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Si algunas penumbras (como la discutida decisión del jurado o la repercusión de la huelga de hostelería) ensombrecieron el Festival Internacional de Cine de San Sebastián en el año 2003, no pude decirse lo mismo de la 52 edición, celebrada entre el 17 y el 25 de septiembre de 2004. Este año presentaba algunos interrogantes, e incluso antes de su inicio llegó a hablarse de la repercusión en el certamen de la crisis económica, que llevó a la organización a apretarse el cinturón: duración inferior en un día a la de años anteriores, obligación de pagar una cuota de inscripción por parte de la prensa acreditada en San Sebastián, etc. Sin embargo, el balance final no ha podido ser más positivo, incluyendo una buena organización, presencia de estrellas, gran afluencia de espectadores y un fallo del jurado bien recibido por crítica y público, al ajustarse a la calidad de los filmes a concurso, salvo el incomprensible premio de Nuevos Directores dado a la película francesa Innocence en Zabaltegi.

Además de la presencia de películas interesantes, una vez más el glamour que rodea al evento ha sido tan importante como los filmes proyectados. Así, el Festival de San Sebastián ha conseguido convertirse en un fenómeno social que supera lo estrictamente cinematográfico, aun a costa de ciertas contradicciones: gente que jamás iría a ver una película de ese tipo en la temporada cinematográfica normal, pero que hace cola para entrar a verla en el Kursaal o aglomeraciones para ver pasar a actores o actrices, de los que algunos de los presentes jamás han visto una película suya, como sucedió en el Festival hace unos años cuando un miembro de la organización tuvo que avisar al público de que la mujer vestida de rojo que salía del hotel no era una azafata, sino Irène Jacob, la inolvidable protagonista de Rojo , de Kieslowski. En cualquier caso, el éxito de un Festival cinematográfico de primer orden, como el de San Sebastián, se basa precisamente en buscar un equilibrio entre esos dos extremos (cine de calidad y glamour ) y este año el Zinemaldia donostiarra ha contado con la presencia de tres cineastas americanos, a los que se otorgaba el Premio Donostia. Se trata de personajes muy diferentes entre sí, pero capaces de llamar la atención del gran público: el incombustible y siempre interesante Woody Allen, que presentó su última película, Melinda and Melinda ; el actor Jeff Bridges, del que se proyectó la decepcionante The Door in the Floor , de Tod Williams, y la actriz Annette Bening, protagonista de la interesante Being Julia , de István Szabó.

En cuanto a la calidad media de las cintas seleccionadas en la Sección Oficial y en Zabaltegi, también puede considerarse positiva, aunque no deja de sorprender la presencia de ciertos filmes, completamente prescindibles, puesto que el cine de calidad no tiene necesariamente que ser aburrido. De todas formas, quizá este hecho no sea culpa de los encargados de la selección, sino un reflejo de la crisis relativa en la que se encuentra el cine actual, en el que a veces es difícil encontrar películas que se salgan de la medianía imperante. Esta crisis –no de dinero, sino de ideas y sobre todo de historias interesantes– es especialmente perceptible en el cine español, vista la mediocridad de las películas de ficción, de producción exclusivamente española, seleccionadas en el Festival (Horas de luz, de Manolo Matjí y Frío sol de invierno, de Pablo Malo). Además, creo que esta crisis de ideas es extensible en general a nuestro cine, revisado en la sección Made in Spain , en la que brillaba por encima de la media Héctor, de Gracia Querejeta, una de las cineastas con más futuro del cine español actual.


Aunque siempre sea una visión parcial, el Festival permite vislumbrar también algunas características del panorama cinematográfico actual. Por ejemplo, el interés de los directores por mostrar diversos problemas políticos y sociales del mundo contemporáneo, en especial el de la violencia, que, en sus diversas facetas, ha estado muy presente a lo largo de todo el Festival. Sin embargo, la denuncia político-social debe ir acompañada de una inteligencia y de una capacidad narrativa que no está al alcance de todos. A veces se corre el peligro de caer en el mero panfleto o en el reflejo brutal de una violencia que, a base de repetir excesos, termina anestesiando al espectador, en vez de contribuir a despertar su conciencia. Así, se presentaron filmes de gran interés, en que la denuncia socio-política es inteligente, como la impresionante Omagh , de Pete Travis (Premio al Mejor Guión), sobre el terrorismo en Irlanda, estremecedor drama producido por el director de Bloody Sunday , que cuenta, en clave de documento político ficcionado, la tragedia de las víctimas del atentado terrorista perpetrado por el IRA Auténtico, en Omagh, en 1998, en pleno proceso de paz irlandés. Igualmente impresionante es el filme serbio Sueño de una noche de verano , de Goran Paskaljevic, una historia sobre la pérdida de memoria histórica de la sociedad serbia, vista a través de los ojos de una niña autista, que recibió el Premio Especial del Jurado.

 
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