Había mucha expectativa ante esta edición de la Seminci por celebrarse su 50 aniversario, y también porque lo hacía bajo la batuta de un nuevo director, Juan Carlos Frugone, después de dos décadas con el sello de Fernando Lara . Como es lógico, estas Bodas de Oro han tenido una especial preparación, con spot publicitario de Isabel Coixet incluido, para poder contar con la presencia de directores como Costa-Gavras, Ang Lee, los hermanos Dardenne o Saura, para editar un libro conmemorativo de este medio siglo escrito por César Combarros, o para confeccionar la programación de un ciclo especial (50 años amando el cine) que recuperaba películas señeras desde que se llamaba Semana de cine religioso y de valores humanos hasta el momento presente: sesenta películas de otros tantos autores –la Seminci siempre ha hecho gala de mirar a un cine de autor, además de acercar el cine a la realidad social-, como Dies irae (Dreyer), El apartamento (Wilder), Caro Diario (Moretti), Las noches de Cabiria (Fellini), El séptimo sello (Bergman), El proceso de Juan de Arco (Bresson), Sacrificio (Tarkosvki), Charada (Donen), La vía lactea (Buñuel), El empleo (Olmi), La naranja mecánica (Kubrick), o las más recientes Italiano para principiantes (Scherfig), Una historia verdadera (Lynch) o Bailar en la oscuridad (Lars von Trier), por ejemplo.

Al margen de algunas deficiencias organizativas – Frugone se excusó por el poco tiempo de que había dispuesto, y el Patronato ya ha adelantado la creación de la figura de un director gerente para próximas ediciones-, lo cierto es que la Seminci se ha vuelto a beneficiar de su calificación como festival tipo B, incluyendo películas galardonadas en otros foros. Hemos podido ver el León de Oro de Venecia (Brokeback Mountain En terreno vedado - de Ang Lee), la Palma de Oro de Cannes ( L'enfant –El niño-, de los Dardenne ), o el premio FIPRESCI en Cannes (Caché –Escondido- , de Haneke). Fuera de concurso estaban las dos primeras, lo mismo que la presentada por Carlos Saura, Iberia, un sentido homenaje a Albéniz y al flamenco, con su habitual puesta en escena llena de vistosidad y una fotografía de gran belleza); o la de Costa-Gavras que abría la Semana, Arcadia, una tragicomedia de diálogos cáusticos y ácidos para criticar un capitalismo desaforado que conduciría a la pérdida de empleo, y a la postre a la ruina personal. Por su parte, el danés Lars von Trier avanzó en su particular cruzada contra los Estados Unidos, y condujo a la Grace de Dogville hasta Alabama para intentar democratizar un pueblo llamado Marderlay, anclado aún en el esclavismo: continuación estética de su precedente, con todo lo bueno y lo malo, que no sorprendió pero sí entusiasmó a los incondicionales.

Conforme avanzaba la Semana, la crítica coincidía en dar como favoritas a las propuestas de Haneke, von Trier, el japonés Yamada (La espada oculta, otra historia de samuráis en la línea de El ocaso del samurai, con héroes llenos de humanidad, y una cuidada factura y equilibrio narrativo), o incluso a la de Deepa Mehta (Agua, crítica a la situación vejatoria en que se encuentran las viudas en la India, realizada con una bella fotografía y un tono lírico muy sugerente, y que recibió el Premio de la Juventud). Pero se ve que André Téchiné y el Jurado que presidía pensaron en dar la nota, en respaldar películas de trasfondo dudoso, o en provocar el pataleo del respetable, y concedieron la Espiga de Oro al chileno Matías Bize por En la cama. Quizá para calmar los ánimos y no resultar escandaloso su veredicto, decidieron “compensar” con el Premio 50 aniversario a Haneke y Von Trier – ex aequo - por “su madurez y trayectoria personal”.

Se ha dicho que el mayor alarde de En la cama consiste en respetar durante hora y media la unidad de tiempo y lugar –una sola noche, una habitación de un motel y sólo dos actores-, para contar la historia de dos jóvenes que tienen un encuentro sexual ocasional, y para más tarde -tras una conversación un tanto insulsa- volver a tener nuevas relaciones que reflejan ya cierta intimidad y cercanía afectiva. Su explicitud en las imágenes, un guión mediocre y lánguido, y unos diálogos vacíos y zafios acercan la cinta más al cine pornográfico que al arte cinematográfico de la sugerencia o la elipsis, con lo que no se explica bien el premio alcanzado.

Si sorpresa causó el máximo galardón, la Espiga de Plata no se quedó a la zaga al recaer en François Ozon por El tiempo que queda, en la que Melvin Poupad también se llevó el premio al mejor actor. Cuenta el drama existencial de un fotógrafo homosexual al que le diagnostican un cáncer y pocos meses de vida; decidido a llevarlo en silencio, enfrentado en soledad a una sociedad que le niega el afecto y tolerancia necesarios, la cinta tiene algún momento conmovedor y otros que no pasan de ser un homenaje a Bergman y sus Fresas salvajes, aunque sin su fuerza dramática ni su capacidad para reflexionar sobre el sentido de la vida. El premio para el mejor actriz fue para la polaca Krystina Feldman (Mi Nikifor) por una excelente caracterización del pintor naïf del título: se trata de un biopic de un artista descubierto por el mundo en la etapa final de su vida, cuando vivía enfermo y solo, malvendiendo sus cuadros a los visitantes de un balneario; fiel al espíritu cinematográfico polaco, es una película abierta a lo espiritual y a planteamientos morales en torno a la persona y la amistad. El premio a la mejor fotografía –no podía ser de otro modo- fue para una película china, Ping Pong Mongol, historia mínima llena de humanismo de Hao Ning .

El cine español obtuvo el premio Pilar Miró (mejor director novel) con Segundo asalto, de Daniel Cebrián: especie de thriller que se sirve del boxeo como excusa para tratar del reencuentro de un hijo y su padre, en medio de una trama de robos donde la moral convencional cede ante la conveniencia de un individuo –también en fase terminal por enfermedad- al que se le da una segunda oportunidad; con atmósferas bien conseguidas y esquemas de cine de género, cae en más de un tópico y planteamiento antropológico plano, y acaba resultando muy deudora de otros títulos recientes. Santiago Tabernero presentó Vida y color, reconstrucción amable de la España de la transición con un toque de misterio y también abundantes tópicos, pegados –como los cromos de la colección- en una historia de iniciación infantil; se llevó el Premio del público. Argentina presentaba sus credenciales de cine nostálgico y emotivo con dos obras: Elsa y Fred , de Marcos Carnevale, una conmovedora historia de amor a la tercera edad, magníficamente interpretada por Manuel Alexandre y China Zorrilla; y Hermanas, opera prima de Julia Solomonoff, que se mueve entre dos momentos marcados por la dictadura militar, con dos hermanas que necesitan reencontrarse y superar misterios sin resolver o realidades familiares sin descubrir; buen guión e interpretaciones para una película que se merecía mucho más.

En Banquete de boda asistimos a una comedia loca y esperpéntica del belga Dominique Deruddere para hablar del sinsentido de la violencia desatada, mientras que Christian Carion hacía lo propio en Feliz Navidad –que clausuró el Festival y recibió el Premio FIPRESCI-, en un relato pacifista que aborda el absurdo de la guerra al recordar la confraternización entre ejércitos enemigos durante la etapa de trincheras de la Gran Guerra.

La sección paralela –llamada Punto de Encuentro - premió a Ruido, comedia uruguaya de Marcelo Bertalmío, encadenamiento de gags para hablar de un perdedor, de la soledad y también de la amistad. Por su parte, Cuadernos de contabilidad de Manolo Millares, de Juan Millares -una crónica de la historia de España del siglo XX-, y La dignidad de los nadies –en torno a la política neoliberal y sus efectos devastadores entre los más desvalidos- de Fernando Solanas se repartían el premio en Tiempo de Historia.

Al final, lo mejor ha resultado esa mirada a los 50 años amando el cine y la concentración de un puñado de películas de cuidada factura y no pendientes de la taquilla; y lo peor y más desconcertante, un palmarés al que muchos no acabamos de encontrar sentido ni justificación.