Es, sin duda, el retrato directo de una parte de la sociedad afgana. Este mismo reflejo se verá cuando, tras conseguir triunfal su cuaderno, Baktay se encamina hacia la escuela con su vecino, se encuentra con que es una escuela de niños al aire libre; una pizarra y los pupitres son lo único que indica a las claras que es un lugar de enseñanza. El maestro la despacha con cajas destempladas en una escena muy emotiva porque ella no entiende nada, sólo quiere que cuenten una historia divertida. El maestro le indica que se vaya al otro lado del río, a la escuela de las niñas, por una senda polvorienta marcada por cal blanca, porque salirse de ella implica la posibilidad de pisar una mina, así de terrible es la vida.
Una partida de chavalillos la detiene a medio camino y juegan a ser talibanes con ella. Y escenifican una lapidación; cavan un hoyo, le tapan la cabeza y pasan ante sus ojos (los del espectador atenazado a la butaca) con actitud agresiva enarbolando sendas piedras junto a un buda caído. A ella no le gusta el juego, la conducen a una cueva donde hay otras niñas como ella. Pero Baktay sólo quiere llegar a la escuela, así que en un momento dado huye.
Todo lo que nos trasmite es la más pura inocencia, interpelada en un paisaje árido y polvoriento, trastocado con violencia por la guerra, en la escena de los niños y en la soledad en la que se encuentran. El mundo adulto apenas si existe y es el espejo amargo en el que se han mirado los chavales. Nuevamente, cuando llega a la escuela, en otra escena triste porque la pobre Baktay no encuentra un sitio donde sentarse. Sin embargo, aquel panorama de rostros tristes y recelosos cambia cuando las niñas se dejan colorear los labios y los pómulos con el pintalabios de Baktay. Claro que eso derivará en que la maestra la invite a marcharse.
Ya, de regreso, le dirá a su vecino que no le ha gustado nada la escuela porque se ha tenido que contar ella misma la historia divertida que aguardaba que le contaran. Por la vereda, de regreso a la cueva, la misma partida de niños los interceptan, esta vez se hacen pasar por americanos que buscan a terroristas, el vecino se hace el muerto, pero ella se resiste, llora hasta que su vecino le indica que sólo muriendo será libre. Los niños adquieren el rol de lo que han visto, de lo que han vivido. Por eso, hay algo de verdad en estas palabras, en la triste aspereza de ese mundo infantil que se ve condicionado por las miserias del mundo adulto, que lo pervierte y lo transforma en un estallido de tragedia que se asoma en sus juegos.
Cada plano y cada escena es el recorrido de esa infancia que es como un barco de papel empujado por la corriente, sin destino, hacia algún sitio sin saber hacia dónde se dirige. Buda explotó por vergüenza es cine en estado puro, rodado por una directora que radiografía con una sabiduría ingenua pero perfecta sobre la condición humana. No sólo desprende el eco de una narración veraz, sino que es como si fuese un trozo de vida agridulce que nos regalara para que supiésemos en qué mundo vivimos. Y que lo que tendría que imperar en él no es la brutalidad (encarnada en la imagen final de la explosión que destroza la figura de un Buda como si la acción fuese, precisamente, por esa vergüenza de no gustarle el mundo en el que habita), sino la inocencia como una filosofía de vida. También la historia se puede contar de otra manera, con imágenes, este es un claro ejemplo de ello. Como señala el historiador norteamericano Robert Rosenstone, y tan bien se encarna en el filme: “las películas son reflejo de la realidad política y social del momento en que fueron hechas”.