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La cinta blanca:

El huevo de la serpiente y la violencia de Michael Haneke

 

Por JULIO RODRÍGUEZ CHICO

 

No abandona Michael Haneke su estudio de la naturaleza humana y su indagación en torno a la violencia cuando se va un pueblo alemán y recoge los sucesos acaecidos en los años previos a la Gran Guerra. A ese territorio alejado de cualquier foco de poder político, trasplanta el director austriaco-alemán todo el universo Bergman para construir un microcosmos en el que convierte la religión en caldo de cultivo de intolerancia e inhumanidad, donde cuestiona el principio de autoridad al asociarlo al abuso sistemático y donde los ideales absolutos son vistos como germen del terrorismo al pervertirse, y también donde el puritanismo moral parece reprimir la inocencia infantil hasta que ésta estalla... y produce las mayores aberraciones imaginables en la edad adulta.

Por la temática abordada, por el ambiente retratado y por la estética elegida, La cinta blanca supone toda una transfusión de sangre nórdica a una tierra germana que años después vería nacer el nazismo, en una relación apuntada por el director en Cannes pero no explicitada en el texto fílmico. En la narración de los hechos que la cinta evoca, se nos presenta la violencia y el racismo como una realidad ya latente entre la población más inocente, lo mismo que el desprecio hacia los discapacitados e indefensos, la rigidez de una educación que quita libertad hasta convertir al hombre en máquina sin conciencia, y también la hipocresía y esquizofrenia de quien busca a Dios olvidándose de la persona...; un panorama desolador en el que Haneke escoge la versión más deshumanizada y adulterada de la religión para elaborar una curiosa teoría de la culpa... en lo que es una nueva manifestación del actual laicismo que asola Europa.

La composición de este negrísimo retrato colectivo está perfectamente hilvanado por la voz del maestro del pueblo, un bondadoso personaje que merecería llevar la cinta blanca por su pureza e inocencia, por su sensibilidad y nobleza. Él nos cuenta con voz en off los primeros brotes de violencia surgidos en la comunidad luterana, y nos va desvelando de manera dosificada los gérmenes de intolerancia allí incubados, siempre dejando la sombra de la duda sobre el origen de tanto odio y amargura. Sus vecinos viven con el miedo en el cuerpo y sometidos al patrón terrateniente, con un distanciamiento social y una autoridad siempre amenazante que sería digna del Bertolucci de Novecento, con el castigo como manera de imponer su ley y control sobre los trabajadores. Culpa, venganza, humillación e infidelidad para recrear todas las miserias y perversiones humanas que llegan hasta el abuso de menores y el mismo incesto. Nada escapa a este especialista en impactar y despertar conciencias acomodadas, y en hacerlo sin espectáculo, evitando mostrar lo que puede dejarse en el fuera de campo. De esa manera, Haneke mantiene la cámara fija y durante el tiempo preciso para congelar la respiración del espectador, mientras el pastor aplica a sus hijos el castigo correctivo tras la puerta, con un silencio que genera un miedo paralizante que perturba por sí mismo y sin efectismo alguno, de la misma manera que lo hace el plano en negro con que cierra la película y que supone todo un mazazo cargado de desesperanza... a la espera del dictador.

Pero también el director de Funny Games, Michael Haneke, sabe crear sentimientos sutiles y delicados, escenas de ternura y amor, contraste adecuado para radiografiar las potencialidades de la persona y las simas a las que puede descender. Preciosos son los momentos del maestro y la niñera, desde la timidez y pudor inicial hasta la exquisita y respetuosa relación que nace entre ellos, con momentos que nos recuerdan al noviazgo de El árbol de los zuecos que recogió Ermanno Olmi. El maestro es el único hombre que sale bien parado, el único que manifiesta tener corazón y sensatez en medio de los avatares del pueblo, frente a un terrateniente, un administrador, un médico o un pastor que rivalizan en severidad e insensibilidad, en abuso de poder y en inhumanidad. En el otro lado de la balanza, las mujeres muestran la cara más comprensiva y tierna, aunque de poco les sirve en una sociedad gobernada por varones. Y los niños... ellos son esos pequeños cuervos que te sacarán los ojos, esas serpientes que esperan el día de romper el huevo para dar rienda suelta a la barbarie que aprendieron de sus mayores y que sufrieron en sus propias carnes, la que les inculcaron en la familia y en la iglesia... según Haneke. Todos los niños dejan entrever en sus miradas ese lado oscuro y cruel... salvo uno, que está a punto de dar un vuelco a la historia y que consigue incluso ablandar el duro corazón del pastor cuando le regala su pájaro, porque ve muy triste a su padre... Ese niño frágil y con buenos sentimientos es, de alguna manera, la imagen del maestro adulto y también la demostración de que siempre hay algunos hombres buenos entre los más desalmados, de que la conciencia y la libertad nunca se pierden hasta el extremo de anular la propia responsabilidad.

Perfecta ambientación de época a partir de un diseño de producción que cuida con esmero los pequeños detalles, y espejo –filtrado y deformado por la visión parcial del director– de una sociedad asfixiante cerrada en su rigorismo y oscurecida en su falsedad. Un ambiente frío y seco perfectamente capturado por una magnífica y estremecedora fotografía en blanco y negro, con una estupenda dirección de actores –sobre todo de los niños–, una planificación ajustada hasta el milímetro y un incuestionable dominio del tiempo fílmico. En resumidas cuentas, podemos afirmar que Michael Haneke nos brinda una película de ritmo preciso, con el despojamiento formal de Dreyer y toda la dureza y amargura de Bergman, y también con algunos rasgos propios del post-neorrealismo italiano. Todo ello le dio la Palma de Oro en Cannes’09 y otros premios en aquellos festivales en que se ha presentado a concurso.

Una historia despiadada de extrema dureza interior –el pastor es el peor parado, especialmente en las relaciones con su hijo Martin– que presenta la religión en la génesis de toda violencia y a la que inexplicablemente quiere cargar el muerto del nazismo (pagano en su esencia, por otra parte). Una oscura e ideológica propuesta tan perfecta en lo formal como provocativa en lo conceptual, que pone en el banquillo de los acusados a una fe vivida de manera atormentada y represiva, a una familia poco afectuosa y a una educación intransigente, y a unos infantes que llevan el lazo blanco hasta que estén en condiciones de cambiarlo por la esvástica.
 

FILMHISTORIA Online, Vol. XX, nº 2 (2010)

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