La injusticia, el fanatismo, el odio y la violencia tribal (ya sea irlandesa, africana o de dondequiera) son temas recurrentes tratados por el realizador Jim Sheridan. Con películas como En el nombre del padre o The boxer, parece haber suscitado similares preocupaciones entre sus colaboradores. Éste es el caso de Terry George, que tras trabajar como guionista para aquél, también se lanzó con cierta fortuna a la dirección, con el arriesgado film En el nombre del hijo, otro nuevo acercamiento al ancestral conflicto entre Irlanda y el Reino unido.

Por esta razón, es lógico pensar (y así es), que de tan estrecha relación profesional y afinidad temática, surja como resultado una similitud estética definitoria, que no obstante, no pasa de cumplir la “convencionalidad occidental”, con todas sus connotaciones, generalmente negativas.

De todas formas, y por encontrar un parangón modélico, podría tratarse de un fenómeno semejante (en pequeña escala, y salvando las distancias de todo tipo) al del actual cine iraní, en el que Abbas Kiarostami ha dado a luz una generación de grandes realizadores (Mohsen Mahkmalbaf, Yafar Panahi, Samira Mahkmalbaf) que, sin embargo, aun aparentando diferenciarse apenas (ni entre sí ni respecto de su maestro), afortunadamente sí poseen una visión propia del mundo, genuinamente semita, y universal a un tiempo. Y esto es exactamente parte de lo que se echa en falta en esa “anónima convencionalidad” de la que participan Sheridan y George.

 

Por tanto, estilísticamente hablando, podría decirse que la película carece de un sello personal que la defina y diferencie (es manifiesto que, hoy por hoy, Terry George no tiene ni apunta dotes de “autor”), siendo en cambio, radicalmente pragmática y eficaz en el cumplimiento de sus objetivos, al utilizar con inteligencia, discreción y modestia (aunque sin trascenderlos), el apoyo de los citados convencionalismos, a saber: la puesta en escena condicionada por la dictadura del montaje como única herramienta válida de plasmación del relato, la consiguiente (e indeseable) brevedad de los planos (lástima que no abunden planos-secuencia como ése en el que el protagonista sufre un derrumbamiento psicológico en el nudo de su corbata), el predominio del plano-contraplano, la “facilidad” de los encuadres…, recursos todos al servicio del buen guión, verdadero punto fuerte de la película.

Así pues, el real interés de Hotel Rwanda vuelve a residir, precisamente, en la atención que se centra en los seres humanos afectados por una situación límite (extremo idéntico a los recogidos en The boxer, En el nombre del padre y En el nombre del hijo); en definitiva, dejar constancia de que toda historia humana es siempre y, esencialmente, una historia personal (es decir, jamás anónima), que (aunque el hombre se empeñe a veces en negarlo) es siempre inviolable, gracias a la realidad de su intrínseca plenitud de dignidad. Esta concepción manifiestamente humanista de los dos realizadores irlandeses se mueve por el verosímil (por cercano) territorio de los matices y su interminable gama de grises, enfatizando la dirección de actores (siempre llenos de convicción, competencia y candidaturas a los Oscars), para conceder preponderancia a la idónea expresión del alma que son los rostros y poner así de manifiesto las grandezas y miserias del hombre. Además, y felizmente, no resulta maniquea; pues, exceptuando las omisiones de quienes poseen la llave de la solución por un lado, y la violencia, sus derivaciones y a sus practicantes por otro, siempre trata de comprender decisiones, puntos de vista, motivaciones, dejando en libertad al espectador ante la elocuencia de los hechos (la bien llamada “tozuda realidad”), que resulta ser en realidad la propia condena de quienes se empeñan en el error.

Hotel Rwanda es otro ejemplo más del tradicional encuentro entre Historia y ficción cinematográfica, que en cuestión de poco más de una década ha dado a conocer varios casos de heroísmo del hombre cotidiano, enfrentado a sí mismo en primera instancia (es decir, obligado por su personal proceso de toma de conciencia), y al poder absoluto del caos, la anarquía y el absurdo (cuando ya ha decidido tomar partido), para redescubrirse en la renuncia por los demás, como único camino de liberación personal y colectiva.

La historia de Paul Rusesabagina (principal asesor de la película), al igual que las de Oskar Schindler o el cónsul Perlasca, se nos ofrece así como ejemplo paradigmático de humanidad altruista, en las antípodas del actual individualismo práctico y, aun conteniendo lógicas pinceladas de denuncia de injusticias manifiestas, se sitúa muy lejos de otras filmografías, en las que el claro cariz ideológico (y en ocasiones hasta manipulador) resulta ser el verdadero protagonista, como por ejemplo ocurre en las producciones del realizador greco-francés Costa-Gavras.