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Seminci’55:

Dramas consagrados y noveles para una Espiga compartida

 

Por JULIO RODRÍGUEZ CHICO
Enviado especial

 

Una vuelta al pasado en busca de un autor

Varias notas definen la última edición de la Seminci, celebrada entre el 23 y el 30 del mes de octubre de 2010. Por una parte, la crisis económica seguía presente con una disminución del presupuesto que se hacía notar en un menor número de películas y en el recorte de un día en su duración, en la supresión de buena parte de la alfombra roja y en la reducción de invitados de renombre que aportasen glamour al festival –aunque de suyo nunca lo tuvo ni lo busca–, en la pequeña presencia del evento en la vida de la ciudad... sin apenas galas y fiestas, sin carteles que diesen color al entorno urbano y con menor repercusión mediática y ruedas de prensa que en ediciones anteriores. Pero ahí se terminan los “peros”, porque la escasez de recursos no afectó a la calidad del producto, y la programación mejoró incluso a la de antaño en una apuesta por integrar maestros consagrados con otros noveles que aportaban trabajos más que dignos. Esa fue la nota del Festival y también del Palmarés, en la que el Jurado presidido por el cineasta indio Adoor Gopalakrishnan daba la Espiga de oro ex aequo al iraní Abbas Kiarostami por Copia certificada y al debutante argentino Miguel Cohan por Sin retorno, mientras que la de plata se la llevaba Agustí Vila con La mosquitera.

Otra característica de esta Seminci era la mirada al pasado como intento de recuperar una identidad que, por momentos, parecía diluirse e incluso perderse. Nunca ha dejado la Semana de ser un escaparate del cine de autor y un descubridor de nuevos talentos, pero quedaban lejos las figuras de Bergman, Guédiguian, Loach, Paskaljevic, Egoyan, o el mismo Kiarostami... y se hacía necesario dar en la diana de una nueva figura emergente. En esa road movie, quién mejor para abrir el Festival que Icíar Bollaín, que en 1995 había despegado desde esta tierra al ser premiada como Mejor nuevo director por Hola, ¿estás sola?. Ahora traía También la lluvia –candidata española a los Oscar–, un acercamiento al mundo del cine a través del rodaje de una película sobre la Conquista de América, a la vez que denuncia del abuso y atropello de las corporaciones capitalistas que pretendieron privatizar en agua en la Bolivia del año 2000 en la conocida como “guerra del agua”. Paralelismos no exentos de anacronismos históricos para recoger la indefensión del pueblo nativo y pobre, que tiene a Paul Laverty como guionista y a Gael García Bernal, Luis Tosar y Karra Elejalde como intérpretes más sobresalientes. Buen trabajo de producción y dirección, sin embargo, con una historia personal un poco forzada en su desenlace y con alguna concesión al espectador, para una película comprometida socialmente y bien construida en el guión.

Otro regreso a la Seminci se vivió con Antonio Banderas, que en 1989 se había llevado el premio como mejor actor por La blanca paloma y que ahora recibía su Espiga de honor. También fue agraciado con el mismo reconocimiento el francés Claude Chabrol, de quien se preparaba un ciclo desde hacía meses con lo mejor de su dilatada carrera y al que se esperaba en la ciudad para recibir el correspondiente homenaje. Pero la muerte le visitó el pasado mes de septiembre, y su presencia en el Festival quedó reducida a sus películas –incluida la última que dirigió, Bellamy, inédita en España–, y a una publicación a cargo de Cahiers du Cinéma-España, además de una mesa redonda en torno a su cine. La Semana no se olvidó tampoco de recordar al vallisoletano por excelencia del último siglo, Miguel Delibes, y proponer su nombre para el premio al mejor guión de la Seminci de cada edición. Una nueva cabecera, más moderna y en sintonía con el renovado logo que también se estrenaba este año, completaban algunas de las novedades promovidas por su director, Javier Angulo, quien al término de la Semana anunció su intención de conceder en adelante un premio al mejor director, algo necesario en un Festival que hace gala de ser de autor.

Recortes presupuestarios, una mirada de homenaje y agradecimiento, y el habitual compromiso social con las causas justas y los más desfavorecidos. Siempre el cine de la Seminci ha pretendido ser espejo en el que recoger y denunciar lacras de nuestros días, y eso ha vuelto a quedar patente en varias cintas de este año que nos hablaban de los malos tratos y de la ausencia paterna, de una familia rota por la guerra o por las dificultades de la convivencia, de una soledad y rutina que todo lo carcome y de la necesidad de afecto que todos tenemos. De fondo, una violencia física o emocional que rompía los lazos entre padres e hijos, entre hombres y mujeres, y un ambiente dramático en el que la lucha por salir adelante generaba héroes de a pie y villanos sin justificación. Ese es el humus de unas historias puestas en imágenes que hemos podido ver durante ocho intensos días, y que el sábado 30 de octubre se despedía con el beso de amor al cine que figura en su logo.

Tragedias de madres heroicas vividas en soledad

En esa línea se encontraban las mejores cintas a concurso, entre las que destacamos Incendies del canadiense Denis Villeneuve, que adapta la obra teatral homónima de Wajdi Mouawad con una narrativa ágil y muy elaborada, y que logra una puesta en escena cinematográfica y emocionalmente impactante. Una historia tremenda con sabor a tragedia griega, en donde el destino caprichoso y la propia guerra del Líbano se encargan de trenzar curiosas coincidencias para que el odio aumente hasta extremos insospechados. Una historia también de una mujer fuerte y madre ejemplar, de una búsqueda de identidad y conocimiento propio –con resonancias del también canadiense Atom Egoyan–, de perdón y de promesas incumplidas para restablecer los lazos familiares o para empezar a forjarlos. Una magnífica película –representará a Canadá en los Oscar– que es una auténtica caja de sorpresas, que se llevó el premio al mejor guión, el del público y el de la juventud... pero que se merecía alguna de las Espigas, al menos según los críticos presentes en el Festival.

Otra historia de una madre que lucha para que no le quiten a su hijo es la que pudimos ver en Die Fremde (La extraña), de la austriaca Feo Aladag. En ella recoge la vida de Umay, una mujer turca que abandona Estambul con su hijo pequeño, huyendo de un marido que la maltrata. Su llegada a Alemania junto a sus padres provoca tensiones en la familia, pues surge un fuerte conflicto entre el cariño que la tienen y la fuerza de una comunidad cerrada que considera a Umay como una deshonra. Expulsada de familia y luchando para que no le quiten a su hijo, las situaciones dramáticas y emocionales que recoge la película son de alto voltaje, con un ritmo preciso y un inteligente uso de la elipsis narrativa o del fuera de campo. Enorme dureza para una triste historia de intolerancia e irracionalidad, en la que podría cuestionarse el desenlace elegido por otro que poco antes dejaba una salida esperanzada al conflicto... aunque en cualquier caso responde a un guión plenamente coherente y a unas magníficas interpretaciones de todo el reparto, en especial de Sibel Kekilli (a quien ya vimos trabajando con Fatih Akin en Contra la pared), cuyo rostro es todo un poema. Un drama intenso de una directora que comienza una gran carrera, y que se fue injustamente de vacío de la Seminci.

Se esperaba el segundo largometraje de Jasmila Zbanic (Grbavica: El secreto de Esma), y su nueva propuesta Na putu (En el camino) no defraudó aunque solo se llevó  el Premio Especial del Jurado. Amar y Luna son una pareja musulmana que trata de sacar adelante su relación, y superar el alcoholismo de él –traumas de una guerra– o la necesidad imperiosa de ella por ser madre –recurren a la inseminación artificial–. Cuando Amar consigue un buen trabajo en un campamento islámico de la secta wahhabista, él encuentra la paz que necesita su alma mientras que Luna comprueba cómo se va distanciando de ella, sobre todo por la nueva concepción de la vida y de la mujer que va asumiendo. Choque tremendo de mentalidades donde se confronta el liberalismo de musulmanes occidentalizados con la estricta religiosidad de otros ciudadanos de Sarajevo. Bien contada y con una gran interpretación de Zrinka Cvtesic y Leon Lucev, la directora huye de presentar a los religiosos islámicos como fanáticos violentos y les concede una honda espiritualidad plasmada en unas preciosas plegarias cantadas; sin embargo, su actitud con las mujeres y el halo de extrañeza y misterio que les rodea... provocan el rechazo del espectador, más próximo al vitalismo y liberalidad de Luna, una azafata de líneas aéreas que tendrá que elegir entre ser fiel a sus ideas o incorporarse al nuevo mundo de Amar.

Una de las triunfadoras y que se llevó ex aequo la Espiga de oro fue Copia certificada del iraní Abbas Kiarostami, ejercicio formalista con un tema mínimo en torno a la gestación, desgaste y reavivación del amor de una pareja, y también una aproximación al artificio de la obra cinematográfica y al valor de la copia frente al original. Paralelismos entre los misterios del amor y el mundo de creación artística, con una depuración formal en que Kiarostami funde los tiempos del amor en una conseguida escena en el café, con una excelente interpretación y un asombroso despliegue de recursos de Juliette Binoche como mujer que seduce al principio –y que sobreactúa, como es menester–, que deja de interpretar cuando la rutina se instala en el matrimonio, y que termina tratando de reconquistar a su marido con un maquillaje que es solo “copia” –quizá una buena falsificación– de lo real y del original: tres mujeres en una, cada cual con su propia personalidad, que la hacían merecedora del premio a la Mejor actriz, pero que fue ignorada por el Jurado. Era también una nueva mirada al Viaggio in Italia de Rossellini con cierto sabor autobiográfico, que pasará a la historia como una obra maestra que jugó con los períodos del amor, con las relaciones de pareja, con la distinta percepción del amor en hombre y mujer, con una multiplicidad de lecturas y un sentido abierto que enriquece la propuesta.

Muertos, viajes de búsqueda y niños que deben madurar

También La misión del director de Recursos Humanos partía de una situación matrimonial difícil, aunque tratada con un sentido de humor del absurdo. El director israelí Eran Riklis (Los limoneros) nos presenta aquí a una mujer rumana que se acaba de suicidar en Jerusalén, pero que seguía en nómina en una fábrica de pan… En el trabajo no saben nada de lo sucedido hasta que un periodista destapa la noticia, y el director de Recursos Humanos tiene que encargarse de lavar la imagen de la empresa y llevar el cadáver hasta su país natal. Será un viaje accidentado y una auténtica odisea, con situaciones esperpénticas y personajes de lo más extravagantes y pintorescos... pero será también una road movie para el protagonista, que tiene que aprender a convivir con la muerte y encontrarse a sí mismo en su marasmo familiar. Una historia entrañable y dramática a la vez, con un humanismo y comicidad muy fina, elegante y delicada al tratar conflictos que en ningún momento se hacen pesados ni repetitivos. Su premio en la Seminci fue el de la mejor música original, aunque todo en ella era original... y representará a Israel en los próximos Oscar.

La presencia de la muerte o del viaje no se redujo a la película israelí o a Incendies, sino que fue casi una constante en la Semana. En Beyond the Steppes (Más allá de las estepas), la belga Vanja d’Alcantara nos ofrecía en su ópera prima un recuerdo de su abuela polaca, cuando fue deportada con su bebé a la estepa rusa en 1940 a un soviet. Drama político que se convierte en humano al ser separada de su marido, al ver morir a su hijo sin medicamentos... al sufrir un trato inhumano de desarraigo y desamparo. Una historia mínima pero con sentimiento contenido que estalla en un grito desgarrador cuando ya no se puede aguantar más, que avanza de manera premiosa y cierta irregularidad narrativa, pero que es todo un fresco de nuestra historia reciente, aquí recogida con una bella fotografía y un encomiable trabajo de sonido que sabe jugar con los silencios y las miradas. Otro grito ante la muerte lo presenciábamos en À l’origine d’un cri, del canadiense Robin Aubert, que quiere indagar en la causa de una rabia que atenaza a tres generaciones de una amplia familia, que les lleva a estar enfadados consigo mismos y con el mundo, a ahogar sus penas en alcohol, sexo y violencia... Jo acaba de perder a su segunda esposa y se niega a dejar que la muerte se la lleve, con lo que desentierra su cuerpo y huye desesperadamente hacia ninguna parte; su hijo mayor y su padre parten en su búsqueda... algo que al espectador le sumen en el sopor y repulsa ante tanta violencia explícita, con una historia lenta y pesada en la que sus personajes caen en las mayores bajezas, sin saber encarar la adversidad y sin una palabra amable. Una visión desgarrada, desagradable y excesiva para bajar a los infiernos interiores... y después conformarse con un mínimo de felicidad.

El cine danés continúo por sus fueros, y Pernille Fischer Chritensen nos ofreció Una familia, un intenso drama muy nórdico con presencia de la muerte como protagonista y la necesidad de un entorno familiar que arrope en los momentos difíciles. Ditte es una galerista de arte que se ha quedado embarazada y que decide abortar para salvar un trabajo que le ha surgido en Nueva York junto a su novio. Pero también es la hija preferida de Rikard, panadero de prestigio que ahora está al frente de una empresa familiar de trescientos años y que padece cáncer. Una muerte anunciada, la culpa de un niño que no nació, el dilema entre permanecer junto al padre enfermo o vivir la propia vida sin límites... todo con una luz tremendamente fría y atmósferas asfixiantes, con buenas canciones y mejores interpretaciones –sobre todo de Jesper Christensen como padre enfermo, que ganó merecidamente el premio de la Seminci–, pero con un ritmo lento que hace que la historia resulte de difícil digestión, y más cuando se inicia la agonía. La segunda oportunidad y la familia como asidero en una película dura y sin un momento para el respiro ni la emoción.

Una nueva madre que abandonó a su hijo hace años es el preámbulo de Retrato número cuatro, del taiwanés Chun-Mong Hong. Ahora ha muerto el abuelo que cuidaba de Xiang, y éste vuelve con su madre y un padrastro que no le quiere... en lo que será un viaje de maduración, a través de conciencias atormentadas por la culpa, de un pasado de malos tratos y secretos ocultos, de un ambiente de rencor y prostitución... recogido con sutilidad y sensibilidad. Destaca su excelente fotografía –se llevó el premio de la Seminci– que sabe crear ambientes irrespirables y generar una historia de silencios, y una trama secundaria en torno a un amigo landronzuelo que se cierra de manera magistral; una digna muestra del cine asiático que está por venir de la mano de su director, al que habrá que seguir la pista. De Alemania llegó Picco, de Philip Koch, sobre la vida en una cárcel para delincuentes juveniles, en lo que quiere ser una denuncia del sistema penitenciario y se queda en una acumulación de todas las vejaciones y bajezas que se dan en la celda de Picco, mostradas aquí sin contención y con todos los excesos, con escasa verosimilitud a pesar del pretendido “fotoperiodismo” –según palabras de Koch– y que no aporta nada al género al transitar por todos sus tópicos.

Era necesario encontrar un poco de humor y oxígeno para aliviar y entretener al espectador, y la Seminci recurrió a los Estados Unidos y a los hermanos Jay y Mark Duplass. Cyrus es una comedia de fondo dramático en cuya primera escena vemos cómo John se halla sumido en la depresión al enterarse de la inminente boda de su ex-mujer, y cómo la suerte parece favorecerle cuando conoce a Molly en una fiesta... y se enamoran. El problema llega con el hijo de ésta, Cyrus, un joven de 21 años que se niega a perder la exclusividad del amor de su madre, y que empleará todo su arsenal e inteligencia para que la nueva relación no prospere. Una lucha entre la sinceridad y la simulación, entre la soledad y el desencanto, con tres lobos hambrientos de afecto y una madre ingenua para quien su hijo es siempre su niño... aunque haya adquirido tanta experiencia como para manejar varias vidas a la vez. Cyrus es otra caja de sorpresas y de situaciones desconcertantes en su inicio, hasta que se desata una guerra sin cuartel y la comicidad alcanza su punto álgido entre las mentiras y empeños por llevarse el gato al agua, para en el último tercio volverse más convencional y previsible, con un guión que cede ante la taquilla y que corta las alas a dos interpretaciones –las de John C. Reilly y Jonah Hill, hombre enamorado e hijo respectivamente– que hasta entonces rebosaban autenticidad y frescura. Una película sobre la educación sentimental y la soledad, con un Peter Pan de doble vida y un Shrek de noble corazón que entretendrá al espectador y que hará reflexionar a más de un padre.

El cine que habló español de la Sección Oficial

Ha llegado la hora de hablar de las propuestas hispanas que acogía la Sección Oficial, que eran nada menos que cuatro además de la de Bollaín. Comenzamos por la sorprendente triunfadora, Sin retorno, primer trabajo del argentino Miguel Cohan que compartió la Espiga de oro con Kiarostami y se llevaba también el Premio Pilar Miró como mejor director debutante. De factura convencional en el esquema del thriller carcelario y del inocente culpable, con la venganza y el perdón en el horizonte del indefenso ajusticiado –buen trabajo de Leonardo Sbaraglia–, y el peso de la culpa y el remordimiento en un adolescente asustado al que su familia encubre. Un trabajo correcto, con más de una situación forzada y rocambolesca en el guión, poco convincente en la puesta en escena, y bastante previsible en sus reacciones salvo en el desenlace, defectos de peso como para que haya recibido tanto laurel.

También parece excesivo el premio de La mosquitera, película de Agustí Vila que se llevó la Espiga de plata y el premio para Emma Suárez como Mejor actriz. En este caso, estamos ante una nueva crónica sobre el fracaso de la familia burguesa, parapeto en el que esconder todas las miserias individuales: soledad, hastío e incomunicación que llevan al padre a tener una aventura sexual con la asistente del hogar (inmigrante) y a la madre a hacer lo propio con el amigo de su hijo adolescente, mientras éste se consuela con la compañía de animales o tiene alguna experiencia con las drogas; el panorama familiar se completa con unos abuelos que tratan (cómicamente) de irse de esta triste existencia, y de una tía neurótica que maltrata a su hija pequeña. Todo un repertorio de curiosos y patéticos personajes tratados desde el sarcasmo y el esperpento, a la deriva en su falta de madurez y de moralidad, incapaces tomar las riendas de su vida... hasta terminar volviendo todos a la mesa familiar para seguir escondiéndose bajo las apariencias. Excesos y estereotipos alejados de la realidad para una tragicomedia de la vida, con ecos de Buñuel y Saura pero sin su chispa e inteligencia, con mucha amargura y cinismo.

Por último, Héctor Olivera presentó El mural, una semblanza del artista mexicano Siqueiros mientras pintaba para el director del periódico argentino Crítico un mural en el sótano de su gran mansión. Revolución social y estética por medio, junto a reiteradas traiciones y aventuras pasionales que arrastran a unos al suicidio y a otros a ser muertos vivientes. Una aproximación al momento histórico teñida de carga ideológica que no escapa a la caricatura, con un guión esquemático y una puesta en escena artificiosa y acartonada, con unas interpretaciones impostadas que rayan el ridículo y que hicieron que la película decepcionara sin remedio. No tuvo mejor suerte la presentada por Enrique Gabriel, Vidas pequeñas, que nos llevaba al microcosmos de un camping a las afueras de Madrid para decirnos que cada caravana es todo un mundo y cada persona una gran vida aunque parezca pequeña. Un mundo de perdedores que luchan por sobrevivir, entre la miseria y la soledad, entre la inseguridad y la falta de ilusiones... y siempre con la muerte acechando. Son gente sencilla pero dibujada en el guión a partir de arquetipos de lo castizo, con alguno que cae en el artificio –ese payaso estrafalario que va con un retrete y hace poesía...– y otros que suenan a cliché, para una historia coral de poca fuerza y escasa emoción, que convierten a esta película en una propuesta discreta... algo venida a menos, como el pobre ruso a quien nadie escucha.

Clausura emotiva, y otras secciones y ciclos

La 55ª edición de la Seminci se clausuraba con El último bailarín de Mao, del australiano Bruce Beresford, después de haber proyectado en su Sección Oficial quince largometrajes a competición, y un total de 107 largometrajes y 43 cortos incluyendo todas los apartados y ciclos. Beresford nos ofreció un trabajo emotivo y complaciente, con una historia basada en hechos reales de la vida de Li Cunxin, un niño que salió del ambiente rural de la China de Mao para aprender ballet en Pekín, y luego continuar en Estados Unidos... donde será acusado de contra-revolucionario al no querer volver a su patria. Preciosa coreografía en las escenas de baile y una conmovedora historia personal, en que la danza adquiere un sentido revolucionario o es expresión de libertad, según el entorno. Una cinta muy apropiada para bajar el telón y dejar buen sabor de boca –y más de una lágrima– en el espectador, donde la China comunista vuelve a hacer equilibrios diplomáticos para mantener una disciplina que no entiende de sentimientos ni de otros lazos que no sean los que unen al individuo con el Estado.

Unas líneas para los cortometrajes presentes en el Festival, incluidos en la Sección Oficial y en Punto de Encuentro, además de recoger algunos de los realizados por alumnos de la ECAM de Madrid y reservar una sesión a los mejores cortos del cine español. De los vistos en competición, el israelí Matar a un abejorro de Tal Granit y Sharon Maymon se llevó la Espiga de oro: una reflexión tragicómica sobre la vida, la amistad y el poder del miedo... que nos lleva a hacer cosas impensables. La Espiga de plata fue para el húngaro Ferenc Cakó con Érintés, homenaje a su padre e indagación en las emociones humanas a partir de la relación entre un hombre y una mujer... y de las formas que se logran solo con arena.

Dejando la Sección Oficial, encontraríamos incluso una mayor presencia de autores noveles e hispanos en Punto de Encuentro, en donde actrices de reconocido prestigio como Pernilla August o Ariane Ascaride se ponían tras la cámara para realizar su primer largometraje. La sueca presentó Svinalängorna (Beyond, Más allá), un drama familiar con el alcohol destruyendo vidas, al más puro estilo nórdico de Bergman o Bille August, con una exquisita fotografía y magníficas interpretaciones; mientras que la francesa respondía a los parámetros temáticos y lumínicos de su esposo y mentor Guédiguian en Ceux qui aiment la France (Los que amen a Francia). La vencedora del premio fue la sueca Sebbe del iraní Babak Najafi, sobre la difícil vida de un adolescente, maltratado en el colegio, abandonado por su padre y en permanente discusión con su madre. Otro trabajo digno de mención fue el ofrecido por el belga Gust van den Berghe con El pequeño Niño Jesús de Flandes –presente en la Quincena de Realizadores de Cannes’2010–, adaptación de una obra de teatro con una fotografía en blanco y negro de fuerte esteticismo, y una marcada carga metafórica que le da carácter de cuento moral; se sirve en su mayoría de actores con síndrome de Down para resaltar el carácter inocente y puro de los personajes: son tres mendigos dados a la bebida que pasan juntos varias Nochebuenas, y que sucesivamente tendrán su encuentro con una realidad espiritual que les permite ser felices en la pobreza.

La Sección Tiempo de Historia se reserva siempre para el cine documental, y este año se incluían veinte trabajos que atendían en su mayoría a la diversidad socio-cultural, como los presentados por la francesa Coline Serreau o los españoles Helena Taberna, Oskar Tejedor o Chema de la Peña. Aparte del ciclo de homenaje a Chabrol, la Seminci también dedicó otro al cine brasileño realizado en estos últimos años, durante el mandato de Lula: Brasil: el cine del siglo XXI recogía una selección preparada por el brasileño José Carlos Avellar, y que incluía títulos donde las formas diluyen las fronteras entre el documental y la ficción, y con una temática muy pegada a la calle... a una juventud arrojada a la violencia de Río o Sao Paulo, o a una problemática retratada unas veces con crudeza y otras con sentido poético. De lo programado, destacamos Linha de passe de Walter Salles y Daniela Thomas, Mutum de Sandra Kogut, Ônibus 174 de José Padhila, y Cinema, aspirinas e urubus de Marcelo Gomes. Otras ofertas de la Seminci fueron las presentes en Spanish Cinema donde se proyectaban algunas de las mejores películas del año junto a varios estrenos como Bon appétit (David Pinillos), Planes para mañana (Juana Macías) o Héroes (Pau Freixas).

Como decíamos al inicio de esta crónica, la Seminci ha capeado el temporal de la crisis y ha retomado con más fuerza la senda de autor, con una programación notable y con algunos títulos sobresalientes, con un Palmarés discutible (y desequilibrado, véase en Kiarostami-Cohan) en algunos de los premios... más por las ausencias que por las presencias, y con una mayor presencia de espectadores en las salas. En su despedida, su director adelantó la intención de programar un ciclo de cine sueco para la próxima edición, y de intentar también preparar otro en torno a la literatura española de los años cincuenta. Desde ahora esperaremos doce meses para verlo, para asistir a la recuperación del mejor cine y al descubrimiento de nuevas estrellas... aunque sería recomendable que la Seminci mirara la vida con más sentido del humor y albergara más comedias de calidad, pues su repertorio resulta en ocasiones demasiado lúgubre, oscuro y pesimista... y no sería bueno que se identificase el cine de autor y el compromiso con la problemática desaforada, con el dolor y la muerte que inunda la Semana Internacional de Cine de Valladolid.

 

FILMHISTORIA Online, Vol. XX, nº 2 (2010)

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