CHABROL, Claude
Cómo se hace una película
Alianza Editorial, 2007, 96 pp. Col. El Libro de Bolsillo. Cine y comuniación 26/03.

 

 

Por TOMÁS VALERO

 

Con un estilo que desborda ironía, el cineasta galo Claude Chabrol –uno de los pioneros de la Nouvelle Vague– desgrana a grandes rasgos, las tres fases en las que se divide el proceso de gestación del filme: pre-producción, producción y post-producción. El tratamiento narrativo del filme adoptará una orientación u otra en función de la naturaleza del realizador, que puede ser narrador o poeta. El primero de ellos se limita a reproducir ideas prefabricadas, mientras que el segundo antepone al hecho narrado su propia visión del mundo o Weltanschauung.
La idea inicial precede a la sinopsis, que no se puede sostener sin un guión secuencial, es decir, basado en un análisis de las secuencias con más sentido de que se compondrá la película. En este sentido, Chabrol afirma que “el guión es un edificio que avanza secuencia a secuencia”. Ahora bien, si en párrafos precedentes niega la improvisación, con este principio reconoce, implícitamente, que el guión no tiene una estructura inalterable, dado que hay excepciones como Casablanca (Michael Curtiz, 1942), que así lo atestiguan. La tesis que defiende Chabrol se dirige, eso sí, a dotar de cierta coherencia la estructura del guión, cuyo éxito depende de “escribir lo que se quiere contar y del lugar donde se desarrolla la acción”. Su idea de guión se define por oposición a la de aquellos directores que introducen adaptaciones en el borrador original del mismo en función de la sensibilidad y el capricho de los actores del reparto. Existe, sin embargo, un término medio: escoger a los actores según el guión, no al revés, que es justo lo que él plantea. Claude Chabrol aprovecha esta declaración de intenciones para criticar el excesivo protagonismo que se concede indolentemente a determinados actores de renombre, hacia los que él no siente, precisamente, una especial simpatía.

En cuanto al productor, el realizador francés subraya que el primer requisito para  elegirlo es ganarse su confianza, pero dejando claro quién es el que toma las decisiones. La selección de los actores depende, por otra parte, tanto de su capacidad de adaptación al personaje, como de la facultad de improvisación que estos son capaces de desarrollar con el fin de corregir las limitaciones del guión.  
En lo que respecta al capítulo sobre la puesta en escena, Chabrol establece una división que comprende:

    • La gramática de las direcciones de la mirada (se entiende por gramática de la mirada, la dirección de las miradas que los actores se cruzan en planos interpuestos).
    • La elección de los objetivos (que, obviamente, depende de la importancia del sujeto).
    • La profundidad de campo (que será mayor o menor en virtud de la longitud del plano y del intervalo de tiempo de la toma).

El sucinto comentario que hace de los técnicos deja entrever un decidido rechazo hacia un personalismo excesivo. Como ejemplo, recuerda que una vez un cameraman actuó por su cuenta, y el cameraman pagó su osadía con el despido. En otras palabras, Chabrol deja claro, siempre y en todo momento, que el director es quien manda, lo que no significa, como parece que dar a entender, que él subordine el proceso de realización de la película a sus propios intereses.

El cameraman y el fotógrafo son como un matrimonio de conveniencia, pero no desempeñan, ni de lejos, las mismas funciones, porque, mientras que la cámara delimita el espacio del plano en lo que se da en llamar encuadre, la fotografía determina la atmósfera, que así es como él la llama. Es curioso que nuestro director emplee el término “iznogud” para referirse a los fotógrafos más pretenciosos, a los que no vacila en caricaturizar hasta el extremo, en especial, si el único objetivo que persiguen es arrebatar el poder al director (“Iznogud” es el nombre de un  personaje de un tebeo francés, ideado en 1961 para la revista Record). Es curioso –insisto– porque, a pesar de recurrir a un símil como el cómic, Chabrol detesta la técnica del story-board, porque considera que un buen director debe tener una idea clara del montaje, que, como ocurre con el guión, no debe encorsetarse, dado que también puede sufrir alteraciones, tanto si es tradicional (a mano) como virtual (en soporte DVD).

En su enumeración de elementos indispensables para la realización de un filme, Claude Chabrol no olvida a la script, que, a día de hoy no se limita a tomar notas, sino que recurre a la polaroid, para conciliar palabra e imagen, que conviven en una perfecta simbiosis. Sorprende, también en este caso, que no otorgue importancia alguna al story-board y sí, a la script. Ambos la tienen por igual, aunque no deben superponerse mutuamente, sino complementarse, porque de no existir uno de los dos, el montaje corre el peligro de volverse ligeramente asimétrico. Si, como dice el autor, el story-board mecaniza el proceso, ¿por qué no debería hacerlo la script?

Hay que contar, cómo no, con el ayudante de dirección, que debe elaborar un plan de trabajo, en el que se incluyen las localizaciones. Maquinistas y eléctricos también son compañeros de viaje, pero actúan conforme a una jerarquía de mandos que se rige por el sentido común. Así, “un maquinista instala un travelling, y es el director (de fotografía) quien le dice cómo debe instalarlo”. El atrezzista o decorador también ejerce un papel de relieve y va de la mano de la script, como no podía ser de otro modo. Un buen decorado, que, en opinión del realizador, cobra mayor autenticidad si es externo, cumple con sus expectativas, pero, evidentemente, no sin la fotografía, un detalle que Chabrol prefiere mirar de reojo. Lo que sí es cierto es que en no pocas ocasiones es indispensable rodar en un estudio, porque el exterior puede ofrecer algunas  resistencias a las aspiraciones del director o de algunos de los miembros del equipo, como el ayudante de dirección o el mismo fotógrafo, que antes decíamos. Factores como el entorno o la climatología no siempre son favorables. Hay que reconocer que en la actualidad, el rodaje de una película sobre el Manhattan de los años 30 presentaría muchas dificultades en un espacio salpicado de rascacielos de hormigón armado y cristal, porque entonces eran unos pocos los que sobresalían en el skyline neoyorquino. Por lo tanto, hay casos en los que rodar en un estudio no sólo es necesario, sino toda una obligación. En lo que respecta al vestuario, vuelve a insistir en la coherencia entre plano y plano, por otra parte, una obviedad, que no merece más comentarios. 

Es decepcionante, además, que dedique un capítulo tan breve al sonido, teniendo en cuenta que es un ingrediente determinante del filme. Un director como Claude Chabrol, que está acostumbrado al sonido directo, incluso dentro de estudio, suele rehuir el sonido de archivo, pero hay momentos de la trama que sugieren cierto efectismo, que no puede lograrse única y exclusivamente con sonido directo. Por ejemplo, para Chabrol, el director musical no es un buen partenaire, porque, como en casos anteriores, somete el ritmo a un cálculo numérico que estropea la naturalidad que el sonido directo puede proporcionar al filme. De todos modos, el laboratorio es el lugar donde pueden corregirse toda suerte de desarreglos, sonido o imagen, con ayuda de las mezclas. Un elemento del que no se habla a menudo es la luz. Es fácil dejarse engañar por la idea de que la luz no sufre variaciones en escenarios interiores. Hay que ser muy cautos y evitar los contrastes cromáticos entre toma y toma.

Por último, entre el tema dedicado a la explotación comercial de la película y la crítica, Chabrol parece dar más importancia al segundo que al primero, aunque quiera convencer al lector de todo lo contrario, como demuestra la necesidad de establecer una lista de críticas, porque del mismo modo que confiesa que el director no tiene por qué ocuparse del producto final una vez acabado, aunque tenga que hacer el “gilipollas” ante los medios de comunicación después de haber rodado la película, no deja de ser una contradicción el hecho de que se entretenga en describir las emociones que suscita el éxito de crítica o de público. En pocas palabras, decide desembarazarse del producto final una vez que está en el mercado, pero le importan los comentarios sobre su valor social. Si es así, tan importante es la explotación como la recepción, porque el director, por poco que quiera, tiene un compromiso con el productor y con el distribuidor, ya que de la unión de todos depende, en gran parte, el éxito de la obra.