Por JOSEP LAMBIES BARJAU

 

T. O.: A Prairie Home Companion: Producción: GreenStreet Film-River Road Entertainment-Prairie Home Production (USA, 2006). Productores: Wren Arthur, Joshua Astrachan, Tony Judge, Robert Altman y David Levy. Director: Robert Altman. Guión: Garrison Keillor. Fotografía: Edward Lachman. Diseño de producción: Dina Goldman. Dirección artística: Jeff Schoen. Decorados: Tora Peterson. Montaje: Jacob Craycroft

Intérpretes: Woody Harrelson (Dusty), Tommy Lee Jones (Axeman), Garrison Keillor (GK), Kevin Kline (Guy Noir), Lindsay Lohan (Lola Johnson), Virginia Madsen (The Dangerous Woman), John C. Reilly (Lefty), Meryl Streep (Yolanda Johnson), Lily Tomlin (Rhonda Johnson), Sue Scott (Donna), Tim Russell (Al), Maya Rudolph (Molly).
Color - 105 minutos. Estreno en España: 19-III-2007.

 


A Prairie Home Companion (El último show) funciona a modo de epitafio del cineasta estadouni-dense Robert Altman y representa una clausura apoteósica para su legado cinematográfico. Sin duda alguna, Altman desarrolla en este filme lo mismo que Huston en su adaptación del relato de Joyce The Dead (Los muertos), el decimoquinto cuento de la colección Dublineses. John Huston, consciente de que se trataba del fin de su carrera, se sintió atraído en su última aportación al mundo del cine por el universo de James Joyce dado que, como él mismo argumentó, “la fuerza de esta pieza literaria no está en la evocación de unos tiempos que se fueron, sino en la manera en que de forma melancólica acepta las verdades que la vida y la muerte tienen que ofrecer, y con ello nuestra propia conciencia de la mutua dependencia que hay entre los vivos y los muertos.” Aunque lo que filma Robert Altman en su obra póstuma no es un retrato de la sociedad irlandesa del universo de Joyce, ni parte de una visión especialmente melancólica, es evidente que los motores del discurso son muy parecidos. En ambos casos, el resultado gira en torno a la puesta en escena de una reflexión existencial.

El último show narra la evolución de un programa de radio llevado a cabo en directo desde el teatro Fitzgerald el día de su última emisión, es decir, se trata de la construcción de un espectáculo que, por última vez, reúne a todos sus participantes, que cooperan ante los micrófonos con sus distintos números. De este modo, Altman edifica un escenario sobre el que dispone a todos sus personajes que intervienen por turnos, esto es, crea una obra coral. De aquí se deduce un impresionante juego con los cambios de punto de vista, a partir del cual se teje una alternancia entre focalizaciones, que no sólo se mueve entre los colaboradores del espacio radiofónico, sino también entre las actitudes que adoptan cuando actúan de cara al público y cuando se encuentran entre bastidores. La actitud de una cámara múltiple, es decir, una cámara cuya perspectiva no se limita a un solo personaje, es también característica de la obra póstuma de Huston. Tanto en Dublineses como en El último show hablamos de una necesidad de implicación del objetivo de la cámara con la visión del entorno de diversos personajes, de modo que estas obras se estructuran como piezas polifónicas (según los términos usados por Bajtín en sus tesis, donde se habla de la narración polifónica como “la pluralidad de voces y conciencias independientes e inconfundibles, la auténtica polifonía de voces autónomas”). No obstante, mientras que en el caso de John Huston la plurivocidad se define según el contexto (la fiesta de epifanía que se celebra anualmente en casa de las señoras Morkan), en el filme de Robert Altman se convierte en un collage entre las conversaciones que tienen lugar en los camerinos y la parte de detrás del decorado y las canciones, anuncios publicitarios, mensajes de los patrocinadores y discursos del locutor que forman parte del programa.

En realidad, el escenario de Altman es una especie de ascenso al cielo, una entelequia más cercana a la esencia que al mundo físico. Este no-lugar es, a su vez, una bienvenida en el tránsito de la vida a la muerte semejante a los coros épicos de fuerza monumental que acogían al héroe en la tradición clásica. Con todo, los números del programa de radio están planteados desde un punto de vista mucho más cómico, si tenemos en cuenta momentos satíricos como la canción sobre chistes malos que interpretan los dos cowboys, que convierten el discurso del filme en una especia de desmitificación del más allá y de la muerte. Incluso el ángel, una mujer rubia cubierta con una gabardina que deambula por el espacio anunciando no sólo el fin del espíritu plural del grupo de personas que levanta el programa, sino también la muerte de uno de los personajes, tiene una vitalidad carnal que dista del carácter lúgubre y trascendente de Dublineses. No hay más que recordar el clímax del filme de Huston: la revelación de Gretta Conroy (Angélica Huston) al oír The lass of Aughrim, la canción irlandesa que cantaba Michael Furey, su amante muerto. También el monólogo de Gabriel Conroy a modo de epílogo plantea la muerte de forma mucho menos jocosa que Robert Altman.

 

 

Sin embargo, no debemos definir estos recursos estilísticos como a exclusivos de esta última cinta. El último show es la culminación de una trayectoria y, por ese motivo, está en completa consonancia con el discurso cinematográfico y narrativo que el director desarrolló a lo largo de sus obras. No hay más que ver Short cuts (Vidas cruzadas, 1993), una adaptación de una obra de Raymond Carver. El filme rebosa del minimalismo narrativo de Carver, es decir, de las pequeñas tramas cotidianas, entrelazadas en este caso por las relaciones entre los personajes de las distintas líneas argumentales. El resultado es próximo al planteamiento de El último show: una obra plural construida a través de historias fragmentadas, que desafían el orden de la narración aristotélica. Un ejemplo más reciente es el de la nominada al Oscar a Mejor película Gosford Park (2001). De hecho, el filme ya apunta a la dinámica de la cinta que nos ocupa, ya que no solamente ofrece un relato coral, sino que, además, establece una división entre los espacios paralela a la distinción entre la parte de delante del escenario y la de detrás. En Gosford Park, el escenario se encuentra en los salones y estancias de los señores, mientras que la cocina, la despensa y las habitaciones de los criados son como los camerinos donde se trabaja para levantar un espectáculo. Además, al igual que en El último show, Gosford Park plantea de forma tenue un clímax cuando muere uno de los personajes.

En síntesis, El último show es una obra magnífica y redonda que cierra de una forma colosal y armónica la lista de filmes de Robert Altman. Dejando de lado la analogía entre esta cinta y la de John Huston, no podemos olvidar una mención a otra gran película que culmina la aportación artística de uno de los más importantes directores de la historia del cine. El 30 de julio de 2007, a sus 89 años, Ingmar Bergman murió en la isla de Farö, pocos años después del estreno de Saraband (2003), la continuación de la serie que rodó en 1974 para la televisión sueca, Secretos de un matrimonio. Saraband, aunque parte de una línea completamente distinta a la de las dos obras póstumas citadas, es una despedida del mundo del cine que refleja el paso del tiempo y, por lo tanto, de la vida, es decir, se trata de otra revisión del tópico clásico del tempus fugit. Es necesario, pues, apuntar a una evidente intención por parte de los tres directores de pasar a la historia haciendo culminar de un modo elegante la estela que dejan tras de sí.