Aparte de esta incongruencia, M. Night Shyamalan consigue tocar las teclas necesarias –Hitchcock dixit– para emocionar al espectador. La película jamás pierde de vista a su público. Lo narrado y las ideas implícitas se supeditan al goce del espectador y es por eso que El bosque exige su participación. El tema es viejo y Unamuno ya lo plasmó en su San Manuel Bueno, mártir. La novedad, y esto tampoco es nuevo, está en el cómo más que en el qué.
El tratamiento de Shyamalan hace hincapié en los límites existentes entre la seguridad del grupo y su libre albedrío. Aparte, coexisten otros temas como el mundo de lo aparente y extraño, la importancia del punto de vista y una búsqueda eterna de la verdad, que son temas recurrentes en toda la filmografía del director.
Si ya es meritorio introducir un tema clásico en un argumento inusual, lo mejor de El bosque es que un film aparentemente afín al sistema dibuja con claridad la situación que viven actualmente los estadounidenses con Bush y su política exterior. Sorprende más si cabe que un director asentado en la taquilla procure que el arte dé respuestas cuando ya no formula siquiera preguntas.
El bosque propone un final donde cada espectador podrá verse reflejado. El film es un espejo donde se mirarán tanto los amantes de la automentira como los que sufren dudando de las apariencias a cada instante.
El director es un moralista, como lo fue Capra, pero a diferencia de éste, Shyamalan no se puede definir con tanta facilidad. Guste o no su preocupación didáctica, al menos debe valorarse su valentía para posicionarse ahora que el mundo lo necesita. Entre los panfletos de Michael Moore y las películas de sustos vacuas –como aquella de Robert Zemeckis donde Harrisson Ford cambiaba de registro–, Shyamalan crea un mundo nuevo para hablar de la historia de un pueblo que se aferra al pasado y se aísla recurriendo al autoengaño para no desmembrarse. Igual que algunas naciones, partidos políticos o sociedades de abolengo.