BERTA PÉREZ RODRÍGUEZ

 

Querida Wendy es el resultado de un encuentro entre Thomas Vinterberg y Lars von Trier. De entrada se puede decir que tiene un cincuenta por ciento de Von Trier y un cincuenta por ciento de Vinterberg. Es, como Festen (1) y como It´s all about love (2), la afirmación de un mundo con una propia legalidad que deriva del enfrentamiento de la ley del amor con la ley de la muerte, y, por otra parte, recoge, como todas las películas de Von Trier, la exigencia de hacer una auténtica experiencia, la experiencia de la autoexposición, del poner a prueba los límites propios y los del mundo. Pero es, antes que nada, una película sobre el amor.

Por ser producto de ese encuentro, puede parecer que Dear Wendy pierde el tono conciliador del lirismo de Vinterberg, el magnífico lirismo de It´s all about love, que, aunque velado, se dejaba ya intuir en la dura Festen: en aquel amor que viene del más allá de la muerte (de la hermana perdida), pero que trae la fuerza necesaria para imponerse en este mundo, la fuerza que permite al hermano reconciliarse finalmente con la vida, amar de nuevo. Y, sobre todo, parece también que, por la misma razón, el tremendismo y patetismo de Von Trier resultan atenuados o incluso neutralizados. Desde esta impresión nos veríamos tentados a concluir que Dear Wendy constituye en verdad un desencuentro, una obra que, por carecer de una firma fuerte, contundente, acaba por perder el poder de afección: que ya no afecta ni al modo en que lo hace el cine de Von Trier ni al modo en que lo hace el de Vinterberg. Y, sin embargo, es en realidad un resultado afortunado, testimonio de un feliz encuentro. Y es así porque el modo en que entienden el amor ambos autores no es en verdad  tan distinto o, más precisamente, porque la “versión” del amor que cada uno de ellos nos suele ofrecer encierra, aunque no sea de forma explícita, la del otro.

Dear Wendy ilustra perfectamente la tesis de que “sólo se trata de amor”, de que “todo va de amor, del amor”, de que lo que finalmente siempre está en juego no es más que amor (“it’s all about love”). Hasta el inicio del desenlace la película no es sino la exposición del contenido de una carta dirigida a Wendy por su amante. Se trata de una película, pues, dedicada a la amada, al objeto de amor. El film será un acto de amor que comienza presentando un acto de amor: antes incluso de los créditos nos encontramos ya a Dick, el protagonista, escribiéndole a Wendy tras haberla perdido, confesándose con ella, entregándole sus recuerdos, su vida entera. Y efectivamente, durante la aparición de los créditos, la carta nos retrotrae ya a la infancia de Dick y al reducido lugar en que ésta se desarrolló, a Electric Park –aun cuando, en un sentido, ni el presente de la escritura ni nigún presente de Dick se hayan movido nunca de ahí: Dick, como Peter Pan, nunca llegará a ser adulto –al menos como se es adulto en Electric Park– ni saldrá nunca de Electric Park –pues la mina abandonada a la que huirá no está propiamente más allá de la plaza, sino simplemente debajo, al modo en que está enterrado un tesoro y al modo, también, en que está oculta la fuerza de un volcán dormido. Electric Park es un lugar -una ciudad que consiste en una plaza- inmóvil y cerrado, hasta tal punto que resulta casi un espacio abstracto (3). Pero más que de un limbo se trata de un purgatorio en el que todos bajan diariamente, a lo Metrópolis, sin ninguna ilusión, sin ningún más allá por el que se puedan ilusionar, a sudar a la mina. Así que realmente tendrá importancia que Clarabelle, la niñera de Dick, gane la batalla contra su padre y se determine que el chico no bajará a la mina a sudar uno tras otro todos los días de la vida en Electric Park. Clarabelle gana por la seguridad de su confianza en que Dick es distinto y está destinado a salvar el mundo. Por exceso de sensibilidad –rasgo en el que Clarabelle ve su vocación de salvador– Dick pasará, pues, a formar parte de los que ni siquiera pueden bajar a la mina, de los inútiles y marginados del pueblo. Comienza a trabajar en un supermercado en el que hasta el propietario vive atemorizado ante la clientela.

 


 

La soledad de Dick es de siempre. Es huérfano de madre y no se entiende ni relaciona con su padre. Es hijo único. Y es distinto de los mineros de Electric Park. Que el amor presuponga como condición alguna forma de soledad o de aislamiento no es una tesis exclusiva de Vinterberg ni de Von Trier –aunque esté en las películas de ambos– ni de nadie. Dick está ya solo cuando compra a ciegas a Wendy, tomándola por una baratija, por un viejo revólver de juguete, falso pues, para regalar a un chico idiota e insoportable. La compra de Wendy responde a una actitud resignada ante las reglas del mundo (se ha de asistir a los cumpleaños, hay que relacionarse socialmente incluso cuando ello exija hipocresía, etc.), pero es a la vez un acto rebelde y testarudo: responde también a la decisión de dar alguna forma de expresión a su odio hacia Sebastian. El quedarse finalmente con el arma destinada al idiota obedece en primera instancia a una nueva estrategia de ataque (un libro le desagradará aún más), pero supone –se quiera o no, se sepa o no– que la decisión, la agresividad y la violencia ligadas a aquella compra se quedarán con Dick para siempre (recuérdese que el intento de devolución fracasará), y, lo que es más importante, anticipa la naturaleza pegajosa, contagiosa y traicionera de las armas, de la violencia. El que Dick no pueda ni siquiera dejarla en casa, el que se la quede todo el tiempo en el bolsillo por la mera dulzura de su tacto, es ya claramente el comienzo de una historia de amor, con todo lo irracional que conlleva. Se explica sin duda por el aislamiento de Dick (y cabe concretar la explicación de mil formas: el arma es elemento esencial del intocable escaparate de juguetes que lleva mirando a diario desde su primera infancia, el juguete viene de las manos de Susan, el arma –todavía de juguete– le ayuda a jugar a pensar que no es tan débil o tan inútil…), pero, como en toda historia de amor, se puede leer también como el efecto de un rapto o un encantamiento: Dick se mantiene pegado a ella sin entenderlo y sin poder hacer nada al respecto. Es el destino. Se diría incluso que Wendy lo ha elegido y comprado a él, antes que a la inversa (de hecho es una mujer, Susan, la que elige el regalo por él y la que le prohíbe deshacerse de él).

Así que con la muerte del padre y la jubilación de Clarabelle tendremos un escenario tan adecuado para una historia de amor como lo fuera la nieve infinita del final de It´s all about love. Hasta ahora, hasta el momento en que Stevie, el compañero de Dick en el supermercado, pose la mirada en el revólver y revele su poder (el juguete no es tal, sino un revólver 6.65 de doble acción), no hemos sido testigos más que de la prehistoria, contada por Dick, de su relación con Wendy. Pero por la forma en que ahora mira la cámara al revólver (un plano entero para él, todo él iluminado y brillante), sabemos ya que sólo ahora arranca en Dick la toma de conciencia de su amor, su historia de amor (acaba de decirlo en su carta: “fue entonces cuando empezó todo”). Poco después, en cuanto pruebe el poder del arma, en cuanto dispare con ella con total seguridad, le dará su nombre: Wendy. Así pues, es Stevie quien ha insuflado vida a Wendy, y lo ha hecho desde el principio de forma generosa, por amor. La relación de Stevie con su arma, Mal Acero, es también una relación de amor, pero de un amor basado en la lealtad,  de un amor de hombres. Mal Acero no dispara cuando se trata de violencia, de la fuerza de la venganza, de la fuerza que nace del miedo. Es un arma rebelde, “pacifista”: de ahí su nombre. De hecho Stevie no dejará nunca de ser pacifista, no dejará nunca de respetar la naturaleza de Mal Acero, esto es, no se dejará atrapar nunca por la posesividad ni por el miedo ni por la ira (sólo disparará por venganza, concretamente para vengar la muerte de los amados, en una ocasión, justo antes de morir, y entonces Mal Acero fallará).

 


 

Así que la película no trata más que de una relación de amor, la de Dick y Wendy, y es ella la que crea y afirma un mundo que ya no tiene nada que ver con Electric Park. Bajo el signo del pacifismo que impone Stevie, y en la vieja mina abandonada construyen el Templo de los Dandies, el negativo de la mina donde trabajan los adultos, de la mina del mundo de Electric Park. El Templo goza de la paz y de la dicha de un tiempo libre, que escapa al día a día del trabajo de la mina y que es expresión del mismo amor que en It´s all about love volvía increíble el hotel en que se escondían los amantes. Ambos son lugares de ficción máximamente verdaderos, resultado del poder del amor veraz (según Dick mismo, los marginados disfrazados en el Templo son por fin lo que de verdad son). En el Templo es explícita la instauración de un nuevo orden, de una legislación y un lenguaje que es también el negativo de Electric Park (matar se dice allí amar: porque matar es allí un tabú, pero además porque sólo cabe pensar allí el matar por amor, un matar que sea, que será, amar). Dick anima a sus compañeros a entrar en el Templo afirmando juguetón que este mundo se puede tomar simplemente como un experimento. De entrada esta escena se lee como una caricatura paródica y cariñosa del mismo Von Trier: por ahora no estamos ante ningún experimento psicológico ni social como lo pudieran ser Idioterne o Dancer in the Dark (4), donde el fin buscado por los protagonistas sufre verdaderamente la adversidad, está sometido a duras condiciones externas. De momento no reconocemos más que el limbo del amor, como el de It´s all about love en sus momentos más poéticos. La cámara lenta, tan utilizada también entonces, tiene ahora, al menos en los retratos del “perfil” de cada uno de los Dandies, un significado aún más unívoco: es el tiempo de la alegría del amor, de la fantástica liberación de la creación y la autocreación, el tiempo de la ficción del amor. Y, no obstante, esto es posible solamente porque tienen por compañeros armas dormidas, esto es, porque gozan de poder y de la determinación de no hacer uso de él, porque se mantienen firmes en una posición de un difícil, y, por ello, frágil, equilibrio. Ahí radica la posibilidad de la facilidad con que se deslizan sus existencias, ese es el secreto de su felicidad.

El tiempo de Von Trier se explicita solamente cuando el chico del cumpleaños, el chico que resulta insoportable a Dick, Sebastian, entra en el mundo de los Dandies, en el mundo de la relación de Dick y Wendy. Es el chico que representa a Electric Park, pero ahora ya no sólo en su ignorancia y en la estupidez de su vida social, sino en su miedo, en el miedo que lleva a matar, y en un gregarismo un tanto oscuro: es el sheriff, el guardián del orden, el mismo que sin conocer en verdad a Dick, sin poder recordar nunca su nombre, se había comprometido tras la muerte del padre a protegerlo vigilándolo (”We'll keep an eye on you”), el que le entrega ahora a Sebastian, convertido en asesino, bajo tutela. La irrupción de Sebastian es crucial porque desde el principio nos resulta claro, a pesar de toda la complicidad que podamos tener a estas alturas con Dick, que Sebastian no es mal chico: no podemos imaginar perversión gratuita tras su crimen, sino, efectivamente, sólo miedo e instinto de supervivencia, esto es, constantes absolutamente humanas y comprensibles.

Es ahora cuando en verdad el mundo idílico del Templo asume el reto de enfrentar el mundo de Electric Park. Hasta ahora la seguridad con que los Dandies, los que en otro tiempo fueran los incapacitados y marginados del mundo de los adultos, se cruzaban con los robustos mineros, procedía de una fuerza ganada en el Templo, en una mina aún secreta, de una fuerza irreal, ficiticia y fácil de ignorar para Electric Park. El desafío consiste entonces en ganar ahora verdaderamente esa seguridad, esto es, en volver real en el mundo la ley del Templo, en ponerla en obra, en lograr que sea reconocida. La tutela de Sebastian lleva a Dick a abrir las puertas del Templo a Electric Park, le permite –ahora realmente– emprender un experimento, a saber, poner a prueba la consistencia de la ley de su mundo, la fuerza de su amor, la firmeza de su unión con Wendy. La generosidad que exige el amor, la generosidad que es propia del amor verdadero, le obliga a asumir la tutela de Sebastian de este modo, mezclándose con él, exponiéndose ante él, exponiendo su relación con Wendy, arriesgando su amor. Es la exigencia de entrega y sacrificio a la que nos tiene acostumbrados el amor de Von Trier. La cámara lenta ya no eterniza una imagen fantasiosa, fantástica, la ligereza de una ficción inocente, sino que sólo testimonia precisamente lo penoso, lo pesado, el largo dolor del momento de su derrumbe: Sebastian coge a Wendy, dispara y acierta en un tiempo que mata.

 


Por una parte, desde este momento la guerra está perdida. Dick no puede dejar de vengarse de Wendy (le arranca la mirilla -sus ojos-, la encierra y la sustituye por otra) ni puede perdonar a Sebastian. Y no puede porque su amor por Wendy, que es mujer, siempre había sido un amor posesivo, un amor temeroso de la pérdida: su amor no había sido nunca verdaderamente libre del miedo (recuérdese la enemistad por la que Dick había comprado un revolver de juguete, la hostilidad en la que se había basado la elección del regalo). Y, sin embargo, sólo por sentir posesividad y miedo Sebastian aparece y reaparece en su vida, entre él y Wendy, uniéndolos primero y separándolos luego; y, sobre todo, sólo por el reconocimiento de la propia naturaleza posesiva y miedosa puede tener lugar ahora un acercamiento entre Dick y Sebastian. Acontece cuando Sebastian le explica la diferencia entre ambos como una diferencia en la aptitud para tratar a las mujeres, y cuando Dick decide salir a Electric Park para que Clarabelle (mujer amada también por los dos) venza el miedo, esto es, cuando decide sacar a la luz el mundo de los Dandies, probar su fuerza para vencer el miedo, poner a prueba la fuerza del amor. Así que, por otra parte, sólo ahora, desde el reconocimiento fraterno de Sebastian, se puede ganar la guerra. Y, además, ya en este momento el experimento ha tenido un rendimiento. En el paso a la acción, a la guerra, de mano del que fuera enemigo y cuando se ha ganado la determinación para darlo todo, para dar incluso la propia vida por amor, por la ley del amor, Dick ya ha aprendido y ya ha perdonado. Por eso puede escribir a Wendy (entretanto robada por los guardianes del orden de Electric Park). Es aquí donde comienza el recuerdo y el relato, donde la relación con Wendy se convierte en una historia a contar y de donde arranca la película.

El desenlace lo constituye una guerra en la que mueren todos los Dandies. La guerra se pierde en un sentido y se gana en otro. Seguramente el desencadenante directo de la guerra sea, en un primer momento, la desconfianza, el miedo -primero de Sebastian y luego contagiado a Dick- ante el arma del sheriff, ante el orden de Electric Park; y, en un segundo momento, la ira del jefe de policía, del orden del Mundo, ante el Dandy sin piernas, el Dandy más inválido de todos y el primero decidido a morir por todos, el más Dandy. En todo caso la espiral del miedo y la violencia tornan el amor, la prueba de amor, en muerte. Y, en este sentido, la batalla sin duda se pierde. Pero es igualmente cierto que todos los Dandies mueren como Dandies, como lo que eran verdaderamente, con los trajes en que la cámara lenta los eternizó como héroes de ficción, y no como los inútiles por los que habían sido tomados en Electric Park (Sebastian posiblemente no muera porque nunca ha sido ni ha querido ser un Dandy: no está condenado a morir porque él no es un suicida, él sabe y afirma, alardeando de su “primitivismo”, de eso que lo hace bueno con las mujeres, que nunca daría su vida por ninguna causa). Y es asimismo cierto que Dick muere del golpe de una bala de Wendy disparada por Sebastian, por un Sebastian convertido en amigo, que ha aprendido a respetar el amor, que ha acabado por exponer su propia vida por el amor del amigo, por lograr que Dick muera de acuerdo con su deseo y su amor: a manos de Wendy. Así que Dick ha muerto por amor y con los honores del amor, como todo salvador del mundo. Clarabelle lo había dicho. Y la fe de Clarabelle ha vencido sin duda: Dick la lleva a hacer el café con su sobrina, la salva del miedo antes de morir. El desenlace que sigue a la lectura de la carta de amor es, pues, también un acto de amor, es la acción que realiza la carta, es la firma que entrega el sentido de la narración, de la carta y del film.

Debe quedar claro en todo caso que no es cierto que haya una primera parte de la película cuya autoría corresponda a Vinterberg y otra que corresponda a Von Trier. La cámara que ralentiza el baile de los Dandies por la plaza de Electric Park en tiempos de pleno idilio guarda ya el conflicto de dos mundos, hace corresponder el clima onírico con ese borde en el que se tocan dos mundos antes que con un puro limbo. Exactamente tal como ocurre en It´s all about love: en ningún instante de la cinta se libra el amor del miedo. La sensación de irrealidad proviene del choque de dos legalidades, de que los protagonistas y nosotros nos encontramos en ese punto de encuentro, y no de la mera inconsciencia de un tiempo de pura evasión. Y si eso es así es porque también el amor de Vinterberg sabe de los fuertes lazos entre el amor y el miedo, de que el amor aspira a la cancelación de una tensión que sólo puede suspender por momentos. La muerte triunfante también en este film carece, por otra parte, del patetismo de las muertes finales, de los sacrificios de amor, de Von Trier. ¿No deberemos pensar entonces que la muerte por amor, incluso el dolor profundo y largo que la precede, puedan también para Von Trier valer la pena? ¿Que tal vez merezca la pena intentar ver los finales de Von Trier también como finales triunfantes, como alegres victorias? Ciertamente, la película no tiene la fuerza de afección de los dramas de Von Trier ni la de los de Vinterberg. El encuentro y el diálogo, que siempre tiene un momento de enfrentamiento -y que, en su caso, habrá sido sin duda esencial- obliga a la clarificación de las posiciones incluso cuando estas comparten un mismo suelo o convergen. Y es por esto por lo que Dear Wendy es una película, por así decir, más teórica que las películas hechas a solas por cada uno de ellos. Pero no por ello carece de consistencia ni de contundencia. No incurre en el pecado de la falta de compromiso, de la indefinición ni de la falta de determinación. Se trata de amor y de un único amor. Es, pues, el resultado de un encuentro y de un diálogo, no de un desencuentro. Es una película firmada y firmada, ciertamente, por los dos autores: toda ella de Lars von Trier y toda ella de Thomas Vinterberg.

 

 

FICHA TÉCNICO-ARTÍSTICA:

T. O.: Dear Wendy. Producción: Lucky Punch-Nimbus Film-Zentropa Entertainment (Dinamarca, 2004). Productor: Sisse Graum Jorgensen. Director: Thomas Vinterberg. Guión: Lars von Trier. Fotografía: Anthony Dod Mantle. Música: Benjamin Wallfisch. Diseño de producción: Kart Juliusson y Jette Lehmann. Vestuario: Annie Périer. Montaje: Mikkel E. G. Nielsen.

Intérpretes: Jaime Bell (Dick), Bill Pullman (Krugsby), Michael Angarano (Freddie), Danso Gordon (Sebastian), Novella Nelson (Clarabelle), Chris Owen (Huey), Alison Pill (Susan), Mark Webber (Stevie), Trevor Cooper (Padre de Dick), Matthew Géczy (Joven policía), William Hootkins (Marshall Walker), Teddy Kempner (Salomon).

Color - 105 minutos. Estreno en España: 26-VIII-2005 .

 

 

NOTAS Y REFERENCIAS:

 

(1) Festen, Dinamarca 1997. Dirección: Thomas Vinterberg; Guión: Thomas Vinterberg y Morgens Rukov.

(2) It´s all about love, Dinamarca, 2002. Dirección: Thomas Vinterberg; Guión: Thomas Vinterberg y Morgens Rukov

(3) E s imposible no recordar aquí Dogville (Dinamarca et al., 2003. Dirección y guión: Lars von Trier), especialmente en el par de ocasiones en que la cámara de Dear Wendy, para encerrarnos todavía más en Electric Park, nos ofrece su plano trazado malamente, pobremente, con unas austeras líneas de lápiz.

(4) Idioterne, Dinamarca, 1998. Dirección y guión: Lars von Trier; Dancer in the Dark, Dinamarca et al., 2000. Dirección y guión: Von Trier.

 

 

BERTA PÉREZ RODRÍGUEZ es Profesora Titular de Filosofía en la Universidad de Santiago de Compostela.

e-mail: bertapr@usc.es