A finales de los sesenta e inicios de los setenta, una nueva generación de cineastas asomaba la cabeza en Hollywood. Muy pronto, nombres como Francis Ford Coppola, Brian de Palma, Martin Scorsese o Steven Spielberg, estarían en boca de todos los cinéfilos. Han pasado más de treinta años y las carreras de estos cineastas ha sido desigual. Coppola después de firmar la trilogía más brillante del cine y realizar una obra maestra como Apocalypse Now (1979), está prácticamente desahuciado para el mundo del cine –por lo menos como director, ya que se está labrando una reputación como productor–. De Palma sigue contando con una legión de seguidores que creen en él como el cineasta más dotado de su generación; sin embargo, la taquilla y parte de la crítica no le trata como se merecería. Spielberg es, de todos ellos, el que más parabienes ha recogido de crítica y público, siendo, junto a Clint Eastwood, uno de los últimos representantes de una manera de hacer cine.

¿Y Scorsese? Para muchos era el mejor del grupo. Desde que firmara la exuberante Toro Salvaje (Raging Bull, 1981) su brillante, hasta entonces, carrera ha tenido altos y bajos. Ha ejecutado brillantes obras como Jó, que noche (After Hours, 1985), Uno de los nuestros (Goodfellas, 1990), La edad de la inocencia (The Age of Innocence, 1993) –para mí su mejor película–, o la apabullante Casino (1997); también nos ha ofrecido interesantes obras como sus documentales sobre el cine clásico norteamericano o sobre el cine italiano, además de la polémica La última tentación de Cristo (The Last Temptation of Christ, 1988), amén del mejor episodio en la película Historias de Nueva York (New York Stories, 1989), Apuntes del Natural.

Por el contrario, Martin Scorsese ha firmado un puñado de filmes indignos de su talento, como El color del dinero (The Colour of Money, 1986), El cabo del miedo (Cape Fear, 1991), o las horribles Kundun (1997) y Al límite (Bringing out the Dead, 1999). Ahora, después de Gangs of New York (2002), nos ofrece un biopic sobre el magnate, cineasta y aviador Howard Hughes, uno de esos personajes bigger than life que tanto gustan a los norteamericanos y a Hollywood en particular.

Desgraciadamente, en mi opinión, poco del talento de Scorsese hallamos en esta cinta. Su fulgurante arranque y posterior hora parecen llevarnos al territorio de este italoamericano: montaje compulsivo, brillantez en el encuadre, magnífica comunión música-imágenes –en especial en la mejor escena del filme: el rodaje de la batalla aérea de Ángeles del infierno (Hell's Angels, Howard Hughes, 1930)– y, en definitiva, un apurado dominio de la puesta en escena. Más allá de esa primera hora nos encontramos con un erial. La representación que hace Scorsese del Hollywood de los treinta y cuarenta es burda y risible. Hay glamour , pero el retrato de estrellas como Errol Flynn o Katharine Hepburn es zafio y torpe. El director nos muestra aquello que sabíamos de Errol Flynn: su arrogancia, su gusto por las peleas... y de la Hepburn su comportamiento altanero, atrevido y desinhibido. Pero, ahí se queda, en la superficie, en lo que saben los mitómanos, incluso ridiculizando a una actriz como Kate Hepburn con una actuación lamentable de Cate Blanchett –que por otro lado me parece una muy buena actriz –, que se limita a imitar los andares de la actriz, sonreír como una idiota y soltar sus frases como si fueran réplicas de una película de George Cukor. Quizás del único personaje en que no se aprecia esta tendencia es en el sobrio retrato de Juan Trippe, el magnate de la Pan American, interpretado por Alec Baldwin.

¿Y Hughes? Si exceptuamos la brillante performance de Di Caprio –¿cuándo se dejará de ver a este brillante joven actor como un buen intérprete y no como una cara bonita?–, poco sabemos de él. Al parecer, el tipo estaba chiflado, le gustaban los aviones y quiso hacer películas muy caras. Nada más. ¿Y sólo eso en tres horas de película?, se preguntaran algunos. Así es. Martin Scorsese se limita a realizar una hagiografía de un personaje con más sombras que luces, de la manera más simple que a uno de le cabría esperar. A lo largo del metraje hay buenos momentos, como la citada primera hora, el vuelo con la Hepburn en el hidroavión, la construcción del Hércules y alguno más. Uno esperaba que Scorsese hiciera suyo a Hughes como hizo Coppola con Tucker: el solitario que desafiaba a la industria; pero nada más lejos. Scorsese traza una serie de anécdotas sobre la vida de Howard Hughes y nos deja con la miel en los labios; ya que no cita para nada, sus presuntos escarceos homosexuales o con chicas muy menores de edad, su nefasta gestión en la TWA, sus múltiples fracasos como piloto y diseñador de aviones –muchísimos más que los éxitos que cosechó y que aparecen en la película, y que en realidad no significaron gran cosa para la aviación–, sus negocios turbios con la Mafia y, por último, sus últimos veinte años de vida malviviendo como un recluso en los diferentes casinos que poseía en Las Vegas. En cualquier biografía sobre Hughes abundan los rumores sobre las andanzas del personaje en esos casinos con plantas vacías para su entero disfrute ¿Por qué no arriesga Scorsese e intenta dar su versión, su visión? ¿Por qué no fabula? ¿Por qué ese empeño en dejar inmaculado a un personaje con tantos claroscuros? Sobre sus trastornos mentales, tampoco averiguamos gran cosa. Todo queda reducido a una especie de trauma infantil, relacionado con la cuarentena y una epidemia que asoló su ciudad, y a escenas del personaje en las que lo vemos ejecutar una serie de acciones rocambolescas como comer un bistec con doce guisantes o orinar en botellas de leche vacías. Ridículo. Nada sobre su presunta esquizofrenia, personalidad bipolar, o cualquiera de los problemas mentales que asolaron a Howard Hughes durante toda su vida. Toda la película es un bonito envoltorio que esconde la nada, el vacío.

Poco después de su estreno en España, la cinta fue nominada a once estatuillas de la Academia. Al final, la película de Scorsese recogió cinco Oscars menores. Después de un buen puñado de películas –algunas merecedoras de la estatuilla dorada, como Toro salvaje –, la carrera de Martin Scorsese lleva unos años de zozobra. Su próximo filme será un remake de la conocida película de acción Infernal Affairs (Wu jian dao, 2002). Suscribo a Quentin Tarantion quién dijo que le parecía muy triste que un director de su personalidad y talento tenga que acabar realizando una versión de una cinta de acción de Hong Kong, que muy posiblemente estará por debajo de su original.

En sus documentales sobre el cine norteamericano y sobre el cine italiano, Scorsese habla maravillas de los autores que iban a contracorriente o que asentados en Hollywood intentaban romper las normas y rodar películas atrevidas. Él fue uno de ellos, ojalá lo recuerde y vuelva por sus fueros. De lo contrario, será otro nombre a engrosar el panteón de directores ilustres engullidos por la maquinaria hollywoodiense.