Lágrimas de desolación entre gritos desgarradores son las que se le escapan a Eleni en el último plano de la película. Auténtica lección de cine y de historia la que nos ofrece el griego Theo Angelopoulos, en la primera parte de una trilogía sobre la Grecia del siglo pasado, construida sobre el desencanto vital, y recogida entre atmósferas de nieblas y gélidas aguas. El paisaje desnudo e inhóspito, una puesta en escena esteticista y el uso magistral del plano-secuencia convierten esta epopeya en un fresco impresionante del periodo de entreguerras, a partir del drama vivido por una pareja de enamorados obligada a vagar por una tierra ingrata.

A modo de prólogo, asistimos a la llegada a Salónica de un grupo de griegos, cuando en 1921 los bolcheviques han invadido Odessa: entre ellos están los niños Alexis y Eleni, huérfana acogida por los padres del primero. Años después, vemos que el amor surgido entre los jóvenes ha traído al mundo a dos gemelos, que éstos son dados en adopción, y que la pareja huye del poblado cuando el enviudado Spyros –padre de Alexis– trata casarse con la propia Eleni. Comienza una odisea y un vagar por tierras griegas, perseguidos por el destino que les aleja de la felicidad, bajo la forma de lucha sindical o movimiento falangista, o por la guerra que asolará Europa y que dividirá a la población griega, con un Alexis acordeonista que siente de continuo la sombra de un padre deshonrado. Y al fondo, el sueño americano... que hasta puede resultar un espejismo.

 

La mirada de Angelopoulos es la de un poeta y la de un artista, pero también la de un hombre sabio que contempla cómo el odio, las rencillas y los intereses personales agostan el futuro de la juventud y oscurecen la blancura del amor. La composición equilibrada y cuidada de cada uno de sus planos, con la dificultad que implica el movimiento de cámara al generar los largos planos-secuencia; la fotografía de fuertes contrastes a los que da un contenido existencial, y con un paisaje desnudo que habla de la soledad y tristeza de sus personajes; el profundo sentido metafórico de sus imágenes visuales, con unas sábanas blancas manchadas de sangre o un río que se desborda y lo destruye todo; la música popular griega, con preciosos acordes de guitarra, violín o acordeón, que otorga un fuerte carácter costumbrista e intimista a la historia. Todo ello y un ritmo contemplativo, reposado e interiorizado, hacen que estemos ante una auténtica obra maestra.

La historia de amor y de imposibilidad de alcanzar una vida estable está encarnada con fuerza y sobriedad por unos intérpretes que hacen suyo el drama, que miran el mundo que recorren con tristeza y desolación. Por sus ojos nos dejan ver una sociedad que lucha por alcanzar su identidad, que no logra desligarse de sus supersticiones, que sueña con emigrar al otro lado del Pacífico y que mira al pasado con nostalgia. Es la historia de Grecia, que ahora inicia Theo Angelopoulos, con una cámara que observa desde la distancia, que recoge un sentir, que se empapa de cierto escepticismo y tristeza al ver cómo el hombre se destruye por la guerra al desgarrar lo que el amor unió.

Son muchas las escenas llenas de lirismo y fuerza dramática que se quedan grabadas en el alma del espectador: el teatro de Salónica invadido por refugiados, las blancas sábanas tendidas y zarandeadas por ráfagas de viento, las barcas surcando “coreográficamente” el río durante el sepelio o tras la inundación, el puerto con una decoración minimalista que acentúa el sentimiento de soledad y desazón..., o esa última escena de muerte y destrucción en que Eleni llora a los suyos. Resulta interesante contemplar toda la historia narrada desde el punto de vista de esta joven –Helena, como la del mito–, nacida para amar y para sufrir, que pasa de niña que descubre el exilio y la muerte a adolescente enamorada, para finalmente convertirse en madre y mujer solitaria: su protagonismo va in crescendo, y su actitud pasiva a la vera de su marido se convierte en testimonio vivo de toda una época, con un rostro que reflejará paulatinamente el dolor y el desencanto por ideales incumplidos.

En su película, Angelopoulos construye una elegía de la condición humana, una creación de fuerte raigambre en la cultura griega clásica, un canto a los anhelos y decepciones que el amor sufre. Una obra de arte que hace que unos amplios y despejados horizontes se queden pequeños y a la vez encojan el alma del espectador. Cine de primera categoría, que apreciarán más aquellos que conozcan la historia y la literatura griega y universal, y quienes sepan ver un cine histórico-social creado a partir de ambientes y mentalidades capturados por una cámara de estilo personal. Estuvo en la Seminci'49 fuera de competición, porque de haber entrado en la disputa por la "Espiga", el cine oriental hubiera topado con un sólido contrapunto, y el Jurado internacional se habría encontrado con un serio dilema en su deliberación.n.n.