Existe un concepto que, aunque aparentemente formal, logra definir con bastante precisión la que, hasta el momento, es la última obra de Woody Allen. Tal concepto permite abarcar, no sólo los recursos de que el autor se sirve y el modo en que éstos son puestos en escena, sino también y, fundamentalmente, el propio argumento.

Esto último pueda quizá sorprender cuando hablamos de un autor en el que las líneas argumentales, auténtica clave de su éxito, se reiteran de forma constante en su filmografía, hasta el punto de identificar plenamente a su autor, a quien el espectador requiere, con frecuencia, de forma imperiosa como protagonista, pues él es el molde primigenio sobre el que verter la mezcla de la que ha de resultar la excelencia.

Pero antes de cualquier otra consideración, digamos, sin embargo, cuál es ese concepto, para pasar luego a desentrañarlo. Tal concepto es el de “teatralidad”. Podría ciertamente decirse que nos hallamos ante una representación teatral dotada, no obstante, de los medios que proporciona el cine. Ella es al siglo XXI lo que la tragedia griega es al V a. d. C., o el teatro renacentista y barroco a los siglos XV y XVI ¿No se hubieran servido acaso, hoy día, los autores clásicos de las posibilidades infinitas que proporciona el cine para representar su obra? Lo que tenemos delante es una pieza teatral en clave cinematográfica.

Si nos adentramos ahora en el conjunto de la representación, podremos corroborar sobre el escenario la certeza o no del enunciado establecido. Puede así, en primer lugar, apuntarse hacia los actores. Éstos no son piezas al servicio de una acción dada, sino que son ellos quienes conducen la acción; son la propia acción. En sus papeles no se limitan a intervenir, sino que -en el sentido más literal de la palabra- representan e, incluso, declaman. Sus diálogos, sus rostros, atemperados por la máscara, son espejo y eco del alma. La mejor muestra de la intensidad interpretativa de la obra la encontramos en el diálogo (más bien monólogo) entre el protagonista, Chris Wilton, y el inspector de policía. La ambiciosa mirada del personaje encarnado por Jonathan Rhys-Meyers, principal rasgo de su máscara, se va conformando a lo largo del film y adquiere aquí su expresión más perfecta. ¿Cuántas representaciones se dan cita en esta escena, la una sobrepuesta a la otra, y a cuál más increíble? No existe en la película, al margen del diálogo con los muertos o el surgido del inicial y espontáneo juego amoroso, un momento más exhortativo y brillante. Las palabras resuenan en la máscara del actor, las cuales, junto con sus expresiones y gestos, inundan la escena.

Pasemos ahora al argumento. Es posible que éste pueda resultar familiar al espectador dentro de la filmografía de Woody Allen: una historia de pasiones, deseos, vacilaciones, obsesiones, sentimientos, etc., pero, sin duda, en esta ocasión, dotada de un revestimiento nuevo, lo que convierte al film en una obra extrañamente novedosa. Tales elementos adquieren, en efecto, una dimensión nueva y, en cierto modo, superior. Ya no son la consecuencia de una situación personalista, artificiosa y, por eso, algo marginal, a pesar de su alcance universal, sino que éstos se presentan en su estado más puro y prístino, sin envoltorios, como destilados. Se produce una maximización de esos elementos, que, en parte, se someten a parámetros superiores.

Esos parámetros se revelan como los temas más clásicos del teatro, a saber, ¿cuál es la fuerza que rige el mundo y determina el destino de las personas? Sobre la escena concurren varias candidatas: el trabajo y el esfuerzo; la ambición y la determinación personales; la fortuna y el azar; y la justicia y el orden, en el sentido más clásico de este último concepto. Bajo este escenario imponente son múltiples los interrogantes que se plantean: ¿qué es lo que justifica y legitima nuestras acciones?, ¿qué es lo que las hace triunfar o fracasar?, ¿pueden la determinación y el azar vulnerar y burlar la justicia? y, si esto sucede, ¿es aún posible el triunfo o son inevitables, como vías para la sanación, el sentimiento de culpa, la necesidad de arrepentimiento y el castigo?

Muy probablemente, la película no responde a ninguno de estos interrogantes pues, como preguntas eternamente repetidas y origen mismo del drama, no podría hacerlo, pero sí se atreve a descubrir lo que muchas veces sucede en la realidad o, al menos, lo que tenemos la impresión de que sucede, esto es, que el mal resulta indemne y que sirviéndose de él es posible, sonriendo la fortuna, triunfar. Para ello no es preciso un pacto expreso con el diablo.

En el contexto de la obra puede el crimen parecer una solución argumental desaforada, poco creíble, en parte equiparable a la adoptada por Dostoievski en Crimen y castigo; un paralelismo que se intuye de forma inmediata, y que ya ha sido señalado reiteradamente. Todo ello tiene, sin embargo, una explicación lógica, pues el asesinato es la forma más extrema posible, dilatada y “trágica” de exteriorizar la tensión interna del protagonista, y de guiar y conducir su determinación en la consecución de sus ambiciones. También las circunstancias del crimen pueden parecer algo artificiosas y toscas, pero es necesario tener en cuenta que, a pesar de tratarse del momento más trepidante de la obra, supone, sin embargo, desde el punto de vista argumental, el más instrumental de todos. Poco importa, en este sentido, la “perfección” de un crimen que, como luego se descubre, va a quedar impune.

En tercer y último lugar, puede apuntarse hacia los diversos recursos, genuinamente teatrales, de que se sirve la cinta, propios del más clásico de los clásicos. Match Point se inicia así con un preludio en el que pudiera perfectamente decirse que un actor sale a escena y, tras imponer el silencio en la sala, nos introduce en la obra para captar nuestra atención, revelándonos la clave de la misma. Después serán los actores quienes encarnen ese preludio, para que, al final, al concluir el último acto, de nuevo por boca de uno de los personajes, Tom Hewett, se retorne, a modo de colofón, a las palabras iniciales, cuando afirma “Me da igual que sea fabuloso, sólo espero que tenga suerte”.

Un segundo recurso se pone de manifiesto en el diálogo del protagonista con los muertos, escena en la que, rompiéndose la obra, se interpela directamente al público. La conciencia y la justicia se dan cita aquí, personificadas en quienes han sido víctimas de la ambición del protagonista. Este recurso, que nos recuerda a otras obras, tales como Ricardo III , de Shakespeare, constituye uno de los momentos sublimes del film, a través del cual se nos presentan dos tipos de víctimas: la víctima u objetivo directo, y los inocentes, a quienes se sacrifica sin más. En el caso del hijo no nacido hay, incluso, una referencia expresa a Sófocles. A este diálogo magistral se superpone el despertar sobresaltado del inspector de policía, a quien “los dioses” han revelado la verdad en sueños. “Chris Wilton las mató. Los detalles de todo me han venido en sueños”, afirma el inspector.

Como último recurso teatral puede señalarse la ambientación musical de la película. Las piezas operísticas captan magistralmente la intensidad y fuerza argumentales, los diversos extremos que combaten sobre el escenario. Como dice el propio protagonista, la ópera expresa todo lo trágico de la vida.

 

LUIS ANTONIO SANZ VALENTÍN es Doctor en Derecho y Abogado en ejercicio.

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