JULIO RODRÍGUEZ CHICO

ENVIADO ESPECIAL

 

Con las Bodas de oro, la Seminci cerraba una etapa que prácticamente coincidía con el cambio de director. Para esta edición, el nuevo patrón del barco Juan Carlos Frugone decidió darle nuevos aires, cambiar de rumbo y diseñar un festival para el futuro. El golpe de timón suponía un intento de caminar con el curso de los tiempos, de crear un foro para el diálogo cultural y también de apostar por jóvenes o desconocidos cineastas, y eso necesariamente entrañaba riesgos.

Hay quien criticaba a la Seminci que se hubiera “instalado” cómodamente en el calendario y servido de otros festivales trayendo películas “seguras”. Se le echaba también en cara que viviese de rentas por haber descubierto tiempo atrás a “directores” que ahora tenían “deudas de gratitud” con el festival, para después haberse aburguesado y perdido aquella capacidad de sorpresa. Pues bien, esos inconformistas no podrán decir ahora que Frugone no ha intentado recuperar aquel espíritu aventurero y descubridor –ahora que Valladolid y el mundo celebran el V Centenario de Colón–, a la búsqueda de nuevos nombres e innovadoras tendencias. Valentía y audacia no le han faltado, aunque tampoco acierto en las películas a competición. Ya lo advertía el propio responsable al declarar que la programación respondía a “la mejor selección posible, aunque éste no sea precisamente un año de relumbrón, tal y como se ha visto en otros festivales”. Efectivamente, el resultado ha sido mediocre o más bien grisáceo: no ha habido películas brillantes, sí unas cuantas notables o aceptables, y más de una que no daba el nivel para estar presente. Por eso, lo mejor hay que buscarlo en esa voluntad de convertir la Semana en un verdadero escenario para directores poco conocidos, en una mina en que puedan descubrirse pepitas de oro, como lo fue antaño: ahora sólo queda confiar en que el camino tomado dé sus frutos en próximos años.

En esta dinámica de renovación y apertura a nuevos mundos, la película elegida para la inauguración era una obra de animación, algo totalmente inaudito: el francés Michel Ocelot (Kirikou y la bruja) presentaba Azur y Asmar, una fábula sobre la tolerancia que cobraba actualidad en tiempos de crispación y enfrentamiento entre civilizaciones. Ocelot cuenta una historia sencilla y humana para defender la riqueza en la diversidad, la superación de supersticiones y actitudes racistas, y exaltar el heroísmo de aquellos que se ven obligados a emigrar a otras tierras. Y lo hace con una factura preciosista de colores vivos y gran vistosidad, recreando interiores a partir de arquitecturas árabes de decoración miniaturista y exteriores también muy detallistas, que funde con un estilo art-déco personal e inconfundible. Animación de enorme belleza visual para una cinta que sabe combinar la silueta de cuerpos y edificios con la expresividad de rostros y la elegancia de escenarios. Un cuento lleno de magia pero que falla en un guión que avanza a trompicones y de manera previsible, y que supone un intento por endulzar la realidad con la fantasía.

También resultó arriesgada la decisión de elegir para la clausura un documental, Once in a Lifetime: The Extraordinary Story of the New York Cosmos, de Paul Crowder y John Dower, en torno al mencionado club de fútbol formado a base de talonario, circunstancia entendida aquí como metáfora de una sociedad y estilo de vida. En este caso, quizá haya sido una apuesta excesiva, pues su marcado carácter televisivo-informativo y una cuestionable calidad que desmerecían del privilegio de cerrar el festival.

Entre medias, veintidós títulos engrosaban la Sección Oficial, quince a concurso por las Espigas, y que incluían otros dos documentales sobre temas de actualidad como son el calentamiento global del planeta (Una verdad incómoda, dirigida por Davis Guggenheim y presentada por Al Gore) o la música contemporánea (¡Que sea rock!, del argentino Sebastián Schindel). En el primero, durante hora y media Al Gore nos ofrece una visión catastrofista de esa degradación de una atmósfera cada vez más contaminada: prolija información “científica” divulgada de manera muy didáctica –recuerda mucho al cine de propaganda Por qué luchamos elaborado durante la II Guerra Mundial, salvando las distancias–, y con una abrumadora presencia de un político que parece estar haciendo campaña electoral, entre testimonios personales sensibleros y ataques a la Administración Bush. Como tal, el documental está bien realizado y mantiene la atención, pero el espectador se pregunta si no estará de nuevo siendo manipulado.

También fuera de concurso, hemos podido ver la doblemente galardonada en Venecia, The Queen (Stephen Frears), acerca de la muerte de Lady Di y su repercusión en la Monarquía británica, así como la comedia negra del español Juan Carlos Falcón La caja. La reina presenta un guión muy cuidado que hilvana diálogos cargados de fina y sarcástica ironía, con un Frears que disecciona un acartonado establishment lastrado por protocolos y costumbres, y que cada vez se distancia más de un pueblo que exige una modernización abanderada por el recién nombrado Tony Blair. Pero esa crítica incisiva se convierte poco a poco en una mirada respetuosa a la reina, primera víctima de una educación basada en la privacidad de los sentimientos y en la conciencia de representar a una institución multisecular. Si el guión es extraordinario, también lo es la interpretación de Helen Miren, quien ya desde el primer plano, mientras es retratada por el pintor de la corte, se gira y mira a la cámara trasmitiendo todo el aplomo y personalidad que desplegará durante casi dos horas. Con imágenes de archivo y una puesta en escena muy british, su director logra una película muy bien terminada y equilibrada, respetuosa con todos y a la vez mordaz, bien documentada y que se aproxima con elegancia tanto a los miembros de la Casa real como a quienes vieron en Diana la “princesa del pueblo”.

Las otras dos cintas invitadas que no competían eran Atrapa el fuego de Philip Noyce y la referida del debutante Juan Carlos Falcón. En Catch a Fire, Noyce se adentra en el apartheid sudafricano a partir de la historia real de Patrick Chamuso, un buen hombre al que una injusta y brutal represión por un atentado le empujan a implicarse en la lucha armada por la independencia del país. Cine político y épica por la libertad, pero también historia de redención personal a través del perdón. Un guión ágil que en ningún momento pierde ritmo, una puesta en escena que logra momentos de gran fuerza dramática y emotiva, y una pareja protagonista –Derek Luke y Tim Robbins– que mantienen un duelo interpretativo a la altura de los personajes que encarnan.

En cuanto a Falcón, La caja no pasa de ser una tragicomedia de humor negro con un guión predecible y tópico que cae en chistes fáciles y burdos, más próximos a la burla grosera que a la ironía sutil y elegante: una pálida sombra del mejor Berlanga que no sabe evitar que susesperpénticos personajes se conviertan en marionetas a merced del guión y sin evolución convincente.

Entre las incluidas a competición, sin haber joyas para la posteridad, la presente edición sí nos ha dejado alguna buena película. Sin ir más lejos, la triunfadora Optimistas de Goran Paskaljevic, un largometraje estructurado con cinco historias que tienen en común el escenario de la Serbia de posguerra, al actor Lazar Ristovski y una idea crítica hacia a aquellos oportunistas –políticos en especial– que quieren aprovecharse de la gente de buena fe vendiendo un falso optimismo. Paskaljevic bebe del Voltaire más escéptico para presentar una visión tremendamente desoladora por la absoluta falta de confianza que trasmite. Son reflexiones llenas de pesimismo, sea drama o comedia el envoltorio, con las que termina su trilogía sobre Serbia, y que pretende generalizar aotros ámbitos y países. Pero ese escepticismo no impide valorar apreciar su fina y punzante ironía en la escritura de historias y situaciones, su capacidad para adentrarse en el interior de sus personajes o la enorme versatilidad interpretativa de Lazar Ristovski, premio al Mejor actor por su capacidad para trasmitir fuertes emociones. Más dudas despierta su Espiga de Oro, pues su carácter episódico le restaba posibilidades frente a otras como Derechos de familia –que injustamente se va de vacío–, Jindabyne o Días de gloria, que también gozaban de más apoyo entre los críticos.

La australiana Jindabyne de Ray Lawrence se llevó dos merecidos premios a la Mejor banda sonora y Mejor actriz –Laura Linney–, en un drama psicológico de ambientación inquietante, con una galería de personajes muy bien dibujados que se debaten entre dilemas de concienciafrágiles relaciones afectivas. De fondo, escenarios entre la superstición aborigen y un racismo latente que salen al descubierto a la vez que el cadáver de una joven asesinada y descubierta por unos pacíficos pescadores en su día de excursión.

También tuvo el reconocimiento del público y se llevó su premio Días de gloria, una coproducción de Francia, Marruecos y Argelia dirigida por Rachid Bouchareb. El largometraje rinde un emotivo homenaje a los soldados de las antiguas colonias francesas que lucharon por defender a la madre patria contra el enemigo nazi, y que fueron tratados discriminadamente durante la misma contienda para más tarde –con la independencia de sus países– ser privados incluso de sus pensiones. Las historias personales de los cuatro soldados protagonistas y de su sargento tienen cuerpo y están contadas con emoción y humanidad, sus personajes están bien perfilados y estupendamente interpretados –uno de ellos se llevó el premio en Cannes, y todos se lo merecerían en Valladolid–, y las escenas de guerra están magníficamente rodadas. El guión es fluido y equilibrado, el espectador se encuentra en todo momento bien situado en los acontecimientos y se siente conmovido con las historias sin que éstas pequen de melodramáticas.

Decíamos que la gran maltratada por el palmarés fue Derecho de familia. Sin ser excepcional, sí merecía un mayor reconocimiento esta deliciosa comedia dirigida por Daniel Burman e interpretada por Daniel Hendler, su actor en El abrazo partido. De aquella película retoma aquí el asunto de las relaciones de padres e hijos, con la mirada nostálgica de Ariel Perelman hacia su padre, un abogado activo y con un método particular de trabajo. Son recuerdos cargados de la gratitud de quien ha recibido una última lección en la misión de ser padre, la de respetar el derecho del hijo a que decida por sí mismo lo que quiere ser y el momento de llevarlo a cabo. Con una presencia prolongada del narrador que evoca la figura paterna, el guión rebosa frescura y gracia, y encadena situaciones simpáticas y con mucha chispa, apoyado siempre en una espléndida interpretación de su protagonista. La historia no tiene grandes sucesos, pero el ritmo no decae en ningún momento y el espectador de la Seminci disfrutó enormemente, con risas durante su proyección y aplausos continuados a su término.

La Espiga de plata fue para la iraní Es invierno, drama social de carácter humano y cuidada factura, por lo que se llevó también el premio a la Mejor fotografía. Nada que objetar, aunque perfectamente podrían habérsela llevado las tres comentadas anteriormente. Aquí Rafi Pitts permanece fiel a esa manera de convertir cada imagen en poesía, y eso aunque la realidad recogida sea tan dura como la historia de dos hombres forzados a emigrar por falta de trabajo, de una mujer abandonada, y de una niña que mira en silencio un mundo que no entiende. Tema mínimo pero consistente rodado con una exquisita planificación, dejando tiempo para la contemplación y buscando rostros llenos de expresividad que trasmitan pesadumbre y desazón, con abundantes primeros planos y una fotografía que sabe generar atmósferas lúgubres. Pitts logra una obra sincera y sencilla que sabe adentrarse en el mundo laboral iraní y también en el alma de sus personajes, dejando un final abierto a la esperanza con el toque sugerido del artista-poeta.

Para el Premio “Pilar Miró” al Mejor nuevo director, había siete candidatos y finalmente se lo llevó un argentino, Hernán Gaffet, prueba de la pujanza de esta cantera inagotable. Se trata de otra comedia en busca de los afectos perdidos que brotan en Buenos Aires: pequeñas historias de amor y desamor que viven cuatro amigos solitarios, reunidos cada día en torno a la mesa de un bar. Con indudable gracia y algunos diálogos ocurrentes, el guión discurre de manera previsible para desembocar en un final convencional que pretende atar todos los hilos y cuadrar la vida; y como casi siempre en el cine argentino, las interpretaciones gozan de frescura. Cinta sencilla sobre la amistad y la inestabilidad sentimental que entretiene, pero cuyo director se mueve en unos parámetros más superficiales que su compatriota en Derechos de familia.

Entre la representación española a concurso, sólo Felipe Vega logró una obra digna cinematográficamente al recrear situaciones y personajes en Mujeres en el parque, por otra parte bien interpretados, en una vuelta al tema de la inestabilidad emocional y la soledad, ya tratado en Nubes de verano. Sin embargo, el guión  incurre en algunos defectos que le restan agilidad narrativa, con subtramas que apunta y no desarrolla, concesiones innecesarias, y un desenlace con triple salto mortal que precipita el melodrama hacia la tragedia y que hace que la historia pierda verosimilitud. Una buena aproximación a una generación que carece de modelos válidos a los que mirar y que hereda su desorientación, aunque en ningún momento el director llegue a profundizar en las raíces de esas familias rotas ni en su fragilidad.

La otra española, El ciclo Dreyer de Álvaro del Amo, causó revuelo, decepción y sorpresa por su ínfima calidad y pésimo guión. Historia de amores reprimidos y cinefilia rancia ambientada en los años sesenta: los diálogos resultan artificiosos, no porque sean literarios sino por lo mal construidos e hilvanados que están; una puesta en escena fatua y pretenciosa que intenta emular, por ejemplo, a otros idénticos de la película Gertrud de Dreyer; o unas interpretaciones patéticas y sin alma, especialmente la de Fernando Andina, forzadas por una caracterización insulsa; y un guión asombrosamente previsible desde la aparición de cada personaje, además de ideológico, anticlerical y con una pedantería alarmante. En definitiva, parece que en este país estamos dispuestos a seguir pensando que nos merecemos más, que el apoyo al cine español debe ser ciego y a ultranza, y que la manera de subir el nivel es subvencionar más películas –aunque no lleguen muchas a estrenarse–. En cambio, pocos son los que se plantean que quizá sea necesario desprenderse de algún complejo, y también de tópicos trasnochados y de un tono chabacano-frívolo que nada tiene que ver con una personalidad cinematográfica que no se aprecia por ningún rincón.

El resto de los largometrajes de la Sección Oficial respondían a una apuesta por el cine “periférico”, en un viaje por el mundo en busca de joyas escondidas. Ha habido muestras de Egipto (El edificio Yacoubian, de Marwan Hamed), Filipinas (Kubrador, de Jeffrey Jeturian), México (Más que nada en el mundo, de Andrés León y Javier Solar), Alemania (El corredor de seguros, de Bülent Akinci),  Japón (Yureru, de Miwa Nikishikawa), Hungría (Friss Levegö, de Ágnes Kócsis) o la coproducción alemana-suiza-bosnia La señorita, de Andrea Staka. En su mayoría, son óperas prima de sus directores, que desde distintas ópticas buscan retratos de personajes que se debaten en sus búsquedas afectivas, luchando por sobrevivir a la soledad, la pobreza o la enfermedad. En general, intentos fallidos por guiones que pierden ritmo o a los que les falta equilibrio, y sólo en las tres últimas señaladas se vislumbran una sensibilidad y capacidad para lograr buenos trabajos en adelante.

En la sección paralela Punto de Encuentro concursaban 13 películas de procedencia tan dispar como las de la Sección Oficial. De nuevo, había varias citas con el desamor, la cárcel, la muerte o la búsqueda de un lugar en el mundo, temáticas que se adentraban en territorios sacudidos por la dictadura, el dolor, la guerra o el desencuentro afectivo. Se llevó el galardón El destino, del argentino Miguel Pereira, una mezcla de géneros entre el melodrama y la picaresca con una historia de choque entre la tradición y la modernidad, y con Tristán Ulloa de protagonista. Además, se ofrecían dos sesiones especiales con la proyección de dos clásicos del cine, ahora restaurados: Robinson Crusoe, única de Buñuel en Hollywood y primera que realizó en inglés y en Eastmancolor, inédita en España; y Dios y el diablo en la tierra del sol, película del brasileño Glauber Rocha y adscrita al movimiento Cinema Nôvo, que recoge una revolución marxista apoyada en la religión en su lucha contra la pobreza, con su posterior proclama laicista.

Más presencia española había entre los 18 documentales que integran la sección Tiempo de Historia, con varios acercamientos al pasado franquista, a la caza de brujas en el cine, o a temas tan peregrinos como la producción industrial de comida o el sistema de calificación de películas en Estados Unidos. Cristóbal Colón tuvo su homenaje con un documental especial que lo vincula a Valladolid, mientras que el ganador del primer premio en la pasada edición, Fernando “Pino” Solanas (La Dignidad de los Nadies) presentaba su Argentina latente, otra novedad en esta Seminci al tratarse de un trabajo aún en construcción. Entre todas las películas de la sección, un documental de Antoni P. Canet, Las alas de la vida, se llevó el premio con todo merecimiento. Recoge el testimonio de Carlos Cristos, médico que padece desde hace años una enfermedad degenerativa nerviosa para la que no existe tratamiento, y que pidió a su amigo abordar esos duros momentos de dolor y espera de la muerte para ayudar así a cuantos se encontraran en situaciones similares. Conversaciones que denotan una altura de espíritu encomiable, imágenes de su labor asistencial en Ruanda o de su lucha diaria por poner una sonrisa a las limitaciones crecientes, grabaciones de la música que componía en otros tiempos o del programa de divulgación médica en Radio Nacional..., todo hace que –tras el lógico impacto inicial que causa la realidad de su estado– el espectador vaya haciéndose poco a poco “amigo” de este hombre que no tiene miedo a la muerte y que encuentra un sentido al dolor. Todo un ejemplo de valentía y de servicio, que hay que hacer extensible a los que le rodean y al equipo de filmación, que sabe crear una atmósfera de confianza y respeto a su intimidad, y que conduce al público hacia otra manera de mirar la enfermedad.

La conmemoración del 150 aniversario del periódico local El Norte de Castilla sirvió de excusa perfecta para la confección del ciclo Cine entre líneas, que daba cabida a veinte películas sobre el mundo del periodismo, con obras de Wilder, Welles, Hawks, Lang o Pakula, entre otros. Además, el director Pedro Olea tuvo su propio ciclo con 15 trabajos para el cine y la televisión –además de una publicación sobre su obra–, lo mismo que el dedicado al indio Satyajit Ray –autor de la obra maestra La trilogía de Apu– del que se proyectaron siete filmes restaurados e inéditos en España. Y como otros años, hubo una sección de Spanish Cinema para recuperar lo mejor del año español y ofrecérselo principalmente al espectador venido de fuera de nuestras fronteras.

Si las novedades reseñadas hasta aquí no fueran suficientes, Frugone y su equipo introdujeron en la presente edición una sección para analizar las influencias mutuas entre el cine y los videojuegos, con seis películas paradigmáticas, dos mesas redondas para el debate y otras actividades lúdico-experimentales relacionadas con el tema. Fue un intento por reflexionar sobre el lenguaje audiovisual del futuro y que se prolongará, al menos, durante los dos próximos años.

Mucho cine y muchos riesgos en esta edición que no contaba con grandes estrellas del celuloide, pero que buscaba recuperar personalidad e identidad, que se atrevió a adentrarse en alta mar a la captura de la modernidad y del buen cine. En definitiva, una edición con un pelotón de cine que ha ido muy agrupado y de una calidad mediana, con algunas películas descolgadas y para olvidar, y con ninguna para la historia. Convenció la propuesta “prólogo” de animación Azur y Asmar, y defraudó el documental que hacía de “coche escoba”. También se constata que lo mejor suele venir de Cannes, Montreal y festivales similares (La reina, Catch a Fire o Días de gloria). Y la experiencia de que para incluir un documental en la sección principal hay que asegurar que goza de alto nivel artístico –dudoso en el caso de Una verdad incómoda, Que sea rock o la mencionada sobre el fútbol del Cosmos–. Ahora, sólo queda esperar un año de más calidad con la ilusión de que no se quede todo por el camino, y de que en la próxima Seminci podamos disfrutarlo y “descubrir” nuevos valores, aunque no se llamen Ingmar Bergman.