T. O.: Mataharis. Producción: La Iguana y Sogecine (España, 2007). Productor: Simón de Santiago y Santiago García de Leániz. Director: Icíar Bollaín. Guión: Icíar Bollaín y Tatiana Rodríguez. Fotografía: Kilo de la Rica. Música: Lucio Godoy. Dirección artística: Josune Lasa. Montaje: Ángel Hernández Zoido.

Intérpretes: Najwa Nimri (Eva), Tristán Ulloa (Iñaki), María Vázquez (Inés), Diego Martín (Manuel), Nuria González (Carmen), Antonio de la Torre (Sergio), Fernando Cayo (Valbuena), Adolfo Fernández (Alberto), Mabel Rivera (mujer engañada), Manuel Morón (Samuel).

Color – 105 minutos. Estreno en España: 28-IX-2007.

La reaparición de Icíar Bollaín como directora se ha hecho esperar. Cuatro años después, y tras la buena acogida de Te doy mis ojos (2003), la cineasta madrileña opta por la continuidad estilística y argumental –de nuevo una visión de la sociedad actual desde los ojos de la mujer–, si bien la historia que narra es menos comprometida que la precedente.

Pese a que el argumento pueda parecer una trama propia de cine de género, pronto se desvela cuál es el interés primordial de la cineasta. Su propuesta se centra en tres pequeñas historias que se van entrelazando mediante el nexo del trabajo conjunto en una agencia de detectives. La narración resulta eficiente gracias a la labor previa de guión, firmado por la propia Bollaín y Tatiana Rodríguez, y poco a poco se desvela como dual: por un lado están aquellos momentos de investigación que son utilizados como excusa para desvelar con paciencia los caracteres de las tres protagonistas; por otro lado, los dedicados a la vida “privada” de cada una de ellas, puro ejercicio de psicología que se convierte en el eje de la película.

Desde los mismos créditos iniciales queda clara la intención del film, con unas escenas que entremezclan imágenes correspondientes a los seguimientos efectuados por las detectives y otras pertenecientes a la vida de las propias protagonistas. El espectador apenas ha de actuar para involucrarse en su mundo de espías. La realizadora nos conduce de la mano por el entramado argumental y logra que nos convirtamos en una suerte de vouyeures.

Estas mismas imágenes que, inestables y aceleradas, nos introducen en el ritmo de la historia, reafirman un estilo propio que la cineasta ya había desarrollado en sus trabajos anteriores, desde su bautismo con Hola, ¿estás sola? (1995), pasando por Flores de otro mundo (1999), hasta la aclamada Te doy mis ojos (2003). Su estética es plenamente realista y la historia y las imágenes se muestran próximas, verídicas –a cualquier conocida nuestra le podría pasar lo que le sucede a las protagonistas–, y el espectador se apropia de las mismas desde el inicio del film. Y lo que hace que esto sea posible es la estupenda labor de análisis de los personajes. Icíar Bollaín los trata con mimo, los deja respirar y evolucionar con paciencia, sin interferencias –la excepción es el personaje de Alberto (Adolfo Fernández), que es un desconocido para el espectador a lo largo de toda la película–. Así, el personaje de Carmen (Nuria González), una mujer desencantada que tiene que hablar con las plantas porque no tiene nada que decirse con su marido, opta por seguir los consejos que ella misma ha dado con anterioridad; Eva (Najwa Nimri), práctica y decidida, logra olvidar su desilusión y desconfianza hacia Iñaki; e Inés (María Vázquez), soñadora y preocupada en exceso por su trabajo, compromete su vida laboral por el idealismo de una causa justa. Las tres parten de un punto inicial en el que no se encuentran satisfechas plenamente y logran evolucionar hacia un estadio más satisfactorio.

El trabajo de los actores, dirigidos con eficacia por la directora, pone de relieve este análisis psicológico. Las interpretaciones no desmerecen la complejidad de los personajes, y están a la altura de las circunstancias, incluyendo la actuación de los coprotagonistas masculinos, cuya réplica apoya el desarrollo de los personajes femeninos, enriqueciéndolos.

La directora pone en escena estos elementos sirviéndose de un estilo que, tras cuatro películas, caracteriza absolutamente su forma de contar historias perfectamente reconocibles para el espectador de tan reales y cotidianas. Una cámara errante en todo momento que persigue a los personajes por las calles de Madrid, una imagen que se aproxima ciertamente a la estética documental – algunos de las escenas protagonizadas por María Vázquez fueron rodadas siguiendo esta técnica -, una música que apoya las imágenes… Todo ello conforma el cine de Icíar Bollaín en un buen hacer sincero y transparente, tanto que parece retomar los principios del kino-glaz de Dziga Vertov para construir una ficción que destila sabor documental en todo su metraje convirtiendo la cámara en el ojo de una cerradura; se reitera que nosotros somos los espías, tal y como se muestra en la escena en la que Carmen y Eva hablan de sus problemas en el coche. El espectador sale por un momento del automóvil para tomar conciencia de cuál es su papel en la película.

Pero “todo el mundo tiene derecho a tener un secreto”. En este momento revelador Carmen trata de convencer a Eva de la necesidad que tenemos todos de salvaguardar un trocito de intimidad en nuestras vidas. Esto pone de manifiesto la doblez de los personajes y la contradicción en la que se ven envueltos día tras día. Y muestra la realidad de una sociedad, la nuestra, que se pierde entre grandes hermanos que acechan en cualquier esquina.
La historia de estas mataharis que poco tienen de mujeres fatales, pone sobre el tapete la manifiesta incomunicación que rige nuestras vidas, y una sociedad que se tambalea apoyada en los avances tecnológicos que sólo sirven, como fin último, para controlar y reprimir deseos y ansias vitales. Cine social con apuntes de compromiso – véase la carga de la problemática de las subcontratas - que se viste con una piel de realismo, en la línea de cineastas como Fernando León de Aranoa, protagonizado por unos personajes cercanos que conocemos en un momento determinado y que abandonamos tras la vivencia de una serie de sucesos, como quien enciende y apaga la televisión. La paradoja de los medios de comunicación creados por una humanidad incapaz de comunicarse está presente.

Además, se puede apreciar el compromiso de Bollaín, como mujer trabajadora y madre, así que es comprensible que el personaje más desarrollado sea el de Eva, posible alter ego de la cineasta y protagonista de la única historia conclusa, en detrimento de los de Carmen e Inés, más desdibujados.

La música de Lucio Godoy, funcional, toma relevancia en momentos climáticos como la discusión entre Eva e Iñaki. No molesta, si no que ayuda a la inmersión en la trama. Pero es la aparición de Rosendo Mercado interpretando su conocida Maneras de vivir la que nos pone sobre aviso de la declaración de intenciones de la directora, que no actúa como un demiurgo o como un inquisidor, sino que nos presenta a unos personajes y unas situaciones sin más, sin caer en la crítica o el juicio fácil, como ya había hecho en sus anteriores trabajos.

Parece que los buenos directores españoles, con estilo propio y ganas de contar historias se lo tienen que pensar mucho a la hora de ponerse manos a la obra. Si el resultado son películas como Mataharis, merece la pena esperar.