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FILM REVIEWS



Cisne negro:
Danzando sobre la cuerda floja

Por Daniel Seguer


T. O.: Black Swan (EE. UU., 2010). Producción: Fox Searchlight Pictures, Phoenix Pictures, Protozoa Pictures y Cross Creek Pictures. Productores: Scott Franklin, Mike Medavoy, Arnold Messer y Brien Oliver. Dirección: Darren Aronofsky. Guión: Mark Heyman, Andrés Heinz y John McLaughlin. Fotografía: Matthew Libatique. Música original: Clint Mansell. Diseño de producción: Thérèse DePrez. Montaje: Andrew Weisblum. Diseño de sonido: Brian Emrich y Craig Henighan.

Intérpretes. Natalie Portman (Nina Sayers), Mila Kunis (Lily), Vincent Cassel (Thomas Leroy), Barbara Hershey (Erica Sayers), Winona Ryder (Beth Macintyre), Benjamin Millepied (David), Ksenia Solo (Veronica), Kristina Anapau (Galina) y Janet Montgomery (Madeline).

Color – 108 min. Estreno en España: 18-II-2011

 

No puede negarse que Darren Aronofsky es un cineasta de una marcada personalidad, cuyos largometrajes siempre han espoleado las retinas de los espectadores, tanto en lo relativo a temáticas como a puestas en escena. Sin embargo, arrastra desde la mitad de su filmografía un agotamiento creativo que constata la lejanía entre sus dos primeras cintas y sus hermanas menores. El director sorprendió a crítica y público con Pi, fe en el caos (1998), opera prima protagonizada por un matemático y su fórmula de estimulantes aplicaciones pecuniarias, pistoletazo de salida para persecuciones y presiones que acentuarán su carácter neurótico en oscuros hábitats claustrofóbicos. Si la puesta en escena era uno de los reclamos de Pi, no lo fue menos en Réquiem por un sueño (2000): la iluminación volvía a ejercer su protagonismo, pero donde antes transitaba un desgarrado blanco y negro, ahora lucía una estética de videoclip para vehicular varias historias sobre la drogadicción (ilegal y legal). Temáticas hostiles acordes a estéticas arriesgadas que encontraron en La fuente de la vida (2006) y El luchador (2008) a sus fallidas sucesoras. En el caso de la primera porque su temática disparatada aborta cualquier posibilidad de éxito: una mujer de hoy en día enferma de cáncer con “vínculos esotéricos” con la América precolombina. Y, en el de la segunda, porque sustentar un proyecto en el hecho de que tanto el personaje principal como el actor que lo encarna hayan tocado fondo en sus respectivas trayectorias profesionales garantiza un mínimo de morbo promocional, pero no de calidad. Mickey Rourke es el encargado de poner rostro a un mito de la lucha libre, hinchado de esteroides (y Botox), que subsiste de los recuerdos; un actor, recordemos, destinado a grandes cotas dramáticas tras salir del Actors Studio. Su quinta propuesta, Cisne negro, ha despertado un gran interés, pero ¿a qué Aronofsky nos encontraremos?

A lo largo de su carrera, el cineasta ha demostrado su gusto por personajes tortuosos, con profundos dramas personales, y en este caso no iba a ser una excepción. La obsesión de una bailarina por ser elegida como cabeza visible de una nueva adaptación de El lago de los cisnes, de Piotr Ílich Chaikovski, por el New York City Ballet acabará por precipitarla al vacío perceptivo en las relaciones personales. Víctima de las frustraciones maternas, de la exigente disciplina del director de la compañía y de su propia obsesión, sazonada con brotes esquizofrénicos, el personaje que encarna Natalie Portman pierde el control de su vida al cruzar la línea que separa la autoexigencia del sometimiento a dicha disciplina: al convertirse en su propio verdugo, la pulsión interna que padece acabará devorando la psique de su portadora. Bajo estas premisas argumentativas, qué duda cabe que la elección de Portman es todo un acierto, no sólo por sus contrastadas dotes interpretativas, sino porque la fragilidad que transmite su rostro acentúa el interés hacia este peculiar descenso a los infiernos. Además, más allá de algunas resoluciones con el software adecuado, la solvencia con la que la actriz se desliza a lo largo del film es digna de elogio. Enfrente, una fisonomía curtida en numerosos papeles de sufridos caracteres, la del director del ballet: Vincent Cassel. La previsible dialéctica inicial creada entre ambas presencias se verá truncada cuando el personaje de Portman devore las jerarquías sociales en todos los ámbitos de su existencia. Las actitudes dejarán de corresponderse con la delicadeza y rudeza de los respectivos rostros para articular un nuevo microcosmos de caóticas consecuencias. El tránsito del cisne blanco al cisne negro está servido.

En el terreno de lo estético, Aronofsky sabe cubrir el lienzo con las pinceladas adecuadas. Sin ser un ejercicio estilístico destacado, la firma del director se torna reconocible en diferentes ocasiones a lo largo de una cinta que transita equilibradamente entre el producto comercial y la iniciativa personal. Sin embargo, muchos son los excesos que desentonan a lo largo del metraje: algunos por no aportar nada novedoso, ya que han sido recursos utilizados en el pasado con mejores resultados; y otros, por la ausencia de mesura en su reiterada aplicación, hecho que los torna innecesarios. Ambas cuestiones se perciben en las transformaciones que acompañan simbólicamente la evolución del personaje de Portman. Así, por ejemplo, todo y que los trastornos psicológicos son diferentes, la escena de la pared repleta de cuadros con rostros parlantes evoca las grietas de las paredes de Roman Polanski en Repulsión (1965); y por lo que respecta al segundo aspecto, la mutación de ciertas partes de su anatomía en cisne –obviando que se trata de un hecho predecible desde el principio– abusa de un glosario de demostraciones que dejan de inquietar al espectador por un efecto de saturación. Por otro lado, el desdoblamiento de personalidad que acompaña a la metamorfosis de cisne blanco a cisne negro se apoya en tramas de un guión que sigue incurriendo en torpezas análogas. Acudir al sexo o las drogas como vehículos que posibilitan el tránsito existencial entre ambos colores, además de ser intereses históricos del cineasta que no aparecen bien diseccionados, son argumentaciones estereotipadas que, a estas alturas de la película, sorprende que se sigan utilizando de un modo tan maniqueísta. Aunque, claro está, es de sobras conocido que se trata de una receta con poder de convocatoria en la taquilla. Hay que hacer hincapié en que la protagonista que nos ocupa ya demuestra síntomas esquizofrénicos antes de adentrarse en la espiral autodestructiva, es decir, en que el desencadenante de su declive es un embrión que germina en su interior (aunque las drogas puedan acentuarlo) previamente a desordenar su “modélica vida”.

En un trasfondo más anecdótico, llama la atención el papel destinado a Winona Ryder, primera bailarina de la compañía que, obligada por los imperativos de la edad, debe ceder su puesto a otras zapatillas seleccionadas de entre un mar de egos. La elección de Ryder para ese personaje, caída en desgracia tras sus reiterados problemas con la cleptomanía, permite vislumbrar un paralelismo con la de Mickey Rourke en su anterior film. Se pone de manifiesto un nuevo interés por parte del realizador, junto a las temáticas ya clásicas de su filmografía (alteridades psicológicas de sus personajes, autóctonas o inducidas), el de las celebrities degradadas al ocaso profesional.

En definitiva, Cisne negro es una cinta convencional y artificiosa que se beneficia de la excelente interpretación de Natalie Portman y de solitarios movimientos de cámara que la acompañan cuando danza sobre el escenario. Un planteamiento interesante se escurre entre las manos del director del film ante la imposibilidad (y la innegable dificultad) de hallar una nueva manera de exponer una temática tan universal y eterna como interesante. De modo que, ante la pregunta de qué Darren Aronofsky nos encontraríamos en su último trabajo, me temo que el que deambula por la senda de su segunda etapa como realizador. Quizás debería estar más alerta ante los reflejos que le devuelven los espejos.

 

FILMHISTORIA Online, Vol. XXI, nº 1 (2011)

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Grup de Recerca i Laboratori d'Història Contemporània i Cinema