T. O. American Gangster. Producción: Universal Pictures, Imagine Entertaiment, Relativity Media y Scott Free Productions (USA, 2007). Productores: Brian Grazer y Ridley Scott. Director: Ridley Scott. Guión: Steven Zaillian a partir de un artículo de Mark Jacobson. Fotografía: Harris Savides. Música: Marc Streitenfeld. Vestuario: Janty Yates. Montaje: Pietro Scalia.

Intérpretes: Denzel Washington (Frank Lucas), Russell Crowe (Richie Roberts), Chiwetel Ejiofor (Huey Lucas), Josh Brolin (Detective Trupo), Lymari Nadal (Eva), Roger Guenveur Smith (Nate), RZA (Moses Jones), Ruby Dee (Mama Lucas), Ruben Santiago – Hudson (Doc), Carla Cugino (Laurie Roberts), Cuba Gooding Jr. (Nicky Barnes), Armand Assante (Dominic Cattano). 

Color - 157 minutos. Estreno en España: 28-XII-2007.

Con una película basada en hechos reales, regresa Ridley Scott en un 2007 en el que también ha visto la luz el montaje definitivo, esta vez parece que sí, de Blade Runner. Tras la desigual Un buen año (A Good Year, 2006) en la que también se hacía acompañar por Russell Crowe, su actor fetiche de los últimos tiempos, el cineasta inglés se decanta por una historia que llevaba tiempo circulando por los despachos de Hollywood, la de Frank Lucas y Richie Roberts. A partir de un artículo publicado en prensa, Steven Zaillian construye una trama verosímil apoyada en una lograda ambientación en el Harlem neoyorquino. La mafia de la droga, policías y oficiales del ejército corruptos, soldados y civiles enganchados a la heroína para olvidarse de una guerra sin sentido…, todo ello conforma una realidad, la de los Estados Unidos de principios de los setenta que el director pone de manifiesto mediante la inserción de imágenes reales en blanco y negro, en las que podemos ver a un Richard Nixon que ya no sabe como justificarse ante el pueblo norteamericano y que aprovecha la coyuntura de la problemática de las drogas como cortina de humo.

Las comparaciones con la saga de El Padrino (The Godfather, Francis Ford Coppola, 1972-1990) son inevitables. Gángsters o mafiosos, italianos o afroamericanos, poco importa la procedencia si todos dejan la misma firma: crimen, extorsión, amenazas… Se podría hacer paralelismos con determinadas escenas, sin embargo lo realmente destacable del film de Scott es el hecho de poner en el punto de mira la dicotomía del ser humano. Bondad o maldad, parece claro que se pueda escoger el bando al que se quiere pertenecer, pero ¿qué sucede cuando ambos se combinan, no en una, sino en dos personas?

Ridley Scott se adentra en el terreno de lo políticamente incorrecto y, haciendo uso del tópico que se trata de enmascarar por todos los medios, en esta ocasión el malo es el negro. Es cierto que puede parecer que se ensalza de alguna manera el logro de un afroamericano que medra de la nada hasta el escalafón más alto (crítica que también se le hizo a Coppola), sin embargo, Scott juega con la ambivalencia de sus personajes y nos muestra a un Lucas leal, protector con su familia, trabajador, responsable…, pero también cruel y poco compasivo con aquellos que le traicionan. El director se apoya en la excelente fotografía para revelar la doblez del personaje y son numerosas las ocasiones en las que el contraluz acentúa su personalidad (es sintomático que esto suceda, especialmente, cuando se reúne con Don Cattano). Sin tratar de caer en la ironía, se nos muestra cómo la oscuridad nubla el semblante del personaje, que no duda en destrozar familias para llegar a lo más alto, y que actúa con hipocresía afirmando que cuida de Harlem lo mismo que el barrio cuida de él.

Por lo tanto se supone que si Lucas es el malo, Roberts será el bueno. A pesar de que su personaje está mucho más desdibujado que el protagonizado por Denzel Washington, protagonista indiscutible, se puede comprobar que esto no es cierto, al menos no en su totalidad. Su carrera profesional es intachable, cumple con su deber de forma irreprochable, granjeándose así la enemistad de sus colegas corruptos, y se prepara con ahínco para ser un buen abogado; no se puede decir lo mismo de su vida privada, que no duda en destrozar en favor de su trabajo. Y es que, en realidad, son las dos caras de la misma moneda, y Ridley Scott se encarga de que quede bien claro.

Por eso llegan a entenderse e, incluso, son capaces de dejar las diferencias a un lado y colaborar. Todo ello tiene lugar en un duelo interpretativo que sabe realmente a poco.

Merece ser destacada la actuación de los dos intérpretes principales, aunque en el pulso sobresale Denzel Washington, con un trabajo más que convincente. Su Frank Lucas pone al espectador en el brete de decidirse por una admiración o un odio que son más que justificados. Pero este trabajo no sería redondo sin la réplica del extenso reparto de secundarios que, con sus estilismos y su actuación, conforman el contexto necesario para darle credibilidad y sustancia a la historia.
Desde el inicio del film el espectador se adentra en las calles de New Jersey y del Harlem neoyorquino. Y lo hace siguiendo un esquema que va de un personaje a otro en paralelo hasta que su destino, unido por un objetivo común aunque en lados opuestos de la ley, acaba por converger. Pero es otra pauta la que marca los márgenes del film (y ésta es una de las virtudes de la película): la excelente banda sonora que articula el ascenso y caída del narcotraficante. Es más, a partir de los textos de las canciones, escogidas cuidadosamente, se puede interpretar de forma más completa los acontecimientos que se suceden en la pantalla. Al ritmo de Hold on, I´m coming, interpretada por el dúo Sam & Dave (1966), se asiste a la consagración de Lucas como la cabeza del imperio de la heroína en Estados Unidos y como la anestesia que sus habitantes necesitaban. Y con el maravilloso gospel eclesiástico Amazing Grace (1779) se pone punto y final a su carrera con un halo de esperanza. En este momento el espectador ducho en el idioma inglés puede comprender que la redención es posible.

Ridley Scott consigue dejar un buen sabor de boca con una película cuyo inicio asusta con ese Basedon a truestory. Su larga duración no supone un problema para el espectador que acaba por presenciar una escena con la que el cineasta pone su firma después de tanto homenaje “coppoliano”. Se trata del momento de las detenciones, con una persecución enloquecida entre Richie Roberts y Huey Lucas rodada en el interior de una de las torres marginales que acogen a numerosos habitantes en Harlem. Las carreras, roturas de cristales y allanamientos de moradas están rodados con un ritmo vertiginoso, estando la cámara situada delante de los dos actores para captar sus rostros de forma parcial, logrando mostrar la violencia de la situación mediante un endiablado traqueteo.

Se trata, en resumidas cuentas, de la crítica hacia una sociedad, la norteamericana de los años setenta, que se caracterizaba por una cultura del hedonismo, muy reconocible en nuestros días, que hacía que a pocos les importase lo que sucedía más allá de su persona mientras tuviesen el consuelo de las drogas. Una historia real que acaba bien para sus protagonistas y que hace reflexionar al espectador sin entrar en moralinas. Nunca es demasiado.