Cuando uno acude a la ópera, no se siente decepcionado ante el maquillaje excesivo del tenor o el paisaje tirolés pintado en una mala acuarela. La virtud no está en el envoltorio, eso nadie lo discute. El cine, para bien y para mal, es un arte y un espectáculo menos elitista que la ópera: casi todo el mundo puede costearse una entrada al cine y existe una amplia y publicitada oferta. La desventaja aparece cuando la excelencia se convierte en exigencia. Es decir, como el cine es un fenómeno popular aparte de un arte, se exige a los cineastas que arriesguen lo menos posible para llegar a todos los públicos o, acaso, si pretenden ser rupturistas, que se olviden del cine, de la dirección y de todo lo relacionado con el séptimo arte y devengan personajes programados para entusiasmar a los cronistas de los festivales.

M. Night Shyamalan no renuncia al favor del público pero, en sus metáforas, no duda en arriesgar y sacrifica las convenciones que otros le presuponen. Esta vez va más lejos que con sus anteriores trabajos, porque las lecturas de su creación bien pueden aplicarse a los tiempos de conservadurismo actuales que, tras la caída del Muro, la desintegración de la izquierda, etc., preponderan en la práctica mayoría de las sociedades que se llaman civilizadas.

La narración del cineasta estadounidense sigue buscando el giro inesperado hasta rozar la triple pirueta mortal y, en su modo de crear suspense, nada inventa, pero domina los recursos clásicos: la importancia del punto de vista, negando al espectador lo que aterroriza al protagonista, por ejemplo, y la manipulación del tempo de acción como también bordaba Hitchcock. Otro aspecto que Shyamalan parece tomar prestado del maestro británico –en Psicosis– es el cambio de protagonista mediada la cinta. La ceguera de la inesperada heroína da pie a escenas de complicada verosimilitud a pesar de que, anteriormente, el realizador se haya esforzado en allanar el terreno. Sin embargo, The Village es una fábula de personas con miedo a las personas y lo fantástico necesita sus licencias particulares. Si acaso, reprochables son los intentos de dotar de lógica al relato entre tanta fabulación.

Aparte de esta incongruencia, M. Night Shyamalan consigue tocar las teclas necesarias –Hitchcock dixit– para emocionar al espectador. La película jamás pierde de vista a su público. Lo narrado y las ideas implícitas se supeditan al goce del espectador y es por eso que El bosque exige su participación. El tema es viejo y Unamuno ya lo plasmó en su San Manuel Bueno, mártir. La novedad, y esto tampoco es nuevo, está en el cómo más que en el qué.

El tratamiento de Shyamalan hace hincapié en los límites existentes entre la seguridad del grupo y su libre albedrío. Aparte, coexisten otros temas como el mundo de lo aparente y extraño, la importancia del punto de vista y una búsqueda eterna de la verdad, que son temas recurrentes en toda la filmografía del director.

Si ya es meritorio introducir un tema clásico en un argumento inusual, lo mejor de El bosque es que un film aparentemente afín al sistema dibuja con claridad la situación que viven actualmente los estadounidenses con Bush y su política exterior. Sorprende más si cabe que un director asentado en la taquilla procure que el arte dé respuestas cuando ya no formula siquiera preguntas.

El bosque propone un final donde cada espectador podrá verse reflejado. El film es un espejo donde se mirarán tanto los amantes de la automentira como los que sufren dudando de las apariencias a cada instante.

El director es un moralista, como lo fue Capra, pero a diferencia de éste, Shyamalan no se puede definir con tanta facilidad. Guste o no su preocupación didáctica, al menos debe valorarse su valentía para posicionarse ahora que el mundo lo necesita. Entre los panfletos de Michael Moore y las películas de sustos vacuas –como aquella de Robert Zemeckis donde Harrisson Ford cambiaba de registro–, Shyamalan crea un mundo nuevo para hablar de la historia de un pueblo que se aferra al pasado y se aísla recurriendo al autoengaño para no desmembrarse. Igual que algunas naciones, partidos políticos o sociedades de abolengo.