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LA CINTA BLANCA. MICHAEL HANEKE ANALIZA LA EDUCACIÓN ALEMANA ANTES DE LA GRAN GUERRA

 

Por CARLOS GIMÉNEZ SORIA

T.O.: Das weisse Band. Eine deutsche Kindergeschichte. Producción: X Filme Creative Pool GmbH, Wega Film, Les Films du Losange y Lucky Red (Alemania-Austria-Francia-Italia, 2009). Productores: Stefan Arndt, Veit Heiduschka, Michael Katz, Margaret Ménégoz y Andrea Occhipinti. Director: Michael Haneke. Guión: Michael Haneke. Asesor de guión: Jean-Claude Carrière. Fotografía: Christian Berger. Diseño de producción: Christoph Kanter. Montaje: Monika Willi.

Intérpretes: Christian Friedel (El maestro), Ernst Jacobi (El narrador), Leonie Benesch (Eva), Ulrich Tukur (El barón), Ursina Lardi (La baronesa Marie-Louise), Fion Mutert (Sigmund), Michael Kranz (El tutor), Burghart Klaussner (El pastor), Steffi Kühnert (Anna, la esposa del pastor), Maria-Victoria Dragus (Klara), Leonard Proxauf (Martin), Levin Henning (Adolf), Johanna Busse (Margarete), Thibault Sérié (Gustav).

Blanco y negro – 145 min. Estreno en España: 15-I-2010.

 

 

Estas últimas dos décadas nos han ofrecido obras fílmicas muy variadas, rodadas por realizadores de características también muy diversas. Cineastas como David Lynch –Carretera perdida (Lost Highway, 1997), Mulholland Drive (2001), Inland Empire (2006)–, Aki Kaurismäki –Nubes pasajeras (Kauas pilvet karkaavat, 1996), Un hombre sin pasado (Mies vailla menneisyyttä, 2002), Luces al atardecer (Laitakaupungin valot, 2006)– o Wong Kar-Wai –Happy Together (Chun gwong cha sit, 1997), Deseando amar (Fa yeung nin wa, 2000), 2046 (2004)– han dejado su particular impronta dentro del panorama cinematográfico de la posmodernidad. Con el paso de los años, sus principales exponentes han ido ganando notoriedad dentro de los circuitos del cine de autor. Pero probablemente ha sido Michael Haneke (Munich, 1942) quien ha labrado su prestigio de manera más reciente, gracias al reconocimiento que ha recibido su último film: La cinta blanca (2009).

La nueva obra de este controvertido director ha tenido una exitosa andadura a través de los diferentes certámenes del mundo occidental. Laureada con la Palma de Oro en el Festival de Cannes 2009, la cinta obtuvo también el gran premio Fipresci, otorgado por la crítica internacional al mejor film de la selección oficial. En diciembre del mismo año, la Academia de Cine Europeo reconocía unánimemente sus méritos con la concesión de los galardones a mejor película, director y guión (escrito por el propio Haneke bajo el asesoramiento de Jean-Claude Carrière, antiguo colaborador de Luis Buñuel en su etapa francesa). Al mismo tiempo, fue seleccionada para representar a Alemania en la ceremonia de los Oscars de Hollywood 2010 y se alzó con el Globo de Oro en la categoría de film de habla no inglesa. Sin embargo, este triunfal periplo por los distintos festivales mundiales no supone el esperado apogeo creativo de este director de nacionalidad austriaca sino más bien el lanzamiento internacional de su cuestionado talento.

El estilo visual de Haneke se ha caracterizado siempre por su espíritu marcadamente subversivo. El estreno de su ópera prima, El séptimo continente (1989), reveló las propuestas creativas de un hombre de teatro con más de veinte años de experiencia en montajes escénicos. Sus amplios conocimientos de los procesos de distanciación aplicados al campo cinematográfico proceden, en buena medida, de este periodo de formación. En la filmografía de este realizador, la manipulación del medio narrativo se une a las teorías brechtianas para construir un discurso inconfundiblemente personal sobre la violencia presente en las sociedades humanas.

Films como El vídeo de Benny (Benny’s Video, 1992) o 71 fragmentos de una cronología del azar (71 Fragmente einer Chronologie des Zufalls, 1994) plantean el análisis detallado de sucesos violentos que irrumpen de manera aparentemente inesperada en el entorno cotidiano, causando una ruptura repentina con el orden establecido. Sin embargo, Michael Haneke muestra esta posibilidad desde una perspectiva que sugiere la presencia anterior de elementos perturbadores detrás de una atmósfera de supuesta normalidad. Este empleo del dispositivo cinematográfico denota la voluntad de transgresión del autor de Código desconocido (Code inconnu: Récit incomplet de divers voyages, 2000), aunque también se ha convertido en su rasgo de estilo más identificativo.

En sus obras, Haneke propone siempre una dialéctica verdaderamente incómoda con el espectador: despertar su conciencia acerca de los peligros de la manipulación a través de una explicitación muy gráfica de la violencia. El lenguaje visual forma parte así del propio discurso, en la medida en que la eficacia del mismo depende de la reacción del público ante la crudeza de las imágenes. La agresividad implícita en los aspectos formales ha sido motivo de debate dentro de los planteamientos estéticos de la posmodernidad cinematográfica, sobre todo teniendo en cuenta que el responsable de La pianista (La pianiste, 2001) utiliza este recurso como principio fundamental y elemento revulsivo de un cine que pretende sacudir al espectador e inducirle a reflexiones morales sobre el estado de la sociedad burguesa actual.

Por otra parte, para entender más exactamente cuáles son las premisas temáticas de La cinta blanca, habría que poner en relación el film con otra de las películas recientes de Michael Haneke: El tiempo del lobo (Le temps du loup, 2003). Su título hace referencia a una popular tradición alemana que alude al momento previo al Apocalipsis, motivo que también sirvió de inspiración a Ingmar Bergman para rodar La hora del lobo (Vargtimmen, 1968). En esa obra anterior, el cineasta austriaco vaticinaba el advenimiento de una catástrofe mundial como resultado de una crisis en el modelo de vida contemporáneo. Sin embargo, el retrato social, trazado dentro de una atmósfera hiperrealista, iba acompañado de un pesimismo vital demasiado artificial. Algo similar ocurre en la nueva cinta de Haneke, pero en esta ocasión la indagación va dirigida hacia los orígenes del mal en la educación germánica de principios del siglo XX y deja abierto el debate sobre sus consecuencias históricas.

La acción del film se sitúa en Alemania durante la víspera del estallido de la Primera Guerra Mundial. En una pequeña aldea del norte, extraños acontecimientos empiezan a tener lugar entre los personajes que conforman su reducido microcosmos humano: un universo constituido por gentes de distintas clases sociales y presidido, en primer término, por los niños y adolescentes del coro del colegio y de la iglesia. Estos sucesos revelan un estado de malestar en la convivencia cotidiana de esta comunidad, donde la hipocresía en la conducta moral de los adultos –silenciada bajo el peso de la severa disciplina protestante– dejará una huella indeleble en la formación de las generaciones futuras.

Un sector importante de la crítica ha analizado la película, de manera algo precipitada, como un estudio de los presuntos orígenes del nazismo, aspecto que no está realmente explicitado en La cinta blanca. Sin embargo, las monstruosas consecuencias de una educación severa e inflexible, como la que recibió la generación de adolescentes que vivió los albores de la Gran Guerra, bien podrían haber inducido al país a la barbarie del Holocausto, según afirman algunos teóricos de las sociedades modernas como Theodor W. Adorno o Max Horkheimer.
 
El discurso sobre la génesis del nazismo ha sido ampliamente abordado por los más destacados filósofos e intelectuales de la segunda mitad de siglo. Pensadores de la talla de Hannah Arendt, Günther Anders, Giorgio Agamben o el propio Adorno han realizado un exhaustivo análisis crítico sobre la condición humana y la necesidad urgente de restaurar el concepto de persona a la vista de los acontecimientos que tuvieron lugar en los campos de exterminio. Por otra parte, son numerosos los escritos que se han publicado al respecto. Sin ir más lejos, la propia Hannah Arendt publicaba, en mayo de 1963, uno de sus ensayos más célebres, Eichmann en Jerusalén, donde formulaba por vez primera su idea acerca de la banalidad del mal. Este concepto fue acuñado con el propósito de describir la actuación de aquellos individuos capaces de cumplir órdenes relativas al ejercicio del mal sin reflexionar sobre las consecuencias de sus actos. Originariamente, esta expresión hacía referencia a personas que participaban en prácticas genocidas guiadas por una obediencia absoluta hacia los estamentos superiores del sistema al que pertenecían.

Ahora bien, el análisis de este concepto en la presente obra de Michael Haneke no ocuparía un lugar primordial. Si, como se ha dicho, el mal puede ser obrado en relación a órdenes recibidas desde las altas esferas del poder, la influencia del entorno adulto sobre la formación de los adolescentes no estaría tan vinculada al concepto de banalidad del mal como a la noción misma de educación, ya que no se trata de individuos en edad de asumir la responsabilidad de sus propios actos con plena conciencia y tampoco se les exige la obediencia a un imperativo directo e incuestionable del que se derive una práctica evidente del mal. Sus conductas desviadas son, más bien, el resultado de ese influjo malsano de una disciplina viciada en sus cimientos a causa de la mentalidad hipócrita de sus supuestos educadores. Por lo tanto, las teorías de Hannah Arendt no serían tan apropiadas en el contexto de La cinta blanca como, por el contrario, sí lo serían algunas de las reflexiones apuntadas por Adorno en una conferencia emitida por Radio Hesse el 18 de abril de 1966 y que lleva por título “La educación después de Auschwitz”.

Según las declaraciones de Theodor W. Adorno en esta importante conferencia, la primera infancia es la etapa de la vida en la que debe preservarse al máximo la bondad del individuo. Partiendo de la premisa de que Auschwitz ejemplifica el modelo de barbarie por antonomasia del siglo XX, todos los esfuerzos en la educación deben ir dirigidos contra tal modelo. En palabras del propio filósofo alemán, “debemos descubrir los mecanismos que vuelven a los hombres capaces de tales atrocidades, mostrárselos a ellos mismos y tratar de impedir que vuelvan a ser así (…) Es necesario disuadir a los hombres de golpear al exterior sin reflexión sobre sí mismos”. En cualquier caso, la educación ha de conducir siempre hacia una autorreflexión crítica. De hecho, Adorno interpreta la reincidencia en la práctica del mal como síntoma de que lo monstruoso no ha penetrado suficientemente en los hombres y de que la posibilidad de repetición, por tanto, continúa existiendo. Al mismo tiempo, habla de la frialdad en la conducta humana como factor que puede conducir a una falta de identificación con el otro, advirtiendo en ello un serio peligro: la gente puede acabar volviéndose indiferente hacia cuanto sucede a los demás (con excepción de aquellos pocos con los que comparten intereses palpables). Si esta fatal circunstancia no se hubiese dado en la sociedad alemana de entreguerras, un episodio como Auschwitz no habría sido posible. De hecho, “la incapacidad de identificación fue sin duda la condición psicológica más importante para que pudiese suceder algo como Auschwitz entre hombres en cierta medida bien educados e inofensivos”, como sostiene Theodor W. Adorno. En la base de una educación inapropiada se halla un problema de ciega identificación con lo colectivo, circunstancia que puede ser subsanada en el periodo de la infancia a través de una predisposición cultural que impida reincidir en los motivos que condujeron al terror en generaciones anteriores.

Estos principios teóricos describen a la perfección la conducta de los habitantes del pequeño pueblo alemán donde transcurre la acción de La cinta blanca. El egoísmo de los adultos es reproducido por los jóvenes como si de un mecanismo mimético se tratara. Personajes como el médico, el barón o el pastor representan la hipocresía en la vida social: en ellos, la perversión se presenta como un desajuste entre los valores que predican y el comportamiento miserable en que incurren. Por lo tanto, es imposible que tengan una identificación empática con los demás habitantes, condición necesaria para evitar la frialdad en el comportamiento humano. Mientras tanto, los niños se impregnan de esa falsa moralidad y se convierten supuestamente en los artífices de los extraños sucesos que tienen lugar desde el principio del film. Su actitud demuestra que, en lo sucesivo, actos de esa índole seguirán produciéndose debido a los referidos problemas en la educación. La imposibilidad de interiorizar la conciencia de barbarie conducirá a la generación formada en vísperas de la Primera Guerra Mundial hacia la repetición del ejercicio del mal que han visto obrar a sus progenitores y educadores. Todo ello asociado a ese determinismo con que Sigmund Freud describió la importancia de la formación en la edad infantil. Ciertamente, como afirma Theodor Adorno retomando las propuestas de Freud en El malestar en la cultura (1929), “la educación que pretenda impedir la repetición de aquellos hechos monstruosos ha de concentrarse en esa etapa de la vida”.

Desde la perspectiva histórica, también se ha hablado mucho sobre la responsabilidad de la cultura alemana en la formación de la generación del Tercer Reich. Sin embargo, si nos atenemos a las tesis formuladas por Hannah Arendt –citadas anteriormente–, la convivencia cotidiana entre la práctica del mal y la consideración objetiva del sentido del deber no es un aspecto infrecuente. Por tanto, no sería extraño llegar a conclusiones comprometedoras en este terreno. La propia exposición argumentativa de Michael Haneke es ciertamente arriesgada porque se fundamenta en hipótesis teóricas cuya afirmación categórica podría conducir a su realizador al terreno de lo pretencioso. No obstante, el autor de Caché (2004) prefiere sugerir antes que aseverar y, de este modo, evita una implicación más personal en sus propuestas temáticas. Con todo, sus tesis adolecen de un exceso de ambición, ya que, hasta cierto punto, resulta delicado asociar directamente los orígenes del nacionalsocialismo con la educación recibida por los niños que se criaron durante la irrupción de la Gran Guerra.

En lo referente a los aspectos estéticos, el film posee una excelente factura plástica, basada en largos planos de acusado estatismo y en el uso expresivo de la fotografía en blanco y negro –en ocasiones, los interiores recuerdan la iluminación de algunas obras maestras de Carl Theodor Dreyer, como Dies Irae (Vredens dag, 1943) y La palabra (Ordet, 1944), en su afán por destacar escenas íntimas de la vida cotidiana–. No obstante, sus premisas teóricas son de una veracidad muy dudosa, a pesar de estar sujetas a las mismas reflexiones sobre el mal que han efectuado algunos de los intelectuales más importantes del siglo pasado (como los que hemos mencionado con anterioridad). Por lo tanto, la sobreestimación de las discutibles cualidades artísticas del último proyecto de Haneke pone de manifiesto la escasez de grandes obras fílmicas en el contexto de la producción cinematográfica reciente. Sin ir más lejos, este sobrevalorado realizador fue responsable, en 2007, de un remake prácticamente calcado de su propio film Funny Games (1997), una de las obras más polémicas y subversivas de la posmodernidad cinematográfica.

En resumidas cuentas, el talento real de Michael Haneke como analista de los problemas del mundo moderno está aún por ver, aunque su habitual agresividad en el lenguaje de las imágenes le haya hecho merecedor de un reconocimiento excesivo. Por otra parte, sus historias acusan una manipulación malsana del estado anímico del espectador, sobre quien vierte narraciones plagadas de truculencia con una autocomplacencia gratuita en la provocación. Hasta la fecha, su obra maestra –muy alejada del resto de su producción– continúa siendo la referida Código desconocido, inteligente deconstrucción de los mecanismos propios del dispositivo cinematográfico en la que exhibe un verdadero dominio de la sintaxis fílmica. A pesar de todos los galardones recibidos y de los indiscutibles aciertos en la puesta en escena del film, La cinta blanca no es el gran hallazgo creativo del reciente cine europeo que muchos especialistas han creído descubrir. Determinadas reflexiones en torno a la condición de las relaciones humanas y del propio concepto de persona –en toda su dramática acepción– ya habían sido abordadas con mucha mayor fortuna en la filmografía de Ingmar Bergman. A su lado, Haneke toma toda la apariencia de un desaventajado discípulo con mayores pretensiones que el propio maestro sueco. Desgraciadamente, sus aciertos reflexivos no se pueden comparar ni lejanamente con los del autor de El séptimo sello (Det sjunde inseglet, 1956).
 

FILMHISTORIA Online, Vol. XX, nº 2 (2010)

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