ARTURO SEGURA

 

Durante el segundo aniversario de los atentados del 11-S, Lana Swenson (Michelle Williams), vuelve a su país natal, EEUU, para iniciar sus estudios universitarios, tras años de ausencia residiendo en Israel y trabajando por la búsqueda de la paz en el conflicto palestino-israelí. Se instalará en una misión cristiana de atención a marginados de un suburbio de Los Angeles. Junto a esto, su prioridad inmediata consistirá en encontrar a su tío Paul Jeffries (John Diehl), hermano de su madre y veterano de Vietnam, al que los atentados han actualizado el miedo y horror con que convive desde hace tantos años, neurotizándolo hasta el extremo de creerse movilizado en misión especial junto a otro compañero de armas.  

 

 

Hacía ya cuatro años, desde El Hotel del Millón de Dólares (The Million Dollar Hotel, 2000),que el alemán Wim Wenders (Düsseldorf, 1945) no rodaba una nueva película de ficción. En el intervalo, únicamente han visto la luz documentales acerca de temas diversos, principalmente musicales. Así, en 2002, Viel passiert - Der BAP-film; Ten Minutes Older: The Trumpet y U2: The Best of 1990-2000 –éstos últimos como participante en esos proyectos colectivos-, y The Soul of a Man, en 2003.

En su vuelta al largometraje, y como ya hiciera en El Final de la Violencia (The End of Violence,1997), este pertinaz buscador y creativo ciudadano del mundo, se ha atrevido con el incómodo tema de la violencia, retornando una vez más a los EEUU de sus amores y odios, y fuente inspiradora de gran parte de su obra. En aquella ocasión, su trabajo consistió en indagar en las causas y raíces de la violencia, contando también con la ciudad de Los Angeles como escenario. En esta, también lo hace sobre sus consecuencias, aportando un nuevo mojón artístico referencial que explore la estela dejada por un traumático y determinante punto de inflexión histórico. Quizá por esta razón resulte ya a priori una historia tan cercana, al tratarse de una vivencia común, de un acontecimiento que tanta huella continúa dejando en todos.  

Asimilando esta perspectiva a la de otros realizadores más abajo mencionados, desde el tremendo contraste que el propio monopolio del cine-entretenimiento establece con su persistente insistencia en la repetición de fórmulas encalladas, y aceptando tantas ramificaciones y tratamientos diversos del tema –cabe encontrar matices y diferencias, incluso entre magnificadores de la violencia como Peckinpah, Tarantino, Robert Rodríguez, Woo o Kitano-, cabría hablar de que, a lo largo de la última década larga, el sendero abierto por ese cierto cine en torno a la violencia y sus ramificaciones, está ofreciendo alternativas tan reseñables y novedosas como desconocidas –si no ignoradas- por la dócil inmensa mayoría.

Según esto, a través de esas miradas aparentemente divergentes entre sí, pero confluyentes en cuanto a principios u objetivos, es esperanzador constatar que aún es posible para el espectador, educar -dilatar, completar, perfeccionar- su concepto y percepción del tema que nos ocupa. De este modo, y salvando matizaciones y peculiaridades, no pasan inadvertidas las contemporáneas reflexiones que, ya desde 1991 y hasta la actualidad, han ido aportando Lawrence Kasdan -Grand Canyon-,Terrence Malick -La Delgada Línea Roja (The Thin Red Line, 1998)-, Gilles McKinnon -Regeneration, 1997-,Jim Sheridan -En el Nombre del Padre (In the Name of the Father, 1993), The Boxer (1998)- y discípulos -Terry George (En el Nombre del Hijo, Some Mother´s Son, 1997) y Hotel Rwanda, 2004, o Pete Travis (Omagh, 2005)-; Steven Soderbergh -Traffic, 2002-, Alejandro González Iñárritu -Amores Perros, 2001, 21 gramos, 2003 y Babel, 2006-, el Gus van Sant de Elephant (2002), Atom Egoyan -Ararat, 2003-,Theo Angelopoulos -La Mirada de Ulises (To Vlemma tou Odyssea, 1995)- y la reciente Eleni, (To Livadi pou dakryzei, 2004)-,Danis Tanovic -En Tierra de Nadie (2001)-, o incluso Manoel de Oliveira -Una película hablada (Um filme falado, 2003).

 

 

 

Sensibilidades muy diversas como se ve, que, en mayor o menor medida, con más o menos acierto y talento, dejan un rastro que nos rescata y devuelve una imagen de la realidad más completa y conforme consigo misma y con nosotros, tal y como justamente ocurre con Tierra de abundancia.

Wim Wenders pone de manifiesto una vez más, la enorme coherencia y riqueza de su pensamiento conceptual, en íntima relación con la irrenunciable e indisoluble unidad entre las elecciones de índole tanto ética como estética, para las cuales no establece diferenciación o separación alguna. Como ya quedara comentado en la reseña del libro El acto de ver, dicha propuesta se halla sintetizada para él en una única palabra: einstellung; voz alemana que significa por igual “plano (cinematográfico)”, y/o “actitud”, estableciéndose de este modo una esencial relación de interdependencia entre “lo visible” -lo recogido en el encuadre-, y “lo (parcialmente) invisible” -lo existente tras éste-, tan real, no obstante, como lo visible, y que, en este caso, cabe vincular con la mirada de quien se encuentra detrás de la cámara. Resulta obvio, no obstante, que “lo invisible”, también se encuentre en ocasiones, y puede incluso que en mayor medida, ante nuestros propios ojos, proyectado en la misma pantalla. En palabras del propio director:

(…) todo acto fotográfico o fílmico documenta (…) todo lo que entra en el plano. Pero (…) también documenta lo que sucede detrás de la cámara (…). Las fotografías son también un documento del talante con que el fotógrafo o el director de cine han visto algo. En cine, un Einstellung [un plano] es lo que hay dentro de un encuadre (…). Pero (…) también es lo que hay fuera del encuadre, es decir, la Einstellung [actitud] interior del cineasta respecto de una cuestión” 1. Premisas o principios que, por tanto, apelan directamente a la moralidad de la actividad del creador cinematográfico, tanto respecto de sí mismo, como del espectador. Son las ineludibles caras -dimensiones personal y social- de una misma moneda: la responsabilidad del artista. Einstellung se explica pues, como una relación de comunión, como una unidad de interacción recíproca entre el ethos y su propia apariencia: la ética es más verdadera en la medida en que se ve más estrechamente constituida por la estética que la muestra.

De esta manera, si algo llama la atención de Tierra de Abundancia desde un primer momento, es precisamente la inequívoca sensación de constante fidelidad a unos concretos principios humanistas, puestos de manifiesto en el dignificante tratamiento  que de una realidad tan trágica se ofrece a la mirada. Para ello Wenders se valdrá de una estética diáfana que, sin detrimento del resto de interpretaciones, encuentra en las encarnaciones que Michelle Williams y John Diehl hacen de Lana y Paul respectivamente, la mansa pero poderosa corriente que arrastre toda la película hacia este propósito.

 

PAUL. SAVING SERGEANT JEFFRIES

Lejos de caer en el tópico estereotipo del guerrero atormentado y desplazado, la perspectiva desde la que se nos muestra su existencia es bien diferente. Paul es tratado ante todo como un hombre radicalmente vulnerable al que la experiencia de una guerra ha malherido tan profundamente que, como para tantos veteranos, la vida presente es un absurdo tras la metamorfosis sufrida; un eco del ya irrecuperable paraíso perdido –imposible algo peor-, en que el pasado previo al horror se ha transformado. El presente transcurre entonces desvinculado de lo vivido anteriormente; para muchos de ellos, un naufragio en soledad en una isla a la deriva; algo tan indigno de ser llamado vida, que, en realidad, es otra vida. No en vano, el único instante en que lo vemos sonreír, es en el gesto congelado por una fotografía del pasado mejor en la que posa con su sobrina, aún de temprana edad, y que ésta aún guarda como un tesoro por descubrir.  

No es de extrañar por tanto que todo este desgarro existencial haya llevado a Paul al extremo de no haber aceptado la ya lejana derrota; de haber perdido, quizá irremediablemente -Lana hará posible lo imposible-, el tren del tiempo que se ha llevado consigo la noción de la propia realidad; de vivir cautivo de sus vivencias, convirtiéndose en una especie de don Quijote –varias situaciones dejarían atisbar la implícita conexión-, que ha encontrado una nueva “razón” para resucitar sus fantasmas interiores, vagando a la caza de los gigantes a los que un día sí se enfrentó.  Siguiendo con los símiles, y por hallar otro vínculo más matizado, pero con alguna referencia cinéfila directa, sería un personaje a medio camino entre los amables veteranos de William Wyler en Los Mejores años de nuestra Vida (The Best Years of Our Lives, 1946), y los atormentados combatientes del Vietnam de Michael Cimino en El Cazador (The Deer Hunter, 1978) o el recurrente Oliver Stone.

 


   

Wenders siempre ha sido un autor fascinado, tanto por el enigmático poder seductor de la máquina, como por la experimentación con la nueva tecnología visual –los planos que abren la película serían una buena muestra-. Esta circunstancia lo ha situado a la vanguardia del universo audiovisual –cine, documental, publicidad, vídeo musical…-, hasta el punto de constituir una de sus señas de identidad. Por estos motivos, no es casual que también sus personajes sean diestros usuarios de artefactos de la comunicación -teléfonos móviles, micrófonos, cámaras de todo tipo, ordenadores...-.

Así pues, y volviendo de nuevo a la referencia a El Final de la Violencia, es fácil encontrar una estrecha vinculación entre Paul y el personaje obsesionado por el control de las intimidades que en aquélla interpretaba Gabriel Byrne. Pero abriendo el encuadre y ampliando la profundidad de campo, y sin ánimo de ofrecer una divagación estéril, también cabría detenerse un tanto en la ciencia ficción literaria, por otro lado tan vinculada a la cinematográfica, en busca de nuevas vinculaciones.  

Me refiero al asombro ante la inquietante actualidad contenida en las visionarias parábolas de H.G.Wells, George Orwell, Ray Bradbury, Arthur C. Clark o Philip K. Dick. De un modo u otro, todas ellas tratan el peligro que entrañan para el hombre las nuevas formas de totalitarismo y el temor de éste ante la máquina, como sustituto de la condición humana e implacable determinante de su destino. Terrible paradoja, teniendo en cuenta que esta posibilidad es fruto del progresivo deslumbramiento y posterior subyugación del ser humano ante la máquina: la anulación del hombre por el hombre, enamorado de sí mismo ante la obra de sus propias manos.

A la luz de aquellos autores y de nuevo en el cine, aunque sin detenernos en las diversas reencarnaciones del monstruo polifacético de Tod Browning o las pesadillas expresionistas de Murnau, es posible tomar como punto de partida la profética obra de Fritz Lang, Metropolis (1927). Y es que, con el mito de Frankenstein o el surgimiento del (super)hombre tecnológico como siniestro telón de fondo, también Fahrenheit 451 (1966), de François Truffaut, THX 1138 (1970), de George Lucas, 2001: Una Odisea del Espacio (2001, A Space Odyssey, 1969), de Stanley Kubrick, o las más recientes El Show de Truman (The Truman Show, 1998), de Peter Weir, e Inteligencia Artificial (A.I. Artificial Intelligence, 2001), Minority Report (2002) y La Guerra de los Mundos (War of the Worlds, 2005), todas ellas de Spielberg, tienen como origen y denominador común las grandes preocupaciones surgidas a partir de las ideologías tiránicas y totalitarias larvadas durante el siglo xix. La desaforada ambición de poder y el delirio a que ésta conduce, también asumidas por todos los terrorismos; a fin de cuentas, un terrible “nada nuevo bajo el sol”.

Si bien las proporciones y alcance de los poderes descritos en cada una son variadas –no es comparable el poder potencial de Paul con el de John Anderton-Tom Cruise en Minority Report-, y la dimensión del protagonismo de la tecnología es diversa –la máquina en Tierra de Abundancia ocupa un segundo término-, sí tienen en común el arbitrario y artificial control de la realidad a través de las diferentes formas de un tecnológico gran ojo ubicuo que, ya sea legitimado por un sobreentendido o presupuestado bien común o por el imparable progreso técnico, pretende arrogarse las labores de juez omnipotente, adjudicándose la ostentación del poder absoluto. Cualquier medio es válido para la consecución de la seguridad, el bienestar, el servicio patriótico o social.

Sin embargo, a pesar del largo recorrido de estos temas, y aun siendo una realidad solapada en el caso de Tierra de Abundancia,Wenders no despoja de una genuina condición humana –cercana, verosímil- a su personaje, diferenciando de dos maneras. Dada la aversión que se pueda sentir ante las actitudes y propósitos de Paul, ésa no llega en ningún momento a ser mayor que las causas primeras de tal comportamiento. Así queda evidenciada una visión esencialmente justa del personaje, en la que respeto y comprensión –misericordia-, no implican concesión de validez a su actuar.

El otro elemento de discernimiento aporta un ingrediente discretamente cómico –humanizante por tanto- que su paradójico comportamiento –ficticio, pero tan real por el peligro que entraña- trasluce. Por esta razón no sería arriesgado vincular las casi virtuales actividades de Paul desde el doméstico gran ojo de su furgoneta, o en las investigaciones a pie de campo -situaciones a priori aparentemente vacías de humor-, con un juego a medio camino entre la locura y el divertimento infantil. En este sentido, e iconográficamente hablando, guarda incluso un gran parecido con los ciberguerreros de tantos vídeojuegos.   

Y todo ello presentado sin afán de protagonismo por parte de Wenders, que hace fluir la historia sin artificios que fuercen la narración, la interpretación o el tono, rehuyendo toda tentación distorsionadora, ante la atónita mirada del espectador, que no sabe si reír o llorar por compasión, al haber sido situado con tanta naturalidad en la frontera entre los territorios antagónicos de la comedia y la tragedia. Constatación de maestría y talento desde la modestia, para la que hoy día, pocos directores demuestran actitud.

Por contrastar con un ejemplo, la gran diferencia que respecto de películas como Pulp Fiction se posibilita percibir en torno al propio sentido de la comicidad, y ante situaciones en apariencia similares, radicará en la ausencia total de recreo en lo morboso y de intervencionismo en el comportamiento de los personajes, ofreciéndose por el contrario, un diáfano poso de equitativa libertad, regalado por igual a criatura y espectador. Dicho de otro modo, las creaciones de Wenders poseen tal autonomía, que parecen existir: existen en la medida en que revelan y rescatan la propia realidad con un sentido redentor –que revierte sobre el propio espectador como posibilidad de trascender-, más que en la de hábil y vacía captura visual; las de Tarantino son un tratado de escapismo nihilista, y por tanto, un deliberado apartamiento de lo humano. El alemán, por principio, conoce el respeto; no así el norteamericano, cuyo principio parece ser no tener principio.

No obstante, todo el humor del mundo no hubiera sido suficiente para compensar el dolor latente tras la red tejida por el sueño en que vive Paul. La investigación de su pista se complica cuando Hassan Ahmed –uno de los vagabundos atendidos por Lana en la misión, y prioritario sospechoso de Paul-, es asesinado por unos desconocidos, no habiendo otra opción para enterrarlo dignamente, que entregárselo a su hermanastro Yusuf, que vive en Trona, un poblado en medio del desierto californiano, a 300 km de Los Angeles. Esta circunstancia conduce al episodio crucial, al momento del desplazamiento, también físico, de los protagonistas, dando motivo de nuevo a que la película retorne a una de las constantes del artista alemán: la road movie.

Sin voluntad de profundizar en su estudio, pues no es objeto de este ensayo, cabría decir tan sólo, y en relación directa con lo que nos ocupa, que se trata de un guante perfectamente adaptado a las inquietudes del realizador alemán. La captura del viaje espiritual que todo viaje físico entraña; el cambio perpetuo a que todo se ve sometido, la humana imposibilidad de enraizar definitivamente, la ausencia de patria real; en suma, el homérico drama del errante permanente que somos todos.

Por esta razón es posible aplicar a Wenders eso que otro grande del cine, el griego Theo Angelopoulos, comenta de su propia obra: “Mis películas tratan de los viajes que todos realizamos. Es el problema universal de no tener un lugar”. Palabras de aliento atemporal, pronunciadas en otro contexto, que, sin embargo, y en virtud de una feliz coincidencia, parecen ser una suerte de referencia de las de Hassan, pobre infelizque, en un momento dado y para responder a la pregunta sobre su procedencia, dice: “yo no tengo hogar; mi hogar son las personas”.
 
Trona es el escenario a que ha llevado la investigación a Paul y Lana, ese onírico y polvoriento lugar en medio de ninguna parte -caravanas convertidas en viviendas; movimiento anclado-, no constituye un emplazamiento ciego, una localización caprichosa elegida al azar, sino que responde a otra acertada elección de Wenders, que, en contraposición con la ciudad 2 –otra de sus constantes irrenunciables-, encuentra en el desierto 3 -Paris,Texas (1984), Hasta el Fin del Mundo (Until the End of the World,1991)…-, y en virtud de la transformación del personaje, una razón de ser perfecta para acceder a un espacio simbólico, al lugar sagrado apropiado para el encuentro –reencuentro- con la búsqueda de esencia y sentido olvidados; en definitiva, para la metáfora.

En su afán por llevar al extremo y en solitario la investigación -su compañero ha dado muestras de moverse más por lealtad que por convencimiento-, Paul se da de bruces con el absurdo –las cajas del misterioso “Borax”, la mujer enferma escuchando a Bush declarando una guerra…-, gracias al cual, su viaje de retorno a la simple realidad lo va despertando progresivamente del citado sueño en que involuntariamente ha vivido: el viaje físico lo ha conducido hacia el viaje espiritual que lo devolverá a la vida, a la que, probablemente, ya nunca más habrá de enfrentarse en solitario.  

Para alcanzar la purificadora catarsis, será preciso seguir el doloroso y paradójico camino por un patético crescendo de caída, atravesando la finish line, esa línea de llegada al final del viaje de retorno emprendido desde la locura, literalmente prefigurada en el nombre del mísero bar donde Paul ahoga en alcohol su miedo a sufrir su última derrota; a sucumbir ante la incontestable victoria de la realidad. Pérdida necesaria no obstante, para regresar al mundo de los vivos, y por la cual se le concederá la recuperación de la consciencia que le devuelva la conciencia, gracias al cálido refugio que es Lana.   

Las secuencias que recogen estos momentos son de una intensidad memorable. En la antípoda del uso de la banda sonora como recurso que subraye la estridencia y el “descenso a los infiernos” -21 Gramos-, y junto a un empleo sereno y delicado de la cámara entendida como testigo, el artista alemán no va más allá de lo necesario en su función. Si se quiere, podría resultar un tanto despegada, pero en absoluto fría, distante o indiferente. Quizás merced -una vez más, y en contra de la manía generalizada-, a la actitud wendersiana, desde la que abordar episodios tanto “decisivos” como “intrascendentes”, es igualmente esencial: en realidad, puede que incluso resulte un error establecer tal diferenciación, pues, parece decirnos, todo es importante, nada es indiferente para quien sepa mirar.

Por tanto, y visto lo visto, la actitud óptima para afrontar la labor de director de cine –el acto de ver, de mirar- es la humildad, no dejando resquicio para el fácil recurso a la exageración, lastre de multitud de películas actuales. Wenders demuestra que es precisamente la ausencia de protagonismo por su parte; de énfasis artificioso, distorsión o regodeo en lo desagradable, un factor dignificante, ya que, al no intervenir ni imponer deliberadamente significantes explícitamente pesimistas ajenos a los visibles, queda protegida la total libertad de interpretación del espectador. Por el contrario, es la complacencia y la fijación en la fatalidad, lo que justamente conduce a un oscurantismo determinista que (en)cierra la mirada/actitud –einstellung- del espectador y, en última instancia, trasluce una visión unívoca del director, al impedir el ejercicio de la libertad de aquél.
    
La incorporación a la historia de Yusuf, hermanastro de Hassan, constituye un oasis en el sentido más literal –descanso y acopio en medio del desierto-, y una posibilidad de ejercicio de la comprensión para el espectador, dada la enorme dignidad del personaje. El detenimiento en los detalles personales de ambos hace incidir todavía más en lo dicho, posibilitando el inevitable interés por ellos. Contemplando su hospitalidad, el orden de su humilde habitáculo, surgirán preguntas ineludibles acerca de su pasado común, congelado en las fotografías familiares de los felices años pakistaníes, y de su presente: ¿Cómo llegó Hassan a esa situación? ¿Por qué se rindió? ¿Por qué Yusuf permanece en semejante lugar? Se trata de un estrecho vínculo con nuestra realidad, si caemos en la cuenta de que son cuestiones en alguna ocasión planteadas sobre tantas humanidades similares que se cruzan en nuestro camino diario.

 

LANA. UBI CARITAS

Lana, hija de un misionero protestante y huérfana de madre, es el elemento aglutinador y eje alrededor del cual gira todo. Al contar con una actriz de físico tan espiritual, y que con tanta convicción se ha entregado al personaje, queda traslucida la claridad de ideas de Wenders en la labor de selección del reparto, hasta el punto de poder llegar a pensar desde su punto de vista, en un claro ejemplo de enamoramiento de Michelle Williams a través de la cámara, no tanto en un sentido literal, como identificativo: parece que Wenders quisiera dejarse entrever tras la sombra de Lana para proyectarse en su mirada pura y transparente, para confiar sus más profundos deseos, esperanzas, convicciones.

A través del contacto por chat que mantiene con el que parece su novio en Israel, se van desgranando opiniones y puntos de vista en torno a la paz, la situación en Oriente Próximo, la movilización pacifista, etc, ajenos no obstante a todo sentido discursivo, con efecto excursivo, por distraer la atención de lo esencial.  

Iremos constatando que es una persona normal a la que le gusta la música, que es amable porque sabe escuchar, porque todos sus actos están gobernados por una contagiosa serenidad, porque es tan obstinada como reflexiva y mantiene los pies bien pegados al suelo, gracias a lo cual, llegado el momento, será capaz de “pararle los pies” a su tío cuando compruebe la posibilidad de riesgo real. Pero la constatación más interesante para penetrar su verdadera dimensión, la constituye la predisposición, el pozo sin fondo de una realidad profundamente espiritual mostrada sin tapujos, que parece alimentar sus actitudes, y en la que, tratándose de un elemento tan constitutivo y medular del personaje, como decisivo para el sentido final de la historia, cabe detenerse.

Sin ningún pudor ni propósito sospechoso de distanciamiento, crítica, y mucho menos caricatura, se muestra a Lana como un ser humano maravillosamente cautivador y sensible, a quien las más ordinarias circunstancias mueven a la actitud orante, convirtiendo así las secuencias de la llegada en el avión o del despertar una mañana cualquiera, en hermosísimos momentos de intimidad, en escenas de amor.

 

 

A propósito de esto, y volviendo a la mencionada estética diáfana, en tiempos como los presentes, tan dependientes como destructivos de la imagen y de todo lo relacionado con la privacidad, están provocando atrofia e inhabilitación para comprender y valorar -cuando no son crueles e inmisericordes con ellas-, la modestia, la intimidad, el pudor o la ausencia de notoriedad. De este modo, parecen quedar pocos reductos apropiados para la levedad, la reflexión, el matiz, la observación, el silencio, la serenidad o la contemplación, tan relacionados con la realidad espiritual a que aludimos.

Así, el hecho de registrar en una película de la manera más sincera –más pudorosa, menos notoria-, y con una puesta en escena tan sencilla y transparente que resulta invisible, el acto puro de un ser humano sumergido en su conciencia y en diálogo con Dios, resulta una postura de enorme valentía. En realidad se trata, de una nueva constatación de lo dicho acerca de la humildad y la pudorosa transparencia del propio Wenders, cada vez más cercano a una vía de ascesis y despojamiento de sí, que, sin temor a equivocación, y sin olvidar sus peculiaridades, paulatinamente lo está acercando a maestros como Ozu, Bresson o Dreyer.     

Pero siguiendo con la semblanza de Lana,se trata de un retrato exhibido también sin énfasis alguno, a través del cual se nos ofrecen diversos aspectos fundamentales del  cristianismo, en conjunto extraordinariamente divergente del acostumbrado hoy día, y más vinculado a serenas miradas de maestros como el propio Dreyer, el Pasolini de La Pasión según San Mateo (1964)…, pero completado, no mediatizado, y por ello, hasta insólito, regenerador y novedoso.

Este amable y creíble retrato de la oración personal, la conciencia y consiguiente alegría de vivir el misterio de ser hija de Dios, la pobreza, la austeridad, el servicio incondicional…, tiene como consecuencia dos aspectos. Por un lado los efectos beneficiosos de la riqueza interior de la chica, que, a través del ejercicio de la paciencia, la mansedumbre, la, llamada en el argot,“infancia espiritual” –una vez más, la pasión de Wenders por la infancia-, el optimismo, la ilusión, la alegría,  literalmente rescata progresivamente a su tío, dando lugar a la esperanza de que llegue a descubrir que no necesariamente cualquier tiempo pasado fue mejor, y que algún día recuperará la paz, a pesar del –o quizá gracias al- abierto final.

Como ocurría con Paul, su retrato no es estereotípico. En su caso, se aparta del acostumbrado atolondrado y ridículo cristiano, pero en un sentido audazmente pleno, por devenir en encarnación de las evangélicas “sal de la tierra” y “luz” entre las abundantes tinieblas “del mundo”. Esto, en absoluto sería motivo suficiente para decodificarla en clave alegórica, entendida como personificación de la caridad o algo similar, puesto que el propio Wenders se contradiría, según lo expuesto más arriba: Lana tan sólo es quien es; un ser humano posible.

Por otro, el implícito toque a navegantes que –quien quiera oír, que oiga- el detenimiento en esta realidad puede suponer a la escasísima atención que el cine contemporáneo dedica en profundidad a personajes modelados a partir de semejante material humano, dando cabida y sin ocultar defectos, a unas hondas antropología y religiosidad. Una suerte de ser conglomerado de diamante y arcilla –como todos nosotros-, en el que tiene lugar el poder misteriosamente transformador y regenerador de la religión hecha vida. En mi modesta opinión, creo que esto es lo que hace tan atractiva la figura de Lana: siempre y cuando el espectador lo permita, con ella existe la factible posibilidad de la identificación y quizá, incluso, de la transformación personal.

Con el fin de completar la coherencia del personaje, y exceptuando las secuencias musicales –de obligado comentario más abajo-, jugará un papel decisivo la importante presencia, no tanto del silencio, como de una wendersiana pretensión de quietud, tanto interior como exterior, que contribuye al inusitado equilibrio que desprende toda la película, también en los momentos que no cuentan con su presencia. De este modo es de reseñar y agradecer que Wenders no se haya prodigado demasiado en acentuar lo que es constitutivo del personaje, ya que resultaría  superfluo enfatizar lo evidente, y dar así posibilidad al cierto peligro que en ocasiones puede entrañar el abuso de la apología: una excesiva defensa de lo que no siempre la precisa. Es como si se nos confiara que el, de nuevo evangélico, “por sus obras los conoceréis”, fuera suficiente y sobrado argumento, por contener implícita la demostración de su motivo.

A la luz de Lana, y tras todo lo dicho, sería posible encontrar un paralelismo con el personaje encarnado por Emily Watson en la película de Lars von Trier, Rompiendo las Olas (Breaking the Waves,1995), pero no más que en claro contraste, habida cuenta las diferentes visiones de uno y otro realizador en torno al mismo tema. Allá, aunque se daba lugar a la realidad de la búsqueda de la presencia de Dios a través de la oración, también era posible especular sobre el arriesgado equilibrio –ambigüedad- entre la locura y la sinceridad, la provocación, la insolencia, incluso la perversidad de la propuesta del director danés, a través de los ¿esquizofrénicos? monólogos que hacían pensar incluso en otro mero juego de niños. Aquí, no hay lugar más que, para que lo que se ve, revele lo invisible, en absoluta coherencia con la transparencia del personaje. Por tanto no serán mero esteticismo caprichoso la abundancia de bellísimos primeros planos, de recreo en el paisaje de su rostro, que tanto recuerda a los misteriosos y fascinantes retratos femeninos de Krzysztof Kieslowski. Nada más lejos, por tanto, de la desmarcada visión escéptica, crítica con toda ortodoxia o del halo vaporoso con que, con toda seguridad, se la hubiera orlado en el Hollywood actual.

La carta de la madre de Lana constituye, por un lado, su testamento, la expresión de su última voluntad -confía su hija a su propio hermano-, pero, por otro, es también el punto de confluencia entre la finalización de un tormentoso periplo, y esa segunda oportunidad que se brinda a Paul desde su propia familia -¿acción de la providencia?-, dando por zanjados de ese modo los conflictos pasados, para reencontrarse con la necesaria esperanza. Al igual que en el audaz y esplendoroso plano-secuencia final de ¡Tan Lejos, tan Cerca! (Far Away, so Close!, 1993), se (nos) legaba como un inaplazable deseo de los ángeles protagonistas, el urgente hallazgo de la mirada amorosa como único camino para un seguro progreso humano, y garantía del redescubrimiento de Dios, aquí también es un testamento lo que recrea el amor entre las personas, y la voluntad expresada, lo que se lega por confianza y devoción.

Sin embargo, y a semejanza de los mejores cuentos, la citada road movie no parece encontrar su fin de trayecto: nada que ver con un artificioso e innecesario alargamiento de la historia. Llegados a este punto, lo que en tantos guiones hubiera sido suficiente para dar por satisfactoria la historia, aquí se torna necesidad que hace perentoria su continuación en el largo viaje que ambos protagonistas emprenderán para atravesar todo el país, hasta la serena culminación catártica en la Zona Cero, en pleno corazón de la tragedia.

El desplazamiento a través de Monument Valley -como en Paris, Texas,la sombra de John Ford siempre será alargada-, las bellísimas panorámicas de la Norteamérica profunda que tanto gusta retratar a Wenders; las infinitas llanuras, los bosques cerrados, las altas montañas, entre vaporosos planos, húmedas nieblas, moteles de carretera y faros tristes, se convierte entonces en obligada peregrinación a otro lugar desierto, a un escenario del vacío lleno de esencia, si bien, esta vez en medio de la metrópoli por antonomasia.
  
Un espacio construido por la destrucción y la locura, y donde todo ruido queda desterrado, apagados ya el estruendo y el horror. Semejante a un templo, apropiado por tanto para el respeto, el homenaje, la oración, la intensa emoción contenida, tal como atestiguan las apropiadas palabras finales de Lana, a modo de epitafio e invitación al silencio y la escucha. Gracias a ese plano panorámico en travelling que cierra la película, tan característico en muchos finales del realizador –junto a las citadas obras berlinesas, también Relámpago en el Agua, The Million Dollar Hotel, El Final de la Violencia…-, y dado que ya está aprobado el proyecto para edificar la nueva gran torre, es posible capturar para siempre un espacio condenado a la desaparición, de corta existencia y enorme significación, produciéndose de nuevo en una película de Wenders, y como ya ocurriera con el Berlin de El Cielo sobre Berlin (Wings of Desire, 1987), el milagro de la disolución de los límites entre ficción y realidad, a través del retrato de la ciudad, a un tiempo fantasmagórico y documental, previo a la caída del Muro. El propio director lo aclara: “en todas mis películas siempre he buscado localizaciones susceptibles de desaparecer”.

Quedan compuestos en ambos casos y de este inusual modo, unos inmensos poemas elegíacos que, sin tener mucho que ver en la apariencia, dilatan el recuerdo hasta los del legado fordiano, por lo que de crucial encrucijada entre mundos y eras poseen, si bien la presente visión wendersiana atesore una esperanza de la que gran parte de la obra de Pappy Ford adolece.

Ya para terminar, haremos referencia a una última constante wendersiana:la elección de la banda sonora. Al igual que otros realizadores con marchamo de independientes en el equipaje -Jim Jarmusch o el primer Steven Soderbergh-, nuestro autor siempre se ha sentido vinculado a las formas artísticas nacidas y crecidas desde el fin de la II Guerra Mundial al amparo del mundo urbano. Así, la cultura musical pop, con el Rock en su faceta más underground.  

La lista sería interminable: Ry Cooder en Paris, Texas, Nick Cave & the Bad Seeds y Lou Reed en El Cielo sobre Berlin, U2 en la citada recopilación de vídeos, The Million Dollar Hotel, El Final de la Violencia, etc, Talking Heads en Hasta el fin del Mundo...
Sin embargo, en su fidelidad a su natural buscador, el artista alemán también se ha atrevido conotros campos musicales más propios del mundo folklórico. Madredeus en Lisboa Story (Lisbon Story, 1994), o el propio Ry Cooder como maestro de ceremonias con la Nova Trova cubana,en la premiadísima Buena Vista Social Club (1999).

En el caso de Tierra de Abundancia,no se trata tanto de hablar de la música contenida en esta banda sonora, como de la desprejuiciada actitud de nuestro autor. De este modo, y situado en la antípoda del divismo adolescente tan característico de la industria rockera, no resultaría extraño calificar a Wenders como pontífice en su acepción literal de “el que tiende puentes”, ya que, al igual que –y, en ocasiones, junto a- figuras señeras de la propia música popular -Peter Gabriel, David Bowie, Brian Eno, Robert Fripp…-, ha sido capaz de diluir y trascender estilos musicales y fronteras artísticas, ampliando el pequeño territorio que le era propio, y consiguiendo en ocasiones el atributo artístico y la mayoría de edad para lo que en un principio no aspiraba a serlo.  

Tierra de abundancia es, por estas y muchas más razones –quedan en el tintero el comentario de los bergmanianos planos de los rostros de los protagonistas reflejados en los espejos retrovisores, o la profundización en las ramificaciones de la road movie-, una obra magistral, que nace de una historia de amor, simplemente porque es una historia de redención con potencia reconciliadora fuera de la pantalla. Una película que siempre hablará en presente, y para la que el tiempo -si es que lo precisara-, contará a favor. El delicado regalo civilizador de un alma sensible a la que es preciso atender.