RAFAEL DE ESPAÑA

 

La aparición de dos libros recientes sobre cine español a cargo de dos miembros de Film-Historia (Historia del Cine Español de José María Caparrós y 30 años de cine español en democracia de Jordi Puigdomènech) puede servir para reabrir el debate sobre la salud de nuestra industria fílmica, que debería tomarse como francamente precaria si nos tomamos al pie de la letra los resultados de un estudio del Instituto de Pensamiento Estratégico de la Universidad Complutense (coordinado por los profesores Emilio Carlos García Fernández y Jesús Timoteo Álvarez) dado a conocer en junio de este año según el cual la mitad de los españoles no tiene el menor interés por el cine que se hace en su país. Realmente esta noticia no sorprende si se está un poco informado de los beneficios en taquilla de las películas españolas: de los títulos estrenados en el primer semestre de 2007, sólo dos habían conseguido recaudar más de un millón de euros: El ekipo Ja y Lola, la película (concretamente 1.601.879,04 y 1.148.245,20 según datos de la Academia); en octubre la situación podría verse desde otra perspectiva si nos atenemos al taquillazo de El orfanato, pero lamentablemente se trata del típico éxito aislado que no modifica sustancialmente la impresión antes apuntada.

De todos modos, que el cine español no gusta a los españoles tampoco es lo que se dice una novedad. Guardo un vago recuerdo de un monólogo del catalán Joan Capri de los años sesenta dedicado a cachondearse del cine español, que nuestro entrañable cómico asimilaba a las superproducciones de CIFESA. En aquel momento las glorias de la empresa de D.Vicente Casanova eran ya cosa del pasado, pero la estampa del Micalet con el fondo musical del himno valenciano le servían a Capri para vituperar un tipo de cine rancio y oficialista: esta sería la imagen que el espectador de a pie —y más concretamente el catalán— tenía del cine español, pero la opinión de los cineastas tampoco era lo que se dice optimista, como queda perfectamente reflejado en los estudios históricos de Caparrós Lera, Puigdoménech y, en general, de todos los estudiosos que se han interesado por esta cuestión. Cuando el prestigiado J. A. Bardem quiso definir el cine español en 1955 lo hizo con los siguientes calificativos, a cual más estimulante: “políticamente ineficaz, socialmente falso, intelectualmente ínfimo, estéticamente nulo e industrialmente raquítico”. De acuerdo que Bardem era del «Partido» y sus tiros iban, en definitiva como los de Capri, hacia un régimen político que favorecía un cine conformista y pudibundo ajeno a las inquietudes intelectuales del público español, pero lo malo es que, durante los cuarenta años de franquismo, cuando ese público iba al cine a ver películas del país, resulta que los auténticos éxitos de taquilla no eran obras de Bardem, sino Marcelino pan y vino, La ciudad no es para mí o No desearás al vecino del Quinto.

 

 

Volvamos a la antedicha encuesta para enterarnos de la causa de ese rechazo del espectador a las películas españolas: son “demasiado intelectuales”. La gente va al cine a pasarlo bien, y habiendo en cartelera la enésima entrega de Scary Movie, American Pie o Spider Man, ¡quién se mete a ver una película española! que, además, seguro que habla de la Guerra Civil y otros temas ajenos, al parecer, a un público eminentemente joven.

Después de hacerme estos razonamientos, lo único que encuentro son contradicciones. Durante el «Régimen», al español no le gustaba su cine porque era vehículo de mensajes reaccionarios, pero esto no le impedía llenar las salas donde ponían lo más garrido de la carcundia nacional; cuando desaparece la censura y el cine español puede abordar historias atrevidas y difundir mensajes progresistas, cuando por fin algunos cineastas patrios se codean con los del extranjero y hasta ganan Oscars, resulta que lo que ahora pide el espectador son productos de mera diversión.

De acuerdo que el cine está pasando un momento de crisis en todo el mundo que le va a llevar, aunque no a su desaparición, sí a una transformación estructural de gran envergadura, pero en los buenos tiempos había industrias nacionales en las que los conceptos de calidad y comercialidad no eran incompatibles: había un cine elitista, sin duda, pero también un cine popular digno, y por otra parte realizadores con inquietudes como Visconti o Fellini resolvían la cuadratura del círculo de hacer películas artísticas que al mismo tiempo fueran éxitos de taquilla. La única conclusión irrebatible de todo este embrollo es que el cine español, a diferencia del francés o el italiano, no ha encontrado nunca su público, y no es fácil dar una explicación a este fenómeno.

Quizá el problema del cine español es que tardó mucho en crear algo parecido a una infraestructura industrial como la que había en otros países, y cuando lo hizo fue en la década de 1940, en unas circunstancias políticas y económicas escasamente favorables. Pero echarle la culpa de todo a la censura o el doblaje empieza a ser un tópico desacreditado: en el Hollywood de los “años dorados”, la Oficina Hays velaba por la moralidad de las películas con criterios no mucho más amplios que aquí, y por otra parte los espectadores italianos apoyaban incondicionalmente sus productos a pesar de que los films extranjeros se exhibieran doblados desde que los principios del sonoro (y a cambio, la ausencia de doblaje en los países latinoamericanos no parece que haya servido para crear una producción sólida y de calidad). Más grave, a mi juicio, ha sido que los productores hayan estado desde siempre más pendientes de las subvenciones oficiales que de gustar al espectador, pero si en su momento las ayudas del Estado eran mecanismos de control ideológico, lo cierto es que en la actualidad son imprescindibles para que nuestra…, llamémosle, «industria» fílmica no haga lisis definitivamente.

En resumen: todos los que, por motivos tanto sentimentales como profesionales, nos hemos sentido atraídos por las películas españolas (“aunque mal paguen”, como dicen en las rancheras), tenemos que dar ánimos a nuestros sufridos cineastas, entre otras cosas porque su peor enemigo no es Hollywood, ¡sino su propio público!