Por Fernando GANZO


T. O.: En la ciudad de Syilvia/Dans la ville du Syilvie. Producción: Eddie Saeta S.A. / Château-Rouge Production (España-Francia, 2007). Productores: Luis Miñarro, Gaëlle Jones. Director: José Luis Guerín. Guión: José Luis Guerín. Fotografía: Natasha Braier. Diseño de producción: Maite Sánchez. Vestuario: Miriam Compte.
Montaje: Nuria Esquerra.

Intérpretes: Pilar López de Ayala (Ella) Xavier Lafitte (Él), Michaël Balerdi (transeúnte), Laurence Cordier, Tanja Czichy, Gladys Deussner, Eric Dietrich,
Charlotte Dupont

Color - 85 min. Estreno en España: 14-IX-2007.

 


 

En Tren de Sombras, José Luis Guerín llevó al extremo su obsesiva búsqueda de las imágenes perdidas (ya evidenciado en Innisfree). En Le Thuit, intentando rescatar la esencia de unas presuntas películas familiares de principios de siglo, el cineasta se topó con un lúgubre bosque de sombras y ruinas, como Máximo Gorki en la primera proyección Lumière en Rusia (de cuyos textos tomó el cineasta español el título de la película, que no es sino la esencia misma del cine).

Ahora, con En la ciudad de Syilvia, esa búsqueda se torna más figurativa, más coreografiada y más intermediada. En este caso, no vemos a través de los ojos de Guerín en una moviola, sino que (no siempre) las imágenes nos llegan a través de un enigmático protagonista.

Un aspecto significativo de la película, es su vinculación con cierta iconografía romántica. La vestimenta de este personaje (en una medidísima interpretación de Xavier Laffite) remite a otros tiempos. En el primer plano de la película, su cabello, su anticuado lápiz y libreta y su vetusto chaleco negro le sitúan en un lugar del imaginario colectivo más próximo al siglo XIX que al XX, y además lo hace “congelándolo” en un largísimo plano en el que Lafitte busca en su interior del mismo modo que Guerín en la moviola de Tren de Sombras.

 

 

Sin embargo, hay que mencionar que este personaje no siempre dirige la mirada del espectador. En su periplo, a veces la película parece sentir la tentación de dejarle de lado, y buscar la historia de otros sujetos que pueblan esta enigmática ciudad de Estrasburgo (la vieja de la botella, un vendedor ambulante africano, un pakistaní cojo que lleva flores, la nunca vista Laure a quien alguien deja pintadas amorosas en las paredes…).

En definitiva, el tránsito del protagonista en búsqueda de la mujer que define a esa ciudad (literalmente, su dueña, según el título) se utiliza para mostrar un laberíntico fresco de una ciudad virtuosamente coreografiada (incluso los tranvías participan de este peculiar devenir, cruzándose constantemente sin encontrar un punto en común). Esto permite una segunda reflexión, que llevaría a hablar de los cruces del destino, de cómo las vidas en una ciudad contemporánea se cruzan constantemente sin llegar nunca a tener un punto de conexión, y sobre todas las posibles historias que se pueden (podrían) encontrar.

En este retrato (palabra ésta que ejemplifica mejor que ninguna otra lo que es En la ciudad de Syilvia), el paisaje es tan determinante en los personajes como éstos en aquel, el fuera de campo en el cuadro como la viceversa. Esta “dialéctica” constante carga al film de una extraña belleza plástica y, sobre todo, lo convierte en un ejercicio de estilo sublime.

No obstante, no hay que olvidar que José Luis Guerín, en esa búsqueda ya evidenciada en Tren de Sombras, tiende irremisiblemente a la abstracción, como atrapado en un bucle intangible, condenado a toparse con esa indefinición. De ese modo, la búsqueda del protagonista también se perderá en innumerables laberintos, viéndose incapaz de realizar ese retrato que él mismo busca hacer en su cuaderno sentado en la cafetería, escrutando innumerables rostros de mujeres a través de celosías, cristaleras de marquesinas o tranvías en constante tránsito. Resulta revelador así el plano (en bellísima ralentización) en el que una de las jóvenes que el protagonista observa recibe una ráfaga de viento que provoca que sus cabellos vuelen incontrolables, haciendo invisible su rostro, en una operación de abstracción sumamente aclaratoria: un rostro que puede ocultar todos los rostros.

 

 

Pero el elemento que más llama la atención de la película, remarcando su carácter esquivo y a la vez subyugante, es cómo el protagonista resultará, invariablemente, decepcionado en su persecución incansable: el encuentro con “Sylvia” en el metro (una muy bien captada por la cámara Pilar López de Ayala), el molesto excremento de ave que cae en su cuaderno, la cerveza que se derrama sobre su cosas, la vieja tirada en el suelo que arroja una botella… fenómenos que le devuelven a la realidad de una ciudad de nuestro tiempo, evidenciando el anacronismo de su romántica búsqueda. Este descenso a lo horrible tendrá dos puntos culminantes: la noche en el bar Les Aviateurs, cuando el protagonista, tras intentar ligar con una joven, topa su mirada con el espectral e inmóvil rostro maquillado de una gótica, y poco antes del final cuando, intentando volver a ver a Pilar López de Ayala en el metro, aparece entre reflejos el rostro de una mujer horriblemente deformado.

La película, dividida en tres noches, puede calificarse, en un muy alto grado, como bressoniana. Todo lo mencionado hasta aquí sirve para defender esta idea, y habría que añadir el constante juego entre lo enfocado y lo desenfocado. Además, la persecución que marca la película hace inevitable apelar a Vértigo, otra de las claras referencias de la película.

Por otra parte, el peculiar tono de la mirada del personaje protagonista recuerda extrañamente a cierto cine de Éric Rohmer, aunque totalmente desprovista de erotismo (pese a que a algún momento muy fugaz, como el de las niñas adolescentes jugueteando en una fuente resulte ambiguamente perturbador en este sentido).

Pero la cuestión más radical que nos suscita esta película (que, no lo duden, es uno de los acontecimientos cinematográficos del año) es si quizá el cine, desde sus inicios y como se ha planteado varias veces, nunca fue más que el intento de capturar a una mujer bella en un retrato de celuloide.