T. O.: Buda As Sharm Foru Rikht. Producción: Makhmalbaf Film House(Irán, 2007). Directora: Hana Makhmalbaf. Guión: Marzieh Meshkini. Fotografía: Ostad Ali. Música: Tolibhon Shakhidi.
Diseño de producción: Akbar Meshkini. Montaje: Mastaneh Mohajer.

Intérpretes: Nikbakth Noruz (Baktay), Abdolali Hoseinali (Muchacho talibán), Abbas Alijote (Abbas).

Color - 81 min. Estreno en España: 29-II-2008.

La rápida liberación de Afganistán, en 2001, fue una anecdótica en comparación con la invasión de Irak poco tiempo después, debido a su escasa (por no decir controlada) incidencia en los medios. El denostado régimen Talibán fue derrotado por una coalición de fuerzas internas y americanas, tras el 11-S, y pocas noticias más tenemos de aquel episodio, salvo que por allí se escondía Osama Bin Laden (responsable del atentado de las Torres Gemelas) y eso fue el motivo de la intervención. Sin embargo, una escena televisiva concreta resultó no sólo conmovedora sino brutal en medio mundo, cuando los talibán decidieron volar por los aires las estatuas gigantes de Buda que formaban parte del patrimonio de los afganos y de la humanidad.

Este acto encarnó como ningún otro su paroxismo e intransigencia. Y este hecho cobra especial relevancia en el filme Buda explotó por vergüenza, acogido cálidamente por la crítica en el último Festival de San Sebastián. Y tan ilustrativo como su título va a ser la historia que se nos cuenta. La sinceridad, dureza y una ternura infantil son los rasgos más sutiles de este trabajo de la joven realizadora afgana de 19 años, Hana Makhmalbaf.

La historia, sencilla, en apariencia, demuestra cómo el cine puede convertirse en el espejo de una realidad como es el Afganistán actual bajo la mirada cándida de una niña, Baktay, que sólo quiere ir a la escuela (frente a la actitud de nuestros púberes que más bien quieren huir de ella). Pero para ir a la escuela y aprender a leer y que le cuenten historias divertidas ha de emprender un viaje muy especial. Así, esta historia sorprende porque por la naturalidad con la que el relato fílmico nos envuelve con sus reiteraciones y sus fantasías, con su elegante y sutil presteza de dejar a la espontaneidad infantil que actúe sobre la vida misma, sobre la pantalla (como si no existiera la ficción), convirtiéndose, como afirma el historiador francés Marc Ferro, en un contraanálisis de la sociedad. Porque Buda explotó por vergüenza es un recorrido metafórico por la historia de los afganos en esta últimas dos décadas, conflicto tras conflicto nadie se ha preocupado en mejorar su calidad de vida, la dignidad de las personas.

Igual que sucediera con Las tortugas también vuelan, Buda explotó por vergüenza tiene el paralelismo de encontrar en el mundo de la infancia una riqueza sin igual que comunica y se encarga de mostrarnos los horrores que los adultos cosechamos. El otro aspecto semejante es que vemos una realidad sin adornos, como si tuviésemos la posibilidad de mirar a través de una mirilla lo que hacen estos niños en su vida cotidiana. Hay un realismo inapelable. Así, en el filme, la joven Baktay, siente envidia porque su vecino de cueva puede ir a la escuela y ella no. Y deja a su hermano pequeño atado con una cuerda, porque es lo que ha visto hacer a la madre de su vecino con éste; agarra cuatro huevos y se va a la tienda que hay en mitad de un páramo para canjearlos por un cuaderno y un lápiz. Sin embargo, el joven que la atiende le dice que los cambie en el mercado por dinero. Pero cuando la niña va al mercado tiene que sufrir una serie de circunstancias que la llevan a que dos de esos huevos se le caigan al suelo y se rompan, con lo que ya no podrá comprar el lápiz (lo sustituirá ingenuamente por un pintalabios de su madre). Aun así, consigue encontrar a un artesano que le indica que si le trae pan se lo comprará. La actitud persistente de Baktay mezcla esa inocencia y esa tenacidad que nos emocionan, que nos desbordan porque aún no deja de ser una niña, se resiste a que ningún obstáculo se oponga entre su deseo y ella. Derrocha un valor ingenuo y una terquedad llena de sabiduría.

De camino al horno, hay una escena muy sincera porque vemos cómo tiene miedo de un perro atado que se interpone entre ella y el horno. Pero cuando el perro se distrae ella aprovecha y consigue evitarle. Ahí, sin duda, demuestra la entereza de su convicción en el propósito que le ha llevado hasta allí. Baktay consigue llevar el pan hasta el artesano que le da diez rupias, lo suficiente para adquirir el anhelado cuaderno. Y lo abrazará como si fuese un codiciado tesoro. Todo este periplo de la niña nos permite valorar la sociedad tribal en la que vive. Su familia tiene que vivir en una cueva, su madre pronto desaparecerá de escena y no sabemos dónde ha ido, del padre ni se hace mención. El camino al pueblo es una carretera embarrada y sin asfaltar, donde todo es rústico y primitivo, el ganado es sacrificado y descuartizado en la acera, en unas nutridas calles en las que resalta esa vida tan alejada de la modernidad.

Es, sin duda, el retrato directo de una parte de la sociedad afgana. Este mismo reflejo se verá cuando, tras conseguir triunfal su cuaderno, Baktay se encamina hacia la escuela con su vecino, se encuentra con que es una escuela de niños al aire libre; una pizarra y los pupitres son lo único que indica a las claras que es un lugar de enseñanza. El maestro la despacha con cajas destempladas en una escena muy emotiva porque ella no entiende nada, sólo quiere que cuenten una historia divertida. El maestro le indica que se vaya al otro lado del río, a la escuela de las niñas, por una senda polvorienta marcada por cal blanca, porque salirse de ella implica la posibilidad de pisar una mina, así de terrible es la vida.

Una partida de chavalillos la detiene a medio camino y juegan a ser talibanes con ella. Y escenifican una lapidación; cavan un hoyo, le tapan la cabeza y pasan ante sus ojos (los del espectador atenazado a la butaca) con actitud agresiva enarbolando sendas piedras junto a un buda caído. A ella no le gusta el juego, la conducen a una cueva donde hay otras niñas como ella. Pero Baktay sólo quiere llegar a la escuela, así que en un momento dado huye.

Todo lo que nos trasmite es la más pura inocencia, interpelada en un paisaje árido y polvoriento, trastocado con violencia por la guerra, en la escena de los niños y en la soledad en la que se encuentran. El mundo adulto apenas si existe y es el espejo amargo en el que se han mirado los chavales. Nuevamente, cuando llega a la escuela, en otra escena triste porque la pobre Baktay no encuentra un sitio donde sentarse. Sin embargo, aquel panorama de rostros tristes y recelosos cambia cuando las niñas se dejan colorear los labios y los pómulos con el pintalabios de Baktay. Claro que eso derivará en que la maestra la invite a marcharse.

Ya, de regreso, le dirá a su vecino que no le ha gustado nada la escuela porque se ha tenido que contar ella misma la historia divertida que aguardaba que le contaran. Por la vereda, de regreso a la cueva, la misma partida de niños los interceptan, esta vez se hacen pasar por americanos que buscan a terroristas, el vecino se hace el muerto, pero ella se resiste, llora hasta que su vecino le indica que sólo muriendo será libre. Los niños adquieren el rol de lo que han visto, de lo que han vivido. Por eso, hay algo de verdad en estas palabras, en la triste aspereza de ese mundo infantil que se ve condicionado por las miserias del mundo adulto, que lo pervierte y lo transforma en un estallido de tragedia que se asoma en sus juegos.

Cada plano y cada escena es el recorrido de esa infancia que es como un barco de papel empujado por la corriente, sin destino, hacia algún sitio sin saber hacia dónde se dirige. Buda explotó por vergüenza es cine en estado puro, rodado por una directora que radiografía con una sabiduría ingenua pero perfecta sobre la condición humana. No sólo desprende el eco de una narración veraz, sino que es como si fuese un trozo de vida agridulce que nos regalara para que supiésemos en qué mundo vivimos. Y que lo que tendría que imperar en él no es la brutalidad (encarnada en la imagen final de la explosión que destroza la figura de un Buda como si la acción fuese, precisamente, por esa vergüenza de no gustarle el mundo en el que habita), sino la inocencia como una filosofía de vida. También la historia se puede contar de otra manera, con imágenes, este es un claro ejemplo de ello. Como señala el historiador norteamericano Robert Rosenstone, y tan bien se encarna en el filme: “las películas son reflejo de la realidad política y social del momento en que fueron hechas”.