Desde hace unos años, el Festival de San Sebastián se nutre de lo más selecto del cine español y latinoamericano. No es no quiera otra cosa, que sí, es que no tiene alternativa: las grandes producciones prefieren ir a Venecia (tres semanas antes) y ahora a Toronto (quince días antes). Así que San Sebastián no tiene otro remedio si quiere subsistir en la categoría A que quedarse con lo mejor de la producción de películas donde se habla castellano.
La sorpresa más grande ha sido el triunfo de Pelo malo, la película venezolana de Mariana Rincón que no entraba en ningún pronóstico. Es un film correcto y a ratos emocionante, pero no pasa de una simple historia bien contada. El premio al mejor director recayó en el mexicano Fernando Eimbcke por su tercer largometraje, Club sándwich, una conmovedora historia de amistad entre un hijo y su madre que se va diluyendo cuando interfiere una tercera persona. Pequeña, coqueta, intimista, este gran admirador de Jarmusch y Käurismaki redondea un trabajo estupendo.
Se entienden menos estos premios en la medida que las películas españolas a concurso tenían un nivel medio bastante alto. Caníbal, de Manuel Martín Cuenca, es excepcional. La tragedia de este animal que se ve conmovido por la aparición de los sentimientos deja perplejo al espectador. Me recuerda mucho a la obra maestra de Claude Chabrol, El carnicero, dos historias de psicópatas a la espera de una segunda oportunidad. Ganó el premio a la mejor fotografía, lo que no termino muy bien de entender. Parece un premio de consolación, cuando claramente la película merecía mucho más que eso. Sin ir más lejos, la Concha de Oro. Es la mejor película española del año y una de las cinco mejores de todos los estrenos.
La herida es la ópera prima del cortometrajista y montador Fernando Franco. Una película tremenda, desoladora, sobre una enferma mental que borda materialmente Marián Álvarez en un trabajo excepcional. Un film sobre la angustia de la autodestrucción y el dolor de no aceptarse a uno mismo. Las enfermedades mentales son más crueles, en ocasiones, que las físicas. Ganó el Premio Especial del Jurado y la Concha de Plata a la mejor actriz. Y es, en sí misma, un modelo de vía de desarrollo para el cine español: películas pequeñas, de bajo presupuesto y con actores poco conocidos.
Muy simpática la última película de David Trueba, Vivir es fácil con los ojos cerrados, un título muy poético, muy sugerente, y una trama argumental adecuada: la reconstrucción de la España de los sesenta, la llegada de los Beatles a nuestro país para rodar Cómo gané la guerra, de Richard Lester, permite a Trueba hacer un recorrido, on the road, hasta Almería con tres personajes que parecen sacados del puro esperpento. Un profesor que es el espejo de la época, fracasado, refunfuñón y dicharachero, una chica que luego descubrimos que está embarazada y un muchacho que se ha escapado de casa. Tiene momentos muy divertidos, pero es una película fácilmente olvidable. Particularmente prefiero de Trueba Madrid 1987, un film poco visto y claramente subvalorado.
No comparto el entusiasmo generalizado por lo último de Bertrard Tavernier, Quai d´Orsay, que encuentro previsible (trata de los políticos) y poco sorprendente, ni tampoco por Le week-end, de Roger Michell, que le valió la Concha de Plata al mejor actor a Jim Broadbent. Nada que ver con lo mala que es Condenados, del otrora genial director canadiense de origen turco Atom Egoyan. Ya su anterior trabajo, Chloe, era un disparate absoluto, pero aquí se ha columpiado de lo lindo intentando una narración más lineal y convencional que termina siendo insoportablemente aburrida.
Dos simples notas para concluir. El escaso impacto del ciclo que se dedicó al cineasta japonés Nagisa Oshima, que murió precisamente este año, y la simpatía, dulzura y frescura de la película chilena Gloria, de Sebastián Leilo. La historia de una mujer de 58 años que decide vivir la vida tal cual, sin esconderse de los demás y ahuyentando la vergüenza ajena. Una pequeña joya.