Daniel, y su reacción a la escena en que ella aparece (“es una escena triste pero interesante”) donde se advierte que la niña no separa cine y vida sino que las une (es una escena triste por lo que cuenta, pero interesante por lo que me ilumina en mi propia vida).

Además, la solución existencial al dilema “cine vs. vida” se deja ver en la propia maduración del personaje de Costa. Cuando, al final del relato y ya sofocada la guerra del agua, todo parece indicar que la cancelación del film es irreversible (los inversores abandonan el proyecto, los actores vuelven a España, el equipo se desentiende de la película), Costa dirá casi de pasada que piensa “ayudar a Sebastián, como sea, a terminar el film”. Parece una línea menor, pero constituye toda una declaración de intenciones que, en el contexto del film, se acerca a la idea que recoge Lewis según la cual ni la vida con sus urgencias obliga a dar todo nuestro ser ni el arte ocupa por completo la vida de cada uno. A primera vista, el cierre literal del relato va en la línea de esta conclusión “práctico-realista” de corte anglosajón —que, por ejemplo J. H. Newman hereda de Cicerón— según la cual sólo después de satisfacer las necesidades materiales y liberarnos de las preocupaciones de la vida (o sea, sólo después de asegurar la supervivencia), nos sentimos atraídos por el saber y lo maravilloso. Y, ciertamente, cuando Costa se topa de frente ante una situación extrema que reclama su participación personal sería inmoral ponerse a pensar en hacer arte. Pero es justamente lo que la película quiere enfatizar: que, en la vida, no hay por qué elegir entre una cosa y otra. Aquí es donde Laverty y Bolllaín rompen la hermenéutica del enfrentamiento dialéctico. Pues, tal se observa en la trama, se puede ser artista y, a la vez, un ser humano comprometido. Y se puede porque, como concluía Lewis es la conferencia referida antes

Nunca han faltado motivos razonables para dejar de lado toda actividad puramente cultural mientras se evita un peligro inminente o se corrige una injusticia grave. Sin embargo, desde hace mucho tiempo la humanidad ha preferido hacer caso omiso de esos motivos, deseosa de encontrar el conocimiento y la belleza en el presente, sin esperar un momento propicio que nunca llega.

Para hacer arte no hay que “evadirse” de la realidad, sino vivir en ella y vincularse al mundo presente con intensidad y reflexividad. Es decir, con todo lo que somos: inteligencia, voluntad y afectividad.

El único reparo que cabría poner al film es que, aunque la historia tiene interés humano y social y su argumento “engancha”, el dibujo de los personajes principales no está tan logrado como cabría esperar. Ciertamente, se ve una evolución en Costa, que pasa de considerar que el conflicto del agua “no es mi problema” a atender la petición de una madre que le reclama “sólo tú puedes ayudarme”. También se observa una cierta involución en Sebastián, que empieza siendo idealista (quiere rodar la historia de la voz de la conciencia contra un imperio) y un tanto ingenuo (“hay que contar todo lo que pasó”) y acaba aislado del resto. Pero la relación que debía quedar mejor perfilada y que más atrae al espectador, que es la de Costa con Daniel —indígena, padre de familia, “peleón” y superviviente nato—, apenas está sugerida por miradas y unos pocos diálogos cortantes y tirantes, con lo cual no se observa ni es creíble el surgimiento de una amistad en ellos que justificase de algún modo el abrazo final con que se despiden. Y, lo que es peor, esta falta de desarrollo en los personajes debilita el momento crucial del film —cuando Teresa ruega la ayuda de Costa para ir a buscar a su hija herida—, pues parece que, de repente, Costa reniega de su “viejo yo” para adoptar una postura comprometida ante la realidad que no está del todo justificada por sus actos anteriores.

En todo caso, se trata de un defecto no menor pero sí sobradamente compensado por la puesta en escena, la siempre evocadora música de Alberto Iglesias y las excelentes interpretaciones de Karra Elejalde y Luis Tosar.

 

FILMHISTORIA Online, Vol. XXI, nº 1 (2011)

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