JULIO RODRÍGUEZ CHICO

 

Desde hace años, afortunadamente, el mundo occidental ha ganado en sensibilidad social y se ha despertado entre las generaciones jóvenes un sentido de solidaridad hacia los más necesitados. Son numerosas las ONG surgidas en países desarrollados con proyectos destinados a resolver carencias fundamentales de la persona o, al menos, aliviar algunas situaciones indignas. Antes, el espíritu misionero y cristiano ya había promovido estupendas labores asistenciales y educativas, impulsado por la caridad evangélica. Como no podía ser de otra manera, el cine se ha hecho eco de muchas de estas iniciativas, consciente de ser espejo de la realidad, altavoz de las injusticias cometidas o consentidas, y también de encontrar en los dramas visitados un suculento filón de buenas historias que puedan interesar y atraer al espectador.

Por eso no resulta extraño que, en dos de los últimos estrenos de la cartelera, el protagonista sea un cooperante que huye de su confortable mundo para buscar algo que no tiene, y que crea encontrarlo en la pobreza y sencillez de niños desprotegidos. Nos referimos a Disparando a perros del escocés Michael Caton-Jones, y a la danesa Después de la boda de Susanne Bier.

En la primera, Joe da clases en la misión católica de Kigali, en Ruanda, lleno de un entusiasmo e ingenuidad juvenil. Ha llegado desde Oxford para demostrarse a sí mismo y al mundo que él no pertenece a la burguesía acomodada y complaciente, que puede dar mucho y hacer grandes cosas. Su idealismo es sano y sincero, pero la capital africana está atravesando un periodo convulso y crítico de guerra civil entre etnias. Es 1994, el presidente hutu ha sido asesinado y una auténtica ola de odio y venganza amenaza con exterminar a los tutsis a golpe de machete. Rápidamente se improvisan por el país “campos de refugiados” en los que se acoge a blancos, tutsis y también a algunos hutus.

 

 

Uno de esos “centros de acogida” era el escenario de la magnífica película Hotel Rwanda, y otro esta Escuela Técnica dirigida por el franciscano Christopher –padre Curic, en la realidad–. Allí se vive momentos de histeria y miedo mezclados con algunos de esperanza que, sin embargo, se debilita al comprobar que las bandas asesinas ya no respetan a los soldados de la ONU ni a las mismas religiosas. La crítica situación se agudiza aún más cuando las fuerzas internacionales deciden irse y expatriar a todos los extranjeros. Es la hora de la verdad para nuestro joven voluntario, el momento en que se plantea el dilema moral de permanecer junto a unos niños a quienes había prometido protección o volver a su país. Hasta entonces, también en esos días de persecución, ha demostrado su generosidad y buen corazón, e incluso ha expuesto su vida saliendo del recinto en busca de alguna persona en peligro. Pero en el momento decisivo no se ve con fuerzas, e incluso no alcanza a comprender la actitud del padre Christopher al celebrar entonces la Misa, por lo que decide salvar la vida regresando a su Inglaterra natal. Sin embargo, en su personal recorrido de madurez, el final no es como el principio: para él, ese contacto con la guerra, el sufrimiento y la muerte ha supuesto un renacer a la realidad y a la vida, y se ha llevado a casa el recuerdo y cariño de los niños, y el ejemplo de un mártir muy humano; siempre podrá seguir haciendo el bien, hasta donde pueda y donde pueda, porque la semilla está sembrada. Eso es lo que explica la propia existencia de esta misma película, coproducida y coescrita por David Belton, un reportero de la BBC que salvó su vida gracias al padre Ciric y que se volvió a su país con la sensación de fracaso como periodista y como persona.

Al lado de Joe, el espectador ha podido contemplar la actitud del padre Christopher en esos momentos de menosprecio de la vida. También él se ha expuesto a morir saliendo de la Escuela para auxiliar a las monjas, y ha visto la sangre derramada por los polvorientos caminos. Y también a él se le ha ofrecido el salvoconducto para salvar la vida y salir en uno de los comboys reservados a los blancos. Sin embargo, su decisión ha sido quedarse, esperar la muerte junto a los que se habían acogido a su protección paternal. No es un acto de filantropía ni solidaridad, sino una realidad más profunda, más interior, más trascendente. Por eso, cuando quedan sólo treinta minutos de paz antes de la huida y abandono de las fuerzas de la ONU, decide celebrar la Eucaristía para los ruandeses, conocedor de la proximidad de la muerte, de la necesidad de consuelo y paz de esas gentes, y también de la eficacia de la Gracia, aun cuando algunos de ellos no hayan asimilado en profundidad la doctrina cristiana. Su actitud es de fe y coherencia, y sólo desde ahí es capaz de quedarse y ofrecer su vida en un auténtico martirio. Resulta evidente que la heroicidad en una situación como la descrita no es algo exigible a nadie, y por eso es aún más admirable la figura del sacerdote mientras que el comportamiento de Joe no es censurable. Pero esa es la diferencia entre lasolidaridad y la caridad, entre los buenos sentimientos y el amor de Cristo.

En Disparando a perros, se ha pretendido rendir un homenaje a quienes dieron su vida por salvar otras, y no cargar las tintas sobre aquéllos que mostraron su cobardía moral o desencadenaron un genocidio sangriento y sin precedentes. Se ha querido testimoniar la verdad de lo ocurrido, y por eso el director se decanta por un estilo realista que toma aires de documental sin perder su carácter de ficción. Ha sido rodada en los mismos lugares de la tragedia, incorpora entre el equipo artístico y técnico a algunos de los supervivientes y se ilustra la veracidad de lo contado con títulos de crédito iniciales y finales. Su puesta en escena sacrifica algo del sentido de espectáculo que tenía Hotel Rwanda –que lograba una mayor progresión y un clímax dramático más conseguido– a favor de una verosimilitud que lleva a mostrar crudas escenas en que los hutus matan a mujeres y niños a machetazos, cadáveres despedazados que son comida de los perros o monjas asesinadas y violadas en su convento. Todo es voluntad explícita del director, empeñado en contar la verdad que mueve a unos y otros…, a hacer o dejar de hacer, a quedarse o a huir, a asesinar o a perdonar: tanto las cruentas acciones de sangre como las serenas reacciones de fe son respuestas según lo que cada uno lleva dentro..., porque cada uno da lo que puede o lo que tiene. Estamos, por tanto, ante un profundo ejercicio de honestidad del director, que expone la realidad sin juzgar a las personas, para que el espectador vea y se forme su opinión.

 

 

Decíamos que recientemente habíamos tenido ocasión de ver el film de Susanne Bier, Después de la boda, nominada al Óscar como mejor película en habla no inglesa en la última edición. También aquí encontramos a un voluntario, Jacob, que ha huido de su país –Dinamarca– para entregarse a los niños huérfanos y pobres de Bombay. Él no es un joven impetuoso y con ganas de comerse el mundo como Joe. Más bien se trata de un hombre maduro, desencantando y enrabietado, que busca lejos de la opulencia y bienestar occidental algo que llene su vida y le dé sentido. Entre los niños que están a su cargo -aquí no es la guerra sino la pobreza y el desamparo la causa de esos “centros de acogida”- Jacob se ha convertido de hecho en el “padre adoptivo” de uno de ellos, sobre el que vuelca todo su afecto y atención. Su buen corazón va parejo a una pésima gestión financiera, por lo que el orfanato pasa apuros para mantenerse a flote. La solución se presenta cuando un empresario danés se muestra dispuesto a hacer una importante donación a ese proyecto solidario, y requiere la presencia de Jacob para hablar del tema. Tras una primera reunión, Jorgen, el benefactor, le invita a la boda de su hija Anna, momento en que secretos de familia y viejas heridas sin cicatrizar obligan a los tres protagonistas y a la propia mujer de Jorgen, Helene, a replantearse su “estar en el mundo” y el sentido de sus vidas.

No conviene explicar demasiado la trama de este excelente melodrama, pero digamos que unos personajes esconden un pasado con sus anhelos, errores y decepciones aún no olvidadas, que otros se ven obligados a cuestionarse un presente en el que desconocen su propia identidad o la autenticidad de un compromiso recién asumido, y que hay quien ha aprendido a valorar el tiempo que tiene y ya sólo pretende disponer las cosas para cuando la muerte le llame. El descubrimiento de la paternidad, de la infidelidad o de la enfermedad mortal, secretos a veces celosamente guardados para evitar el dolor, se presentan como realidades que desestabilizan a padres e hijos,a esposos y amigos, a hombres solidarios y a quienes simplemente quieren hacer cosas buenas. En cada nueva tesitura, unos y otros se enfrentan a dilemas morales difíciles y dolorosos, aunque para el propósito de estas líneas sólo nos interesa el que sufre Jacob cuando descubre el futuro que Jorgen ha dibujado para él.

 

 

Nuestro solidario buscador de recursos va de sorpresa en sorpresa en su vuelta a casa, y su drástica determinación de estar el mínimo tiempo posible entre "la gente rica" se va suavizando a medida que entra en contacto con otras realidades desconocidas. No le transforma el poder, el confort ni el dinero: son algo que él ya conoce y que valora en su justa medida, por debajo del afecto de ese niño que le espera en Bombay para celebrar su cumpleaños. Sin embargo, será el descubrimiento de su nueva situación en la vida; la percepción de que hay quien necesita su cariño,consuelo y orientación tras la adversidad conyugal; y finalmente el anuncio de la próxima muerte de Jorgen -que le dejará a él como protector de dos mujeres a las que quiere-, lo que le fuerce a dar un nuevo rumbo a su existencia. Al ver la bondad desinteresada y rectitud del marido-padre enfermo, el sufrimiento y necesidad afectiva de esa familia, su nueva responsabilidad moral con ellos..., es decir, cuando su rencor hacia la sociedad acomodada se ha suavizado, cuando se quita la espina del desencanto amoroso, cuando su corazón se ha ablandado y humanizado, cuando ha dejado de huir de su pasado, sólo entonces vuelve a encontrar su "lugar en el mundo", para hacer desde allí una “labor solidaria” no a su gusto y complacencia sino según la medida y necesidad de quienes le rodean.

Como Joe en Ruanda, también Jacob necesitaba una maduración en su “solidaridad”, un encuentrocon la realidad de sí mismo, y también aquí viene de la mano de la muerte, aunque en este caso sea la de otra persona. Digamos que su amor a los niños pobres de Bombay era sincero y verdadero, pero precisaba de una purificación interior personal, de un reencuentro con sus raíces y su pasado. Y puesto a prueba en el crisol de la adversidad, esa caridad sale robustecida y reordenada en su justicia familiar y social. En este caso no se explicitan razones de orden religioso, pero bastan las naturales para entender que la labor solidaria exige una integridad y coherencia personal entre lo que uno es y la labor realizada, y cuanto más profundas y fuertes sean las motivaciones en dicha actuación, mayores serán los frutos que se recojan.

En Después de la boda también resulta decisiva la forma cinematográfica para trasmitir ese drama y dilema de Jacob, y acercarle al espectador a través del dolor y la emoción. En su factura, Susanne Bier echa mano de lo mejor de la estética del Dogma’95 y lo ensambla magistralmente con la ágil narrativa del melodrama americano. Así, construye un preciso guión estructurado en torno a varias “confesiones”, que avanza a buen ritmo y sin altibajos gracias a unos puntos de giro estratégicamente colocados para relanzar la historia en una nueva dirección, y a unos ajustados diálogos en los que no sobra ni falta nada. A esta fluida historia que sorprende y conmueve de manera equilibrada, la directora suma la frescura y espontaneidad de una cámara en mano que sigue a los personajes en su búsqueda de la verdad y de la libertad interior que necesitan, sin desconcertar ni marear al espectador, con planos detalles que penetran en el alma atribulada y miradas que se cruzan para desvelar temores e inquietudes. Un inteligente uso de la elipsis y del montaje sincopado contribuyen, a su vez, a generar esa búsqueda de lo esencial sin perderse en lo anecdótico, y permite a los actores esconderse en sus personajes y desnudar su alma para reflejar al hombre en su complejidad de luces y sombras, de secretos y rectos deseos de solidaridad.

Porque si hasta ahora nos hemos referido a Jacob como la persona solidaria, también Jorgen podría merecer ese calificativo, y no sólo por su donación económica. Es que, como antes Joe y el padre Christopher, también ahora Jacob y Jorgen hacen lo que pueden, según su sentido de la solidaridad y de la caridad, y según su lugar en el mundo. Simplemente, cada uno toma sus decisiones y asume sus responsabilidades de acuerdo con sus resortes interiores y sus perspectivas existenciales, sin esconderse detrás de una máscara o de un engaño, como hacía el protagonista de El jefe de todo esto (Lars von Trier).